El sacerdocio, mucho más que un "servicio"
Intervención del Papa durante la Audiencia General del 24 de junio
Queridos hermanos y hermanas:
El pasado viernes 19 de junio, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, he tenido la alegría de inaugurar el Año Sacerdotal, proclamado con ocasión del1 aniversario del 150º "nacimiento para el Cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y entrando en la Basílica Vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, me he detenido en la Capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo Pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año Sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada de extraordinario?
La Providencia divina ha hecho que su figura se acercase a la de san Pablo. Mientras de hecho se está concluyendo el Año Paulino, dedicado al apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que ha realizado diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre agricultor convertido en humilde párroco, que llevó a cabo su servicio pastoral en un pequeño pueblo. Si los dos santos se diferencian mucho por los trayectos vitales que les han caracterizado -uno viajó de región en región para anunciar el Evangelio, el otro acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia-, hay sin embargo algo fundamental que les une: y es su total identificación con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gálatas 2,20). Y a san Juan María Vianney le gustaba repetir: "Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con el agua". El objetivo de este Año Sacerdotal, como he escrito en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, consiste en favorecer la tensión de todo presbítero "hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio", y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el Pueblo de Dios, a redescubrir y revigorizar la conciencia del extraordinario e indispensable don de la Gracia que el ministerio ordinario representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.
Indudablemente han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su propio ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo "funcional" se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural , incluso dentro de la conciencia eclesial. No es casual que tanto en los ambientes teológicos, como también en la práctica pastoral concreta y de formación del clero, se contrastan, e incluso se oponen, dos concepciones distintas del sacerdocio. Subrayé a propósito de esto hace algunos años que existen "por una parte una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de 'servicio': el servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, sino que lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger, Ministerio y vida del Sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p.165). También la mutación terminológica de la palabra "sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de esta concepción distinta. A la concepción ontológica-sacramental está ligado el primado de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras que a la otra correspondería el primado de la palabra y del servicio del anuncio.
Bien mirado, no se trata de don concepciones contrapuestas, y la tensión que con todo existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II afirma: "Es precisamente por medio del anuncio apostólico del Evangelio que el pueblo de Dios es convocado y reunido, de modo que todos... puedan ofrecerse a sí mismos como 'hostia viva, santa, agradable a Dios' (Romanos 12,1), y es precisamente a través del ministerio de los presbíteros que el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto en la unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este sacrificio, de hecho, por mano de los presbíteros y en nombre de toda la Iglesia, se ofrece en la Eucaristía de modo incruento y sacramental, hasta el día de la venida del Señor" (n. 2).
Nos preguntamos entonces: "¿Qué significa propiamente, para los sacerdotes, evangelizar? ¿En qué consiste el llamado primado del anuncio?". Jesús habla del anuncio del Reino de Dios como del verdadero objetivo de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un "discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido, es obligatorio recordar que, también en el primado del anuncio, palabra y signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama "palabras", sino la Palabra, y el anuncio coincide con la misma persona de Cristo, ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad. Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una abnegación profunda de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse "amo" de la palabra, sino siervo. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba Juan el Bautista, del que celebramos precisamente hoy su nacimiento, es "voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezar sus sendas" (Marcos 1,3).
Ahora bien, ser "voz" de la Palabra no constituye para el sacerdote un mero aspecto funcional. Al contrario presupone un sustancial "perderse" en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo el propio yo: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de los propios cuerpos, como sacrificio vivo (Cf. Romanos 12,1-2). ¡Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en su kenosis, hace auténtico el anuncio! Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre junto con Él: se haga "no lo que yo quiero sino lo que tú quieres" (Marcos 14,36). El anuncio, por tanto, comporta siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.
Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que encarnándose ha tomado la forma de siervo, se ha hecho siervo (Cf. Filipenses 2,5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: el está en Cristo, para Cristo y con Cristo al servicio de los hombres. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta asunción progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el está "unido de corazón" con Él. Esta es por tanto la condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.
El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Qué miedo da ser sacerdote!". Y añadía: "¡Qué lamentable es un sacerdote cuando celebra la Misa como un hecho ordinario! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año Sacerdotal conduzca a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, a imitación de san Juan Bautista, estemos dispuestos a "disminuir" para que Él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del Cura de Ars, adviertan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y presencia se la infinita misericordia de Dios. Confiemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año Sacerdotal apenas comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.
