Antonio Schlatter Navarro
La imagen de Cristo lleno de barro recuperada por un hombre y sostenida por un brazo humano se presenta a nuestros ojos como lo único que nos ayuda a comprender lo que hemos vivido y aún estamos viviendo en Valencia.
Como mucha gente, a las pocas horas de las inundaciones en Valencia recibí esta foto en el WhatsApp. La he procurado mantener en la retina del corazón durante todos estos días, pues convergen en ella la gran mayoría de las preguntas que me he hecho en estas jornadas, al tiempo que brotan de ahí las respuestas que necesito.
Como el corazón, que recibe sangre venosa que busca desesperadamente el oxígeno que necesita y que volverá renovada a los miembros del cuerpo para que mantengan su dinamismo, así ese Cristo embarrado acoge y enseña, consuela y repara. Hemos llevado a Valencia en el corazón, y el corazón de Valencia nos ha bombeado no ya sangre limpia sino vida nueva. Le hemos hecho preguntas inquietantes y nos ha devuelto algunas respuestas que nos llenan de paz en medio de tanta tribulación y atolondramiento. Luces divinas para preguntas humanas. Es Job quien ha vuelto a preguntar, y Dios quien nos ha vuelto a enseñar, eso sí, en medio de tantísimas respuestas que se han dado por muchos que no han sabido estar a la altura de los acontecimientos; como ya ocurriera con la mujer de Job o con sus grandes amigos.
Desde que soy joven, la fe cristiana me ha enseñado a emplear la razón para comprender poco a poco las verdades y misterios que se encuentran encerrados en Dios, el ser humano y el mundo. Pero también me ha enseñado que esa búsqueda del hombre hacia Dios va acompañada y precedida por otra búsqueda mucho más esencial: Dios que busca al hombre, la iniciativa de Dios que ilumina aquellas situaciones que se dan en la vida y nos resultan incomprensibles. En esos acontecimientos, ante los que el hombre debe descalzarse de esa razón y caminar con ella en las manos, la fe viene en nuestra ayuda, pues no cabe más respuesta que escuchar y confiar en la propuesta que Dios nos hace, especialmente con su Encarnación, Muerte y Resurrección. Entre esos temas donde la razón necesita la luz de la fe, el sufrimiento ocupa el primer lugar.
Por esto, por motivos diría casi terapéuticos, y aunque sólo sea por respeto y dignidad con los damnificados por las inundaciones, debemos pararnos a pensar en lo que nos dejan las imágenes de estos días, y la imagen de ese Cristo embarrado. Es verdad que ha pasado muy poco tiempo, y lo prioritario aún sigue siendo atender las situaciones urgentes y básicas de las personas. Pero aunque sigamos en tiempo de duelo y de desconcierto, y precisamente por lo que generan esos mismos estados del alma, creo que vale la pena que algunas de las reflexiones que nos hemos hecho en estos días decanten para que nos queden bien grabadas, por lo que puedan tener de enseñanzas para la vida. También para poder luego plantarlas como semillas de esperanza.
Voy a destacar cinco de esas ideas que a mi entender deberíamos pensar como personas y como sociedad. No pretendo afirmar que sean las más importantes, ni desde luego las únicas. Entre otras cosas, como acabo de decir, aún estamos demasiado cerca del suceso para ver lo suficiente. Me conformaré con apenas señalarlas:
a) La primera idea -tal vez la más evidente- la expresa bien T.S. Eliot en un solo verso: “La especie humana no soporta demasiada realidad”. Muchas de las terribles noticias que leemos a diario en tantas partes del mundo tal vez podemos soportarlas por su lejanía y porque llegan a nosotros convenientemente apartadas de los principales titulares y de nuestra vida normal. Incluso así, sigue habiendo gracias a Dios personas que no han perdido tanta sensibilidad y saben cómo reaccionar -con oración, lágrimas, implicación en proyectos…- ante tanto suceso trágico que llena el mundo (pienso ahora en aquellas lágrimas de Simone Weil por los que sufrían en Indochina y que hacían sonreír malévolamente a Simone de Beauvoir; en una, el alma se activaba ante el mal auténtico, mientras que en la otra su activismo sin alma y sin sentido mostraba indiferencia y burla ante el dolor). Ante un menesteroso que está medio muerto en el camino que baja de Jerusalén a Jericó, los medios de comunicación nos llevan por otra ruta alternativa, como una especie de navegador que nos desea evitar el mal trago. Pero cuando el suceso es de tal magnitud y cercanía que ya no podemos esquivarlo, entonces, no sabemos cómo hemos de actuar. Es “demasiada realidad”.
