Juan Luis Selma
Un modo muy eficaz de desunir son los enfrentamientos, la lucha, el protestar por todo
Esopo nos enseña el valor de la unidad con la fábula de los hermanos desunidos. Un padre quiso dar una lección a sus tres hijos que no hacían más que discutir. Les mostró un haz de ramas y les pidió ayuda para partirlo, aduciendo que él no podía. Fueron intentándolo uno a uno sin éxito alguno. Al final, el anciano, desató las ramas y se las fue dando separadas a los hijos que las rompieron sin dificultad. “¿Veis? - les dijo entonces el hombre- Por separado, las ramas se parten con facilidad. Juntas, eran irrompibles. Así sois vosotros, como esas ramas”.
Podemos tener cierta prevención ante la unidad entendida como uniformidad, nos gusta más la diversidad, la variedad, la autonomía. Pero unión significa mucho más: cohesión, nexo, trabazón, amalgama, acoplamiento, fusión, articulación. Es concordia, amistad, camaradería, acuerdo, comunicación. Unión es vida y, por lo tanto, emoción, sorpresa, fecundidad. Unión es compañía, armonía; todo lo contrario, a la soledad, a la muerte.
El problema de la desunión, de la ruptura, del individualismo es tan viejo como la historia del hombre. Ya Adán y Eva quisieron independizarse de Dios y Caín, por envidia, mató a su hermano Abel. Por medio estaba “el rabo” del diablo – el que separa, desune–. Frente a este principio disgregador está el Unum, Dios, que todo lo articula. Todo lo ampara y atrae hacia sí. No es de extrañar que el mundo, cuando se aleja de su Creador, a pesar de las nuevas tecnologías que tan rápidamente nos intercomunican, pierda unidad y rompa la armonía.
“Hemos roto los lazos que nos unían al Creador, a los demás seres humanos y al resto de la creación. Necesitamos sanar estas relaciones dañadas, que son esenciales para sostenernos a nosotros mismos y a todo el entramado de la vida”, afirma el Papa.
Una definición de unidad es la siguiente: “Propiedad que tienen las cosas de no poder dividirse ni fragmentarse sin alterarse o destruirse”. Cuando el hombre rompe su unidad con Dios, su aleja de su Creador va camino de la autodestrucción. Somos libres de seguirle, de vivir como hijos suyos pero, si nos apartamos de la casa paterna, como el hijo pródigo, terminamos por perder nuestra dignidad.
Para ser humanos y edificar una sociedad humanizada hay que unir muchos juncos. Hacer una apuesta integradora del hombre con su Dios; del alma con el cuerpo; de los afectos y sentimientos con la razón. Lo propio de la persona es su relación con el otro; el mero individualismo, el ir a lo mío, anula la personalidad. Es lo contrario de lo que pensamos o, más bien, de lo que quieren que pensemos. No hay nada más reivindicativo del yo que el tú.
Esta semana la Iglesia ora por la unión de los cristianos. Llora y sangra por las heridas sufridas en su unidad. Hay una sola Iglesia, la de Cristo, la fundada y querida por Él. En Ella no hay partidos, no hay derechas ni izquierdas. Cristo, clavado en la cruz, abraza a todos, da su vida por todos, reza por todos: “que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”. Todo lo que desune, clasifica, enfrenta viene del demonio, de su hija predilecta: la soberbia.
Escribe san Pablo:” Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir. Pues, hermanos, me he enterado por los de Cloe de que hay discordias entre vosotros”.
Un modo muy eficaz de desunir son los enfrentamientos, la lucha, el protestar por todo. Cuando estamos en guerra con nosotros mismos – no aceptamos nuestro cuerpo, sexo, historia, parentela ni cultura–; cuando la soberbia rompe la armonía familiar con sus constantes reivindicaciones; cuando los excesos nacionalistas rompen el concierto de una nación; nos olvidamos de la inmensa dignidad de toda persona, sea del color que sea, tenga la edad que tenga, piense lo que piense, crea o no crea. Cuando nos empeñamos en restar, dividir, clasificar para descalificar… estamos destruyendo la humanidad.
Pienso que recuperar la unidad psicológica: no romper con el alma, con la dimensión espiritual del homo sapiens; aceptar el propio cuerpo, reconciliarse con la sexualidad; valorar nuestra dimensión familiar; aceptarnos como criaturas queridas acabadas, bendecidas por el Creador nos ayudará a ser felices. Esto no es renunciar al progreso ni inmovilismo. Es sensatez, lógica, coherencia. Conocer quiénes somos, valorarnos y amarnos.
El Ser más único y uno es Dios. Pero el Dios de los cristianos es Uno y Trino, es Amor y Vida. De su unidad nace la variedad, las relaciones personales que le enriquecen y nos bendicen. La unidad es fecunda, integradora, es vida.
Fuente: eldiadecordoba.es