12/14/10

Humanismo cívico




Enrique Cases



Sobre la modernidad y posmodernidad


A principios del siglo XX escribe Jacques Maritain el Humanismo integral, abriendo el camino de la democracia a muchos que tenían reticencia al liberalismo decimonónico con sus múltiples abusos en nombre de la libertad. A principios del siglo XXI, con una experiencia que debe ser pensada, escribe Alejandro Llano (catedrático de metafísica y autor prolífico) el Humanismo cívico, para sustentar la democracia en fundamentos firmes y renovados detectando los deterioros teóricos y prácticos de la democracia en el mundo occidental. En el comienzo del prólogo, hace una declaración de principio para que sus críticas a las democracias no se interpreten como un sustentar sistemas totalitarios de cualquier tipo y dice: «la democracia constituye actualmente el único régimen político en el que es posible llevar a la práctica el humanismo cívico». Una vez hecha esta declaración, observa una tranquilidad en la superficie y una inquietud social en el fondo frenadas en sus manifestaciones por las mismas dificultades que le ponen las estructuras políticas y que llamará «totalitarismo blando».

Ciertamente, la democracia moderna ha abierto una era de actividad y libertad social sin precedentes, pero que puede atascarse si no se reflexiona sobre la crisis de la primera modernidad, que debe renovar aceptando la crítica de haber conducido a un individualismo que amenaza la misma esperanza. La segunda modernidad o posmodernidad debe evitar ese atolladero, si no ha caído en él. Sólo con esta renovación se liberarán energías de superación de problemas que parecen insolubles. Llano afirma que «el individualismo posesivo de la primera modernidad ya no da más de sí» y con él los ejes Estado/mercado, Estado, nación/individuo, público/privado pues han resecado la vitalidad primera al formalizarse el esfuerzo.

El hecho de relegar la ética a lo privado es de gran importancia para lo público, como si estuviese exento de la necesidad ética y con la corrupción que emerge por muchas grietas estructurales. A lo largo de la obra se analizan estas grietas con numerosas citas de muchos autores actuales, para acceder a soluciones muy armónicas que, en definitiva, responden al difícil paso del paradigma de la certeza propio de la primera modernidad y de su copia radical, la tardomodernidad, para pasar al paradigma de la verdad en una auténtica posmodernidad que aprovecha lo antiguo y vuelve a las cuestiones esenciales con la adopción del realismo frente al empirismo.


Participación y responsabilidad

Llano entiende por Humanismo cívico la actitud que fomenta la responsabilidad de las personas y las comunidades ciudadanas en la orientación de la vida política. Es decir, potenciar las virtudes sociales especialmente las cualitativas en la dinámica pública. Esta propuesta, bien lejana de las pesimistas que desconfían de las personas o reducen la moral a lo privado, la llamarán utópica, pero más bien acude a las fuentes de la vitalidad de las sociedades.

El entramado actual de la democracia pone en evidencia el carácter mecánico y funcionalista del tecnosistema. El Estado del bienestar apenas puede encubrir ya su crisis, a pesar de sus conquistas sobre todo en el área asistencial. Su debilitamiento se debe a su carácter autorreferencial ignorando metódicamente el mundo de la vida, las vitalidades emergentes de los ciudadanos. Al cerrarse en sí mismo se sobrecarga, acaba por agotarse y provoca una desertificación social.


Una manifestación de este planteamiento es el cerramiento y la autorreferencia del conglomerado político-económico-mediático que da lugar a intercambios opacos de dinero por poder, poder por influencia o influencia por dinero. Es fácil hoy día señalar estos intercambios tan reales como inmorales. La arrogancia de los poderosos, la prepotencia de los situados, el avasallamiento de iniciativas sociales magnánimas, la mentira política, la violencia terrorista, la guerra sucia acompañada de enriquecimiento de sus promotores. Todo eso desde Maquiavelo se llama "corrupción".


Comienza a abrirse paso la evidencia de que el Estado no tiene el monopolio de la beneficencia, que la transparencia informativa está ausente en la comunicación de masas. Cada vez se mueve más un tejido social prepolítico y preeconómico más libre y con iniciativas variadas en todos los campos. Estas acciones son poco programables, con gran riqueza y flexibilidad y menos mecánico que el Estado que genera pensamiento único.