El pasado viernes 19 de junio, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, he tenido la alegría de inaugurar el Año Sacerdotal, proclamado con ocasión del1 aniversario del 150º "nacimiento para el Cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y entrando en la Basílica Vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, me he detenido en la Capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo Pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año Sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada de extraordinario?
La Providencia divina ha hecho que su figura se acercase a la de san Pablo. Mientras de hecho se está concluyendo el Año Paulino, dedicado al apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que ha realizado diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre agricultor convertido en humilde párroco, que llevó a cabo su servicio pastoral en un pequeño pueblo. Si los dos santos se diferencian mucho por los trayectos vitales que les han caracterizado -uno viajó de región en región para anunciar el Evangelio, el otro acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia-, hay sin embargo algo fundamental que les une: y es su total identificación con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gálatas 2,20). Y a san Juan María Vianney le gustaba repetir: "Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con el agua". El objetivo de este Año Sacerdotal, como he escrito en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, consiste en favorecer la tensión de todo presbítero "hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio", y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el Pueblo de Dios, a redescubrir y revigorizar la conciencia del extraordinario e indispensable don de la Gracia que el ministerio ordinario representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.
Indudablemente han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su propio ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo "funcional" se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural , incluso dentro de la conciencia eclesial. No es casual que tanto en los ambientes teológicos, como también en la práctica pastoral concreta y de formación del clero, se contrastan, e incluso se oponen, dos concepciones distintas del sacerdocio. Subrayé a propósito de esto hace algunos años que existen "por una parte una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de 'servicio': el servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, sino que lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger, Ministerio y vida del Sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p.165). También la mutación terminológica de la palabra "sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de esta concepción distinta. A la concepción ontológica-sacramental está ligado el primado de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras que a la otra correspondería el primado de la palabra y del servicio del anuncio.
Bien mirado, no se trata de don concepciones contrapuestas, y la tensión que con todo existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II afirma: "Es precisamente por medio del anuncio apostólico del Evangelio que el pueblo de Dios es convocado y reunido, de modo que todos... puedan ofrecerse a sí mismos como 'hostia viva, santa, agradable a Dios' (Romanos 12,1), y es precisamente a través del ministerio de los presbíteros que el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto en la unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este sacrificio, de hecho, por mano de los presbíteros y en nombre de toda la Iglesia, se ofrece en la Eucaristía de modo incruento y sacramental, hasta el día de la venida del Señor" (n. 2).
Nos preguntamos entonces: "¿Qué significa propiamente, para los sacerdotes, evangelizar? ¿En qué consiste el llamado primado del anuncio?". Jesús habla del anuncio del Reino de Dios como del verdadero objetivo de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un "discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido, es obligatorio recordar que, también en el primado del anuncio, palabra y signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama "palabras", sino la Palabra, y el anuncio coincide con la misma persona de Cristo, ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad. Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una abnegación profunda de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse "amo" de la palabra, sino siervo. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba Juan el Bautista, del que celebramos precisamente hoy su nacimiento, es "voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezar sus sendas" (Marcos 1,3).
Ahora bien, ser "voz" de la Palabra no constituye para el sacerdote un mero aspecto funcional. Al contrario presupone un sustancial "perderse" en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo el propio yo: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de los propios cuerpos, como sacrificio vivo (Cf. Romanos 12,1-2). ¡Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en su kenosis, hace auténtico el anuncio! Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre junto con Él: se haga "no lo que yo quiero sino lo que tú quieres" (Marcos 14,36). El anuncio, por tanto, comporta siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.
Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que encarnándose ha tomado la forma de siervo, se ha hecho siervo (Cf. Filipenses 2,5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: el está en Cristo, para Cristo y con Cristo al servicio de los hombres. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta asunción progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el está "unido de corazón" con Él. Esta es por tanto la condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.
El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Qué miedo da ser sacerdote!". Y añadía: "¡Qué lamentable es un sacerdote cuando celebra la Misa como un hecho ordinario! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año Sacerdotal conduzca a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, a imitación de san Juan Bautista, estemos dispuestos a "disminuir" para que Él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del Cura de Ars, adviertan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y presencia se la infinita misericordia de Dios. Confiemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año Sacerdotal apenas comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.