Juan Luis Selma
Como cristianos, sabemos que nuestra vida no acaba aquí, y que lo que habrá en el más allá dependerá de lo que hagamos en el más acá
Me comentaba una señora que su hermana, que se ha pasado a una iglesia protestante, no para de insistirle en que se acaba ya el mundo; que, como dice su pastor, estamos ciegos y no lo vemos, que esto no tiene remedio y nos vamos a condenar todos. Es cierto que no deja de haber signos que parecen apoyarlo: la gran apostasía, las guerras y catástrofes, las heridas a tantos inocentes y a la misma naturaleza…, pero yo, sintiéndolo mucho, no lo veo así.
Este 15 de noviembre se ha estrenado Gladiator 2. Muchos nos acordamos de la arenga que hace a sus tropas el protagonista de la primera película, Máximo Décimo Meridio: “Dentro de tres semanas yo estaré recogiendo mis cosechas. Imaginad dónde querréis estar y se hará realidad. ¡Manteneos firmes! ¡No os separéis de mí! ¡Si os veis cabalgando solos por verdes prados, el rostro bañado por el sol, que no os cause temor! ¡Estaréis en el Elíseo y ya habréis muerto! Hermanos, lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad”.
Sin alarmismos, debemos procurar edificar nuestras vidas y las de los nuestros en terreno más sólido, no inundable. ¡Tanta sociedad líquida y gaseosa no nos conviene!, nos puede coger una DANA desprevenidos, las alarmas fallan, y perderlo todo. Al margen de la mayor o menor cercanía del fin del mundo, hay que dar a nuestras vidas sentido de eternidad, sólido, trascendente.
Nosotros, como cristianos, sabemos que no estamos en la tierra de casualidad, que nuestra vida no acaba aquí, y que lo que habrá en el más allá dependerá de lo que hagamos en el más acá. Pero, aunque lo sepamos, normalmente no solemos o no queremos pensar mucho en ello... La Iglesia nos anima a reflexionar en el más allá este mes de noviembre, como lo hace en el Evangelio de hoy, que nos habla del final de los tiempos, pero poniendo en boca de Jesús que “en cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”.
No podemos olvidar que, por ser seres espirituales, somos indestructibles, hechos para la eternidad. Ni con la muerte, ni con el fin del mundo, desapareceremos. Se corrompe el cuerpo, pero el alma perdura.
Nuestra Fe nos enseña que esa Eternidad puede ser con Dios para siempre, el Cielo, o bien sin Él... y ese es el mayor de los males, la imposibilidad eterna de ver a Dios, porque nos autoexcluimos nosotros mismos y nos privamos de ser felices para siempre al renunciar al amor.
También debemos saber que todo lo que hacemos aquí, en la temporalidad, en el día a día, tiene sus consecuencias: si como, engordo; si hago ejercicio, me pongo en forma; si no estudio, suspendo. El bien que hacemos nos torna buenos; el mal, malos. A veces, intentamos engañarnos diciendo que “con esto no hago mal a nadie, ¿cómo va a ser pecado?”. Pero, en el fondo, sabemos que no es así. Puede que lo haga todo el mundo, pero eso no me justifica, me daña, me hace peor persona y, seguramente, también lesiona a los demás.
La DANA de Valencia no es una señal escatológica -del fin de los tiempos-, es un aviso a navegantes. Igual que han quedado mal los políticos, se ha visto que nuestro pueblo y nuestra juventud son mucho mejor que lo que pensábamos. Ha sido un examen sorpresa. También la vida y la muerte juzgarán nuestros hechos. Nos pondrán en la balanza y no valdrán escusas. Vamos a aprovechar el tiempo que tengamos, mucho o poco, para hacer el bien. Podemos recomenzar, reparar nuestras vidas, el modo superficial de vivirlas y llenarlas de peso, de contenido.
“La fe nos dice que la verdadera inmortalidad a la que aspiramos no es una idea, un concepto, sino una relación de comunión plena con el Dios vivo: es estar en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él en una sola cosa con todos los hermanos y hermanas que Él ha creado y redimido, con toda la creación”, dice Benedicto XVI. Edificar nuestra vida sobre roca, sobre principios sólidos, rodearnos de fuertes muros que nos defiendan, que hagan posible el amor auténtico.
En Dilexit nos dice el Papa: “El amor de Cristo es capaz de darle corazón a esta tierra y reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente”. La roca que hará que nuestra vida sea sólida es el amor y las enseñanzas de Cristo. “El inevitable deseo de consolar a Cristo… se alimenta también en el reconocimiento sincero de nuestras esclavitudes, los apegos, las faltas de alegría en la fe, las búsquedas vanas, y, más allá de los pecados concretos, la no correspondencia del corazón a su amor y a su proyecto”.
Es el momento de examinar cómo estamos gastando nuestra existencia, de darle sabor de eternidad.
Fuente: eldiadecordoba.es