José Antonio García-Prieto Segura
“¿Qué le dirá al Todopoderoso cuando esté delante de él?” Y el papa emérito contestó: “Le pediré que sea indulgente con mi insignificancia”
Descanse en la paz del Señor el “Mozart de la teología”, como llamó elogiosamente el cardenal J. Meisner, al futuro Benedicto XVI, por la profundidad y belleza de su pensamiento teológico. Hace tres días, Francisco pedía oraciones por el Papa emérito, “que en silencio está sosteniendo la Iglesia (..): está muy enfermo, pedimos al Señor que lo consuele y lo sostenga en este testimonio de amor a la Iglesia hasta el final” (Audiencia, 28-XII-22). A lo largo de casi diez años, hemos comprobado la verdad de estas palabras, porque desde su renuncia en febrero de 2013 hasta el momento de entregar su alma a Dios, Benedicto XVI ha seguido siendo un ejemplo de amor a la Iglesia, escondido ya a las miradas del mundo, en su recogimiento de silencio y oración.
Escribo estas líneas cuando, hace apenas tres horas, el alma de Joseph Ratzinger se ha presentado cara a cara ante Dios. El mismo Benedicto XVI nos recordará hoy esos momentos de su paso a la eternidad, y de los que, estando aún en vida, nos habló de ellos. Lo hizo con respuestas claras en la entrevista con Peter Seewald, y recogidas por éste en Últimas conversaciones. En este libro Benedicto XVI nos muestra su corazón, yo diría que abriéndolo de par en par, con la extrema sencillez y humildad que ha caracterizado su existencia. Dejo ya paso a sus palabras -acotándolas un poco-, en las respuestas a Seewald.
“¿Siente también un papa emérito miedo a la muerte? ¿O al menos miedo a morir?
“En cierto sentido, sí. En primer lugar, siento temor convertirme en una carga para otras personas a consecuencia de un largo período de discapacidad. Eso me entristecería mucho. (…) Y lo segundo es que, por mucha confianza que tenga en que el buen Dios no puede rechazarme, cuanto más cerca estoy de su rostro, tanto más fuertemente me percato de cuántas cosas he hecho mal.”
Es como un breve y sincero examen de conciencia que, con las fuertes luces del Espíritu, le lleva a resaltar su condición pecadora. Con todo, su honda fe le hace confiar a la vez en el amor misericordioso de Dios. Por eso, concluye Benedicto:
“En este sentido, también el lastre de la culpa le oprime a uno, aunque la confianza fundamental está, por supuesto siempre ahí” (P. Seewald, Últimas conversaciones, Cap. I, p. 40)
Ante esta sincera respuesta, el periodista porfía en el tema y continúa:
“¿Qué le oprime a Ud. en ese sentido?”
Y Benedicto, que sigue sin esconderse, contesta:
“Pues que sin cesar hay personas a las que uno no satisface, a las que no trata bien. ¡Ah, son tantos y tantos detalles, no grandes asuntos, gracias a Dios! Pero sí muchas cosas en las que uno no tiene más remedio que reconocer que podría y debería haber actuado mejor, en las que uno no ha sido del todo justo con las personas, con la realidad” (Ibid. p. 40)
Finalmente, por lo que mira al momento del juicio, llega la pregunta decisiva:
“¿Qué le dirá al Todopoderoso cuando esté delante de él?”
Y el papa emérito: “Le pediré que sea indulgente con mi insignificancia” (Ibid. p.40)
Cuando hace años leí el libro, estos pasajes me cautivaron seriamente porque transparentan la honda humanidad y humildad de un hombre conquistado por la verdad luminosa de la fe que, precisamente por eso, le llevaba a verse a sí mismo como pura nimiedad, ante la infinita grandeza divina que él intuye y ama. Frente al juicio de un Dios excelso y majestuoso, el “Mozart de la teología” se veía, como principiante, como “polvillo en la balanza” que dice Isaías (40, 15) de las naciones del orbe.
Frente a ese autoexamen humilde de Benedicto XVI, basta haber conocido un poco su trayectoria existencial y su obra teológica, para agradecer al Señor el buen instrumento que, con su gracia, ha sido para la Iglesia y el mundo. La “insignificancia” personal, que Benedicto ha colocado en el platillo de la balanza de su conciencia, yo quisiera contrapesarla con otro platillo en el que colocaría sus indudables méritos. Me referiré, brevísimamente, solo a tres, aunque no faltarán lectores que añadirían muchos más.
El primero es su disponibilidad plena en el servicio a la Iglesia. En 1981 dejó todo cuanto llevaba entre manos como arzobispo de Munich, para trabajar junto a Juan Pablo II como éste le había pedido. Nombrado Prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe, trabajó silenciosa y eficazmente durante 23 años hasta que, nuevamente requerido por el servicio a la Iglesia, hubo de empuñar el timón de Pedro en 2005, hasta su renuncia en 2013. Fue un período sumamente difícil en la vida de la Iglesia y del mundo, que daría para escribir varios libros. Destacaría su decisiva aportación y extenuante trabajo para sacar adelante, en 1992, el Catecismo de la Iglesia Católica. Y ya como Benedicto XVI, además de sus maravillosas encíclicas y otros escritos magisteriales, su libro, no menos profundo y espiritual a la vez, Jesús de Nazaret.
Un segundo capítulo de méritos lo situaría en el empeño por mostrar, a través de sus publicaciones y estudios teológicos, la plena armonía entre las verdades que nos ofrece la fe, y las alcanzadas por la filosofía y las ciencias experimentales a través de la razón. Ha sido un empeño que latía al unísono con su amor por la verdad, allá donde ésta se encontrase.
Como tercer título de méritos para el “platillo bueno” de la balanza, destacaría su rectitud de intención, poniendo a Dios en el centro de sus motivaciones. Esto también tiene que ver con el amor a la verdad porque, a fin de cuentas, el valor y el peso de nuestras vidas depende, directamente, de la limpieza de miras por la que nos hayamos movido en nuestras actuaciones. A juzgar por las conocidas obras y palabras de Benedicto XVI, diría que más allá de sus errores ─por él mismo reconocidos como queda dicho─-, el balance humano de su vida arrojaría, por su rectitud, cuanto menos un “notable”. Y ¡no digamos nada si es Dios quien juzga, porque siempre lo hace con su infinita misericordia!
Son tres aspectos de su vida que nos llaman a examen y en causa a nosotros, y más si somos cristianos: la disponibilidad para el servicio a los demás y las causas nobles; el amor a la verdad; y el movernos en la vida no por intereses egoístas, sino por motivaciones superiores, con rectitud y amor de Dios.
El Señor lo ha llamado a la Casa del Padre un sábado, día especialmente mariano en la vida cristiana, y en vísperas de la Maternidad divina de María, que celebramos el 1 de enero. También Ella lo habrá acogido como buena Madre.
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P. S. Tenía escritas estas reflexiones, que serían prescindibles después de haber leído el testimonio personal y cercano del Prelado del Opus Dei, que trabajó varios años con el futuro Benedicto XVI. Ni que decir tiene que aconsejo vivamente su lectura.