Nuestra vida cómoda, nuestra incapacidad para soportar ciertos niveles de frustración, nuestro volumen de tareas cada vez más urgentes al tiempo que menos importantes… nuestro egoísmo, en definitiva, nos hacen reaccionar como el sacerdote o el levita de la parábola. Ahora bien, aunque en nuestros días haya factores distorsionantes, en todos los momentos de la Historia ha habido acontecimientos que superan la capacidad que la especie humana tiene para lograr comprenderlas. La arrogancia humana que desea controlarlo todo, asegurarlo todo, explicarlo todo a la luz de la ciencia o la técnica, también hoy es derrotada por la sabiduría de quien, poniendo de su parte lo que puede para vivir en paz, reconoce al mismo tiempo con sencillez que nunca será capaz de soportar muchas realidades que nos vienen dadas sin que podamos hacer nada para evitarlas; sin tan siquiera poder llegar mínimamente a comprenderlas.
b) Muy unida a la idea anterior está otra: el ser humano, ante esa imposibilidad de abarcar la realidad con toda su verdad, se refugia en un relato que configura a su medida. Junto a la humildad de aceptar que hay realidades que son inabarcables, debe estar la humildad de saber “andar en verdad” (santa Teresa). Como humanos que desean situarse en el mundo que le rodea, debemos evitar aquellos relatos que si bien me permiten tal vez sobrellevar algo sin que me afecte demasiado, me impiden sin embargo amar la verdad y desear comprenderla. En este sentido resultó muy significativo que el mismo día de la desgracia el único decreto que se aprobara en el Congreso fuera el que aseguraba un mayor control de los medios de información por parte del gobierno. Fue un signo evidente de la prioridad que hoy se le da a la construcción de un relato apropiado de unos hechos y adaptado a unos intereses, por encima del deseo de transmitir del mejor modo posible la verdad de esos mismos hechos.
Inmediatamente se nos vienen a la cabeza esos libros proféticos de ciencia ficción (Un mundo feliz, 1984, Señor del mundo…) que nos llevan a pensar en personas o instituciones poderosas que desean manipular las conciencias y las vidas… Pero no nos engañemos. Ojalá fuese un “simple” problema de manipulación de las personas. Lo que hemos presenciado de nuevo es un auténtico pavor a la verdad, a mostrarla y darla a conocer. Aunque estén tan de moda las teorías conspiradoras a todos los niveles (que en el fondo son un relato más), los que priorizan el relato a la verdad lo hacen sinceramente convencidos de que es lo que hay que hacer para ayudar a salvar y mejorar la situación, pero sin mirar antes la verdad a los ojos.
Cuando los Reyes se quedan en medio de los que les increpan en Paiporta, están haciendo un ejercicio de escucha que resulta muy difícil hacer, pero imprescindible: “Queremos saber qué ha pasado, cómo os encontráis, qué necesitáis… Queremos acompañar en esa verdad desnuda, con todas sus consecuencias, que en este caso no puede tener otro ropaje que la frustración, las lágrimas o el enfado”. No quiero profundizar más, pero me gustaría quedarme con esta idea: sólo buscando y amando la verdad sabremos cómo hemos de vivir. El despotismo blando (Tocqueville) que se ha instalado en nuestra sociedad huye de la verdad dura y nos impone un relato blando. Si evitamos la verdad y priorizamos el relato no sólo no sabremos cómo actuar, sino que perdemos la capacidad de sanar. Esquivamos un mal para sobrevivir en la mentira, pero en realidad añadimos otros males peores por miedo a vivir en la verdad.
c) El tercer aspecto que quiero señalar me parece el más destacado en el caso concreto de Valencia. Me refiero a la incomprensión que nuestra civilización ha llegado a tener del mal de daño, del mal de desgracia. La constante búsqueda de culpables desde primerísima hora por parte de los medios de información, los políticos, los grupos de presión… aprovechando torcidamente el lógico desamparo de las víctimas, que lo que necesitaban en ese momento era todo menos apartarlas de lo que estaban viviendo justo en ese momento, resultó indignante y desalentador. Cuando aún quedaba y queda tanto por hacer para atender a las víctimas de la catástrofe, ese interés, tan lícito y justo después como desordenado y fuera de contexto en ese momento, deja en evidencia nuestra incapacidad de pensar antes en las víctimas que en los culpables. La mala conciencia le ha ganado la partida a la carne sufriente. Y con ello la conciencia ha perdido el sentido de su misión, porque vencida por la culpa, sedienta de castigo, desconectada con el mal que está sufriendo, esa conciencia febril no sabe ya cómo debe actuar frente a un mal que nos viene dado sin pensarlo y nos tiene sometidos.
Como no soportamos la realidad que se nos presenta (primera idea), como nos vemos tentados a construir un relato que dibuje la verdad inabarcable que nos es dada (segunda idea), necesitamos calmar y equilibrar nuestros espíritus a costa de algo (de alguien) que debe soportar por mí ese peso y ese dolor. Lo explica muy bien René Girard: la sociedad se calma con ese mecanismo de chivo expiatorio, y la violencia que genera la frustración encuentra así un punto de retorno hacia la paz. En este sentido, sirvan dos ejemplos -ya mencionados- que me han ayudado estos días de reflexión. Primero esa gran pensadora que fue Simone Weil, y su obsesión por padecer junto a los seres de desgracia, que la fue llevando de la mano en su camino de retorno hacia Dios. Y cómo no el Libro de Job, que no sin motivo es el primer libro de la Sabiduría, porque adelanta lo que luego hará Cristo: enseñarnos a pensar antes en las víctimas que en los culpables, haciéndose Él mismo víctima inocente. Y hacerlo hasta el extremo: “Padre, perdónales… no saben lo que hacen”.
Ya vamos advirtiendo la fuerza de la foto que venimos comentando. Admitamos que hay un mal inexplicable, un mal que nos viene dado sin motivo, sin culpables. Admitámoslo antes, mucho antes, muchísimo antes, que buscar quién ha sido el culpable de tal o cual cosa. Claro que hay que pedir responsabilidades, y claro que hay que luchar por evitar en lo que podamos este tipo de sucesos. Pero es que eso sólo lo sabremos hacer si aceptamos que no todo tiene una explicación humana en forma de culpa personal o de castigo divino. Nuestra sociedad está enferma de hiper-culpabilidad. Pensemos: ¿No nos dice algo que la gran devoción que Valencia muestra al mundo sea precisamente la Virgen de los Desamparados? ¿No nos enseña esa advocación a mirar antes a las víctimas que a los culpables? ¿No es ese brazo de hombre que sostiene a Cristo, el mismísimo brazo de la Virgen al pie de la Cruz?
d) Muy pegada a esta última idea está esta otra que apenas mencionaré: el barro de Cristo, la carne de Cristo, las heridas de Cristo, la muerte de Cristo… son reales, se pueden tocar, nos pueden manchar. El barro se puede limpiar, las heridas curar, la carne consolar, el cuerpo enterrar… Los sucesos de Valencia nos han vuelto a dejar al descubierto que cada vez estamos más conectados y sin embargo no por eso estamos mejor comunicados. Nos estamos alejando… El clima que más ha cambiado (al menos en estos últimos cincuenta años) no ha sido el de las temperaturas de la tierra, sino el de la temperatura de los corazones. La Modernidad ha generado un cambio climático que ha dejado una tibieza estructural en la forma de gobernar y de vivir como ciudadanos. Los últimos Papas, en su Magisterio solemne (no ya en sus opiniones personales) han insistido muchísimo en que hemos de pensar en las personas reales y concretas. El paso de los Derechos del Hombre a los Derechos Humanos nos ha hecho perder el contacto con la carne que sufre y consolarnos con un humanitarismo sin carne (Remi Brague).