El desbordamiento del Estado y su intervencionismo reseca las iniciativas ciudadanas y llega tan lejos como se lo permite la irresponsabilidad ciudadana aletargada por el consumismo. Esto ocurre muy claramente en la enseñanza, en la implosión de la familia, en el acotamiento de la ética al recinto privado. La burocratización, el mercantilismo y la propaganda masiva configuran la sociedad como espectáculo. El humanismo cívico pretende liberar estas energías reprimidas y que no se reduzca la libertad al mercado económico. No se manifiesta en una fórmula política sino que es una renovación del sistema democrático en su raíz.


La enfermedad es la "democracia totalitaria", que no se soluciona con privatizaciones o disminución del tamaño del Estado, sino superando el atomismo social y el individualismo ilustrado que se manifiestan, por ejemplo, en la decadencia de las Humanidades. Los adjetivos que acompañaron a algunas mal llamadas democracias: popular, orgánica, social, real evidencian la muerte en flor de los empeños ciudadanos.



En lo concerniente a modelos estrictamente políticos, no se ha encontrado, ni lleva camino de hallarse, otro mejor que la pura y simple democracia basada en la división de poderes, el sufragio universal y los derechos humanos. Ahora bien, se trata de liberar la democracia dando relevancia a las virtudes ciudadanas para dar salida a nuevas vitalidades.



Razón de Estado, corrupción y desencanto



«Vivimos una ficción y esa ficción se ha tornado inhabitable» escribió Havel en el derrumbe comunista del 89, pero el muro de Berlín cayó hacia los dos lados. Hacia el Este, el vacío del sistema totalitario; al Oeste, la oquedad cultural del Estado del bienestar cuya insolidaridad provoca, paradójicamente, un creciente malestar. Manifestaciones de la insolidaridad del Oeste se han advertido en la poca ayuda con los nacientes países que surgen del comunismo o en la pasividad ante el genocidio balcánico.



La "razón de Estado" intenta justificar lo injustificable, y da lugar a lo que Tocqueville llamó «despotismo blando». Mantendrá formas democráticas con elecciones periódicas, pero en realidad todo se regirá por un inmenso «poder tutelar» sobre el que la gente de la calle no tendrá apenas control. Taylor argumenta que cuando se disminuye la participación de los ciudadanos y a las asociaciones sociales se las desmotiva y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando, el atomismo del individuo absorto en sí mismo da ese fruto. El problema no está en la contraposición de lo individual y lo colectivo, ni entre lo privado y lo público (los ejes de la primera modernidad), sino en la quiebra entre el aparato burocrático y la vida real de los ciudadanos y las sociedades que ellos configuran.



La separación entre moral personal y ética pública parte de separar al conjunto de personas de las decisiones éticas. Al desarraigar la ética de las prácticas vitales la moral se convierte en un conjunto de normas abstractas. El humanismo cívico presupone que los hombres y mujeres son capaces de conocer lo que es bueno y lo mejor para una sociedad. Esto lleva a un pluralismo político no relativista. La discusión de cualquier tema o ley debe ser racional y llevar al convencimiento de que esa ley discutida es justa en sí misma, y eso es muy importante en las convicciones de la sociedad en cuanto a las verdades prácticas.



La postura agnóstica que priva a los participantes de opción en el debate «por el bien de la paz» arrebata la posibilidad de un consenso nacional. Al partir del convencimiento de que el pluralismo genera antagonismo reduce las normas a un procedimiento que se basa en la autoridad y no en la verdad. Se partía de la libertad y poco a poco se da un deslizamiento a situaciones cada vez más estáticas y menos respetuosas con el valor de las personas.



De este modo el "bien común" se reduce porque se desconfía en los ciudadanos y se alude a las guerras de religión, los magnicidios, las revoluciones, los nacionalismos, los fundamentalismos… como prueba de la poca fiabilidad de los ciudadanos privados, y se recurre a los expertos que son los únicos detentadores de la verdad pública. Así se va perdiendo el aliento vital y se esfuma incluso la distinción entre lo humano y lo no humano, se pierde la espontaneidad buscando el control y se va al fracaso social.



La noción de "bien común" se trastoca en el "interés general", es decir de la ética se pasa a la técnica realizada por ocultos expertos. De este modo la separación entre los ciudadanos y los políticos crece y unos pocos funcionarios acumulan poder no compensado como era el origen de la democracia, como en una enfermedad senil. La desconfianza –el mayor enemigo de la ética- se extiende por doquier. Los ciudadanos de las democracias consolidadas experimentan un desencanto por desintegración de la textura social. La democracia socava sus propios cimientos al intentar borrar la argumentación moral y religiosa para un consenso de hecho que empobrece el propio discurso político y erosiona los recursos éticos y cívicos necesarios para una participación efectiva en el autogobierno democrático.



Lo bueno y lo correcto



Los planteamientos neoliberales no consiguen afrontar el clima de inercia y de resignación social. Nadie discute hoy seriamente la validez de la economía de mercado ni las libertades que las declaraciones de derechos humanos protegen. Sin embargo, tampoco falta razón a los que señalan una fuerte carencia de solidaridad en los enfoques básicos del capitalismo globalizado y un claro déficit de participación de los ciudadanos en una esfera pública cada vez más difusa y teñida de economicismo.



El utilitarismo neocontratactualista debe moverse en el ámbito de lo políticamente correcto (right) más que en el de lo metafísicamente bueno (good). Lo correcto queda reducido a los procedimientos, no tiene en cuenta ni los bienes ni las virtudes, es una ética de reglas. Pero, el uso de las reglas no puede estar sometido a otras reglas, pues sería un proceso al infinito. Las reglas siempre las aplican personas con mayor o menor coherencia. Ahora bien, la corrupción, el desencanto, el recurso a la violencia o al terrorismo hablan en contra de un proceso tan ingenuo. Las leyes no hacen a los hombres moralmente buenos.



La pieza que falta es la educación. La educación cívica requiere comunidades abarcables, y eso tiene mucho de artesanía. Si se basa solo en los procedimientos se dirá lo correcto, en tal caso el imperativo kantiano de no mentir carecería de sentido. Así se va separando la moral pública de la moral privada. Los valores dominantes sofocan los valores emergentes del humanismo cívico y se dificulta el consenso racional.



Si se siguiese el comunitarismo de formar consejos prepolíticos se acabará politizándolos como ocurrió con los soviets, pero eso no ocurre con el humanismo cívico pues ha sido felizmente superada la época de las revoluciones. Es preciso buscar el modo de la emergencia de los ámbitos prepolíticos y preeconómicos. La primera y obvia receta es disminuir el tamaño del Estado, pero se queda en lo superficial si se entiende en sentido neoliberal. No basta esta disminución si se aumenta el montante económico o con privatizaciones subvencionadas que son como disparar con pólvora del rey. La dialéctica público-privado no basta aumentado lo privado porque el mercado priva de significado real esa dialéctica. La clave está en el redescubrimiento de esa fuente de sentido olvidada que es el tejido social, las relaciones cooperativas, el ethos o cultura como fuente de constructos económicos.



La pregunta que surge es si queda algo al margen de la búsqueda de poder, el interés económico o la manipulación persuasiva de los medios de comunicación. La respuesta es sí que lo hay, siempre existen relaciones de solidaridad, tendencias benevolentes, confianza mutua. Sin esos «hábitos del corazón» en tinglado macro social entraría en pérdidas hasta el colapso. La revolución silenciosa la realiza esa gente de a pie que comienza a darse cuenta de su protagonismo. Prueba de ello es el despertar del voluntariado, la alta valoración de la familia entre las generaciones jóvenes, el renacimiento de los movimientos de espiritualidad religiosa y la imprevista sensatez política de los buenos vasallos ante el aparente delirio y la patente corrupción de algunos de sus señores. Asistimos a un florecer de las asociaciones sin ánimo de lucro. La dinámica social supera la tendencia a la anomia.



En una sociedad configurada en torno al saber, el bien humano hegemónico es la verdad, no la simulación. Algunas de las nuevas tecnologías van en esta misma dirección y no se compadecen con la rigidez del Estado-nación. Esa mutación social lleva a que emerja en la esfera pública el ámbito del ethos, es decir, el sabio conocimiento del tiempo vital. Ya no interesa solo lo correcto, hemos de recurrir a algo así como el bien y la verdad y la vida.



Raíces del humanismo cívico



El humanismo cívico no es una teoría moralizante, esto es muy patente en los autores antiguos en los que se inspira. Sorprendente, el primero es Maquiavelo, aunque se le atribuya la separación de ética y política. Veamos algunos textos de los Discursos a la primera década de Tito Livio en el capítulo 58, cuando dice «la multitud es más sabia y más constante que un príncipe»; y dice esto cuando esa opinión empezaba a considerarse un anacronismo, es más, insiste en ello al decir «existen y han existido muchos príncipes, y bien pocos de ellos han sido buenos y sabios». Mientras que «un pueblo que gobierna y está bien organizado, será estable, prudente y agradecido igual o mejor que un príncipe al que se considera sabio, y, por otro lado, un príncipe libre de las ataduras de las leyes será más ingrato, variable e imprudente que un pueblo».



A través de sus recorridos por Grecia y Roma encuentra las excelencias de la "virtú", es decir, tiene excelencia política operativa. «En cuanto a la prudencia y a la estabilidad, afirmo que un pueblo es más prudente, más estable y tiene mejor juicio que un príncipe». Y, en definitiva, «si comparamos todos los desórdenes de los pueblos y de los príncipes, todas las glorias de los pueblos y todas las de los príncipes, veremos que la bondad y la gloria de un pueblo son, con gran diferencia, superiores».



Maquiavelo es inequívocamente aristotélico y si nos dirigimos directamente a Aristóteles en el II libro de la Política vemos que dice: «el que todos digan lo mismo está bien, pero no es posible, y, por otra parte, no conduce en absoluto a la concordia», expresión muy realista. Son innumerables los textos de Maquiavelo en que sostiene que la creatividad y el dinamismo de la república surgen de los ciudadanos, es decir de la libre participación en la vida comunitaria, como miembros responsables de la comunidad política.



Aristóteles, al comienzo de la Política, afirma que toda actividad humana está orientada a valores (bienes identificables) y que es siempre social (realizada por hombres asociados en la polis), y que participar en el fin de la polis es el fin de todas las comunidades de hombres. La noción de "virtú" es evidente en Maquiavelo, pero más profunda en Aristóteles pues el objetivo de las leyes es que los hombres sean buenos y justos.



Hobbes destruye este principio al considerar a todos los hombres malos y agresivos y que el contrato social lo atempera; con ello la influencia de los ciudadanos en la cosa política desaparece y en lugar de ciudadanos aparecen individuos. En lugar de la virtud, Locke sitúa la "propiedad" y Adam Smith sustituye la ética política por la "imaginación comercial" que reduce las cosas a bienes útiles. Así sólo existen alianzas, pero no una comunidad, ni verdadera convivencia, se preocupan más de sobrevivir que de vivir bien.



Aristóteles coloca como fin de la sociedad la amistad política, algo contradictorio para el individualismo que solo busca lo suyo. La economía y las armas absorben la política, ignorando la realidad incontrovertible del que el afán de participar y compartir es más fuerte que el deseo de poseer, y la amistad «lo más necesario de la vida». Aristóteles dice que el fin de la comunidad política son «las buenas acciones no la convivencia». Es decir, el objetivo no es la paz y el orden, compatibles con la tiranía, sino la optimización operativa y autónoma de los hombres.



Aristóteles tiene la convicción de que los hombres maduran –intelectual y moralmente– a través de la participación de la vida en la polis. El humanismo del siglo XIV procura la vida activa además de la excelencia literaria. Aristóteles y Tomás de Aquino defienden que el hombre necesita bienes materiales para realizar su fin, mientras que Platón propone una ruptura radical con el mundo realmente existente. Platón propondrá una sociedad lo más unitaria posible, mientras que Aristóteles dice que en la medida en que una ciudad es más unitaria es menos ciudad, pues la ciudad es por naturaleza una pluralidad, es mejor lo menos unitario que lo unitario. Salirse de la condición humana es algo que no se debe intentar ni se puede conseguir. Este es el primer requisito del humanismo cívico.



Entramos así en el núcleo del humanismo cívico: al disolver los netos perfiles de la "vida buena" en la abstracción generalizadora de la "vida" sin más, surge el modelo de una razón descomprometida que pretende moverse en un ámbito de neutralidad funcional. Lo políticamente correcto (rigth) en el cual solo caben acuerdos razonables, prevalece sobre la éticamente bueno (good) que resultaría relegado a las preferencias estéticas o lúdicas de cada individuo o presunto grupo cultural, todas ellas admisibles para una moral despotenciada en lo que lo indiscutible sería, paradójicamente, su propio relativismo.



De la certeza a la verdad



La democracia occidental crece en el ambiente intelectual de la Ilustración. El racionalismo europeo desarrolla de Descartes a Hegel el optimismo en el progreso racional y con la confianza en la razón como fuente de paz. En el siglo XXI no cabe esta confianza y es necesario un giro humanista. El patrón que ha entrado en crisis es –como dice MacIntyre– el paradigma de la certeza. Según este esquema teórico, la realidad no esconde misterio alguno: sus secretos se nos desvelarán progresivamente si somos capaces de utilizar la razón de un modo correcto.



Casi nadie es partidario hoy día –al menos en cuestiones políticas– de un racionalismo totalizante al estilo hegeliano, las experiencias han sido demasiado traumáticas. El rastro y el resto de ese racionalismo se da hoy en el cientifismo, que es una degeneración del espíritu científico, pero que da alas a creer que la cuestión política se resuelve de modos científicos, más que con soluciones humanistas. No caen en la cuenta de que la ciencia también está hoy en crisis. Ya no se pueden hacer las extrapolaciones a las que era tan dado el racionalismo. La supuesta transformación del mundo por medio de la ciencia y la tecnología nos ha puesto al borde de la destrucción del medio ambiente natural y frente a la amenaza de una catástrofe atómica. Las cosas no son tan fáciles como se auguraba.



Es preciso pasar del paradigma de la certeza al paradigma de la verdad, según propone Mac Intyre. El acceso a la realidad es más práctico que abstracto y a través de comunidades que ejercen el aprendizaje y la investigación. El objetivismo ilustrado olvidaba que la verdad es un perfeccionamiento del ser del hombre. De ahí que la razón siempre esté en búsqueda y los logros sean inseparables de errores y rectificaciones. Así lo explican Popper, Kuhn y Michael Polanyi. Estamos lejos de la certeza monocorde y unívoca. El paradigma de la verdad supone un uso abierto y analógico de la razón. El primer modelo no tenía incertidumbres, evitaba enfrentamientos y rectificaciones. El segundo modelo es de resultados inciertos y las soluciones continuamente están a prueba, haciéndose vulnerable. El primer modelo es una elección, el segundo requiere participación.



En la actualidad se ha roto el equilibrio entre libertad y participación por el individualismo de modo que el crecimiento se hace problemático. Ya no se busca la vida buena sino no tener problemas. El riesgo de la verdad se ha cambiado por la seguridad de la certeza, se ha instalado en un terreno teórico y no resiste la realidad. Es necesario llegar también a una verdad práctica que depara la vida lograda. Para llegar a este puerto se debe superar el decisionismo por una lógica de la libertad, más arriesgada, pero más real; pasar de la utopía a la verdad tópica, temporalizada, no susceptible de anticipación profética, sólo de un pronóstico abierto.



La moralidad es condición necesaria, pero no suficiente. La decisión política, además de éticamente justa, ha de ser –hoy y aquí mismo– eficaz, oportuna y procedente. Este conocimiento práctico tiene que ser dialogal y volver a los orígenes de la sociedad democrática (participativa, libre y pluralista). Si la razón pública carece de esta apertura a la libertad solidaria acabará no en servir a la justicia, sino al poder, al cinismo social y la tiranía psicológica.



Bajo la pretensión de certeza late la voluntad de dominio, se suprime la autolimitación, se ideologiza, y se mueve en el vacío social y el ciudadano decae en su protagonismo público y sólo se ve compensado con la veleidad consumista. Un humanismo cívico es un humanismo práctico, es decir, viable, hacedero, cercano a cada uno de los ciudadanos. Lo cual no rebaja su tensión hacia la excelencia, sino que propone difundirla lo más posible: proclama que la vida lograda no es patrimonio de unos cuantos selectos, sino de todos.



Ética y política



La relación entre ética y política no parece fácil en la actualidad. Es patente que muchas decisiones políticas prescinden de los criterios éticos y los gobernantes lo dicen con poco pudor. ¿Por qué se da esa situación? Caben dos extremos que conviene separar.



1º) Individualismo ético e interpretación técnica de la política. Con él la moral queda reducida al ámbito privado y la sociedad es guiada por el pragmatismo tecnocrático y permisivo. La razón política es exclusivamente una razón de los medios, mientras la ética se hace trivial y políticamente irrelevante.



2º) Ética comunitaria y disolución del individuo en la sociedad. Las utopías colectivistas ofrecen un ideal omnicomprensivo de la realidad con una carga moral enfatizada y autoproclamada. La persona es un medio para una necesidad histórica. En realidad se disuelve la pretendida moral en un totalitarismo con una visión mecanicista del hombre. La ciencia y la técnica deciden sobre el bien y el mal. La revolución del 68 y siguientes plasman los criterios marxistas de que el cambio económico lleva a cambios sociales y la ética se disuelve.



No basta mezclar un poco de colectivismo con algo de individualismo como suelen hacer los pasteleos postelectorales o intenta la Cuba de Castro. Los derroteros del estatalismo permisivo llevan al desencanto social, generaliza la superficialidad, exonera a los ciudadanos de las incomodidades de la participación social. La libertad se hace narcisista. «haz lo que quieras mientras no entorpezcas el buen funcionamiento» será la conclusión.



La salida del atolladero es la filosofía política que tiene claros los fines, y no sólo los medios. Conviene un conocimiento claro de la justicia y la injusticia, y muchos juicios de valor. El olvido del humanismo cívico lleva a dos extremos rechazables aparentemente contrapuestos: el moralismo y el relativismo.



El moralismo es también un error reduccionista que toma la parte por el todo. La praxis social ha de contar con modulaciones históricas, factores culturales, condiciones psicológicas y culturales. Las decisiones políticas deben tener todo esto en cuenta, sin eso la ética se reduce a moralina que al final acaba en inmoralidad. La ética se hace sospechosa de ideología. Nadie más temible en la ciudad que los puritanos y jacobinos, los cuales –si acceden al poder– hacen rodar cabezas con la tranquilidad que les ofrece su ortodoxia política. Si la coyuntura no les es favorable seguirán el criterio de «cuanto peor, mejor» del moralismo revolucionario. La razón política está escayolada, sólo queda el recinto de la conciencia mientras contempla –no sin cierta satisfacción secreta- como la historia avanza hacia el abismo.



Al relativismo también le escandaliza el espectáculo de las valoraciones cambiantes y contrapuestas, pero opta por el conformismo ante la imposibilidad de llegar a una ética aceptada por todos y acaba por convencerse de que quizá es mejor así. Si el moralismo pretendía no rebajar un ápice la pureza de una verdad pública, el relativismo no elige ninguna, aspira sólo a la conciliación funcional a través del consenso fáctico inmediato y mecánico. Lo mejor será cualquier cosa con tal de que sirva para avanzar un trecho. Decae la calidad ética de la razón pública, pierde sustancia humana, se trivializa, provoca el tedio y la abstención (no sólo electoral). El criterio de ceder pro bono pacis se convierte en lo habitual, la inercia es decadente.



Ambas posturas, que parecen opuestas, coinciden en renunciar a la comprensión ética de la situación social concreta. Resignarse al abandono del modo humanista de pensar es la enfermedad mortal. Es preciso volver al diálogo racional no entendido ideológicamente. La libertad es la clave política de toda filosofía política, y no un pragmatismo que prescinde de la metafísica y de pensar a fondo los temas.



La libertad política



La diferencia entre la libertad individual y la política consiste en que se realiza en una comunidad que, a su vez, tiene una historia. Es ya popular la formulación de Isaiah Berlin entre libertad, que si en la antigüedad significaba ser miembro de la polis o de la civitas, a diferencia de los esclavos, con el cristianismo se extiende a todos como miembros de las dos ciudades. En la antigüedad toma un aspecto estoico en el que prima la serenidad y la paciencia ante las dificultades y ante la muerte, pero al estar desposeída del amor de Dios cristiano deriva en la modernidad hacia el individualismo político, que es el lo que identifica al liberalismo moderno.



Esa libertad negativa se caracteriza por la indiferencia hacia los otros y pretender exclusivamente estar libre de obstáculos para hacer lo que yo quiero. Es una libertad sin metafísica, reductiva y naturalista. Su éxito se basa en su simplicidad conceptual y aparente conexión con la vivencia cotidiana. Los demás serían obstáculos más que ayudas a esa libertad, con la desgraciada máxima «tu libertad termina donde comienza la de los demás». Es la guerra de todos contra todos que preconiza Hobbes y es muy contraria al humanismo cívico. La paz sólo vendrá de un contrato social en el que se cede un poder quasi-absoluto al Estado para asegurar una libertad reducida, eso sí, totalmente suya. El individuo moderno quiere ante todo sobrevivir y ser autónomo. Es escasamente humana e insuficiente, con el evidente peligro del absolutismo político y, además, es inviable.



Hanna Arendt hace notar que la Revolución americana fue muy distinta de la europea. Por de pronto, no aceptaron mentores ideológicos fuera de los clásicos romanos y de los modernos aceptaron a Montesquieu. Los emigrantes no buscaban cambiar un sistema político sino vivir en paz y prosperidad respetando sus libertades religiosas y cívicas. La Guerra de Independencia buscaba la liberación de impuestos, es decir, una libertad premoderna. Su Constitución ha resistido doscientos años. La base de la democracia americana fue el fuerte sentido de pertenencia a una comunidad y el anhelo de participar en su autogobierno. Éstas son también las señas del humanismo cívico, lo que se puede llamar una libertad-para o libertad positiva. Los ciudadanos libres quieren participar activamente en la política y no dejar al Estado el monopolio de la violencia, aparte de que la violencia nunca es aceptable y debe ser fuerza razonable. En la actualidad se advierte en América que periódicamente aparecen fenómenos cívicos como el Tee party que desconciertan a los europeos, que intentan ponerles cliché como si quisiesen quitar poder a los políticos, cuando en realidad es que en Europa se ha cedido demasiado poder a los mismos. La libertad cívica es más una libertad eficaz y real que una cesión a otros.



La libertad-de considera que una vez superados los obstáculos ya sólo queda seguir los propios sentimientos, mis emociones inmediatas, para realizarme plenamente. Es patente que estas emociones suelen ser superficiales y cambiantes, con lo que poco se puede fundamentar y en realidad suelen ser autodestructivas. Es el caso del alcohólico, el drogadicto, el vanidoso patológico y el play boy. No incluyen la racionalidad y suelen producir personajes débiles. Falta el coraje cívico ante las injusticias moviéndose en las apariencias de paz y concordia. No importa que una sentencia judicial sea justa o no, como el caso del GAL, sino que se supere la alarma social. Es necesaria una terapia de esta enfermedad si no se quiere tener la paz de un hermoso ataúd, cosa que haremos en el próximo artículo.



La libertad positiva posmoderna



La libertad no puede estar hecha solamente de convenciones, de pactos, de usos culturales de impresiones, o de ilusiones, pues acaba en el relativismo y en la cesión de la misma libertad, como ya vimos.



La libertad positiva o libertad-para es otra cosa, es buscar la verdad con todas las fuerzas, es dar lo mejor de que soy capaz independientemente de que tenga o no éxito. Esto no se enseña, se aprende haciéndolo. Caben deformaciones como el éxito a toda costa, pero el siglo breve (1914-1989) ha enseñado que las teorías del superhombre y del progreso indefinido no tienen fundamente en la realidad.



Al perder su apoyo en el ser personal y comunitario las tesis principales de la ideología moderna han entrado en crisis. La visión titánica de la libertad se ha disuelto. El yo infalible y poderoso no era más que una fábula. Entramos en la cultura de la sospecha, descubrimos que lo que llamábamos libertad no era más que oculto afán de poder, libido sublimada, ideología encubierta, olvido del ser o, simplemente, carencia de sentido.



Más claro aún queda el fracaso del progreso ininterrumpido que prometía la ciencia y la tecnología. Inquietan las guerras de los últimos cien años, las deportaciones, las torturas mayores que en cualquier otra época de la historia. Muchos ataques al medio ambiente se deben a este planteamiento. La distancia entre países ricos y pobres ha aumentado. La paz perpetua y la igualdad económica que prometía la Ilustración se ha malogrado. Unos piensan que la modernidad ha muerto, otros que se debe dar un cambio posmoderno positivo. Lo importante de la cultura posmoderna no es configurar el yo personal o social, sino tener ideas, invención imaginativa, creatividad para producir lo desconocido.



Cabe perderse en la superficialidad de vivir en la virtualidad y la fantasía audiovisual, viviendo en un permanente baile de máscara, pues el pensamiento débil no tiene certeza de nada. Pero este planteamiento no agota la posmodernidad. Se puede distinguir entre tardomodernidad que intenta prologar la modernidad con actitudes radicales y voluntaristas, y una posmodernidad que realmente quiere superar la modernidad más allá de una fiesta continua o una transgresión constante que acaba aburriendo.



La libertad positiva requiere la liberación de sí mismo con un vaciamiento que permite la donación a los demás. Lo que afirma mi vida es mi amor personal, definitivo e irreversible. Esta es la paradoja del ser humano: que sólo estando libre de sí mismo, de sus prejuicios y negativas experiencias puede ganarse a sí mismo en una verdad que le acoge y le trasciende. Se trata de conquistar verