Domingo de la 1.° semana de Adviento (Ciclo C)
Evangelio (Lc 21, 25-28. 34-36)
«Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas: y los hombres perderán el aliento a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán al mundo. Porque las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre una nube con gran poder y gloria.
Cuando comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención.
Vigilaos a vosotros mismos, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y aquel día no sobrevenga de improviso sobre vosotros, porque caerá como un lazo sobre todos aquellos que habitan en la faz de toda la tierra. Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre».
Comentario al Evangelio
Empieza el Adviento, tiempo litúrgico que nos prepara para la Navidad.
El Evangelio de este primer domingo recoge parte del discurso escatológico de Jesucristo en Jerusalén en los últimos días de su vida.
Nos invita a levantar la mirada y abrir nuestros corazones para recibirle.
El Adviento nos lleva a la Navidad, y desde allí, a la espera del regreso glorioso de Cristo.
Nos llama a un encuentro personal con Él: cada día nos llama; cada día nos quiere sacar de nuestros nubarrones, de nuestras angustias, de nuestros desalientos y desamparos.
Un tiempo para dejarnos despojar de nuestra vida rutinaria y llenarnos de esperanzas, luces en el corazón, anhelos de plenitud.
El Evangelio de este domingo nos enseña dos modos de vivir: con la cabeza elevada o con el corazón ofuscado.
El cristiano está llamado a vivir con la cabeza elevada, como hijos de un Dios Padre, que es Amor. Sabiendo descubrir la grandeza de lo que nos rodea, del amor de Dios que nos rodea en nuestras situaciones concretas y reales, en nuestra familia, en nuestro trabajo y descanso, en nuestros amigos.
Cristo nos da sus luces, su fuerza, su vida para saber descubrirle en cada cosa. Allí está Él, esperándonos, para llenarnos de su gracia, de su modo de vivir y amar.
Pero, muchas veces, vivimos con el corazón ofuscado.
Nuestros problemas y dificultades, nuestras miserias y debilidades, nuestros temores, nuestras decepciones, nuestros egoísmos y soberbias, parecen tener más fuerza. Llenamos nuestros anhelos profundos de felicidad, de abundancia, de generosidad, con un alimento que no sacia, porque vivimos mirándonos a nosotros mismos.
En el Evangelio de hoy, Jesucristo nos da la clave para vivir cada día con la cabeza levantada.
Nos llama a estar despiertos y orar.
Estar despiertos de ese sueño que siempre gira en torno a uno mismo, que nos encierra en nuestra vida con sus problemas, alegrías y dolores.
Un sueño que aletarga nuestra capacidad de amar y ser amados, que nos impide gozar de esta vida, que nos lleva a perdernos lo más bonito que hay en ella: la belleza de la creación, el rostro de nuestros seres queridos, la conversación tranquila, los paseos en compañía.
Nos perdemos lo mejor: la presencia real de Dios y de los demás.
Y acabamos llenándonos de tristeza y aburrimiento, lamentándonos y quejándonos por todo.
Estar despiertos para mirar más allá de nosotros mismos: allí donde Dios está mirando, allí donde Dios quiere llevarnos, sus sueños de amor para nosotros y para este mundo.
Estar despiertos para hacernos preguntas que vayan a lo profundo de nuestro corazón: cómo y para quién quiero gastar mi vida.
En segundo lugar, el Señor nos llama a orar.
Levantados, esperando a Jesucristo para que en cada rato de oración redirija nuestros pensamientos y corazones hacia Él y hacia nuestros anhelos más profundos de felicidad.
Le esperamos levantados, rezando, para que nos abra hacia los demás, para que nos saque de nuestra pequeñez, para que podamos mirar este mundo con un corazón enamorado.
Fuente: opusdei.org