Como sugiere el papa Francisco en su reciente encíclica sobre el Corazón de Jesús, nunca ha necesitado tanto nuestro mundo formar mejor los corazones de los hombres para no esconderse en las ideologías. Como aquel personaje de Los hermanos Karamazov, cada vez hay más gente preocupada por la Humanidad en general y menos por los seres humanos concretos de carne y hueso que viven junto a nosotros. El individualismo ha hecho metástasis por todos lados. Esto tiene mucho que ver con la tremenda desconexión que se ha podido mostrar en estos días entre los poderes públicos y los ciudadanos. Son poderes sin autoridad, alejados de las personas a las que deberían representar, que actúan a golpe de encuesta y de imagen, pero que no tocan la carne, no miran a los ojos, no sienten.
Y sin embargo…
e) Sin embargo, lo último, pero más importante: no es que haya motivos de esperanza… ¡Valencia nos ha enseñado que sólo hay motivos para la esperanza! El tremendo dolor que ha generado la Dana ha puesto de relieve como nunca la grandeza del hombre y la fuerza que posee una sociedad. La corriente de agua que generaba muerte y dolor a su paso ha sido contrarrestada por una corriente mucho mayor de caridad, el mal ha sido ahogado en abundancia de bien. Tal vez por tratarse de Valencia he pensado muchas veces en aquello del Cid: “Dios, ¡qué buen vasallo si hubiera buen señor!”. Por proximidad, he recordado también a aquel gran pensador y filósofo que fue Alejandro Llano quien con frecuencia ya desde los años ochenta destacaba con visión profética el papel relevantísimo que jugaría la sociedad civil para superar las crisis del mundo (recuerdo el impacto que me produjo en mi alma joven la lectura de su libro La nueva sensibilidad). ¡Cuántos motivos de esperanza hemos visto estos días! Infinitos. Porque la inmensa mayoría no se dejan ver, pues el bien hace poco ruido y el ruido poco bien.
Por más que los medios de comunicación incidan en lo negativo, no han sido capaces de acallar ni ocultar tantos ejemplos de caridad auténtica, de heroísmo espontáneo, de vidas que regeneran vidas, que hemos conocido de muy primera mano. ¡Vivimos tiempos tan parecidos a aquellos primeros años del Cristianismo! ¿Qué caridad es esa que hace que el Cristianismo se contagie como una epidemia salubre por mi Imperio -se preguntaba el Emperador Adriano asombrado y temeroso ante el avance de la Fe cristiana-? Aquellos primerísimos discípulos de Cristo curaban y atendían a los más necesitados por encima de la raza, de las creencias, de la posición social… Ninguna estructura pública de cuidado llegará jamás a sustituir la capacidad de un corazón joven (aunque peine canas) para salir de sí a consolar y ayudar. ¡Cuántos samaritanos en estas semanas! Si no debemos olvidar ninguna de las enseñanzas que nos han legado estos días, esta especialmente debemos grabarla a fuego. Que nadie nos arrebate lo más nuestro, lo que más nos hace hijos de Dios y poder vivir “como hijos de Dios entre los hijos de Dios” (san Josemaría); que nadie nos arrebate la esperanza.
A un Dios así, a quien muerto y embarrado puedo sostener en mis propios brazos, ya no me atrevo a preguntarle dónde estaba ese día. Porque un Cristo así me ayuda a comprender cualquier realidad mala que me supere, me permite buscar y amar la verdad sin relatos, me ayuda a pensar antes en las víctimas que, en culpables y castigos, me permite poder sentirle y curar mis llagas al contacto con las suyas… Un Dios así emerge del barro como yo mismo fui hecho de barro, llena de esperanza mi corazón y me anima a irrigar con ella los campos asolados y las almas desoladas.
Fuente: almudi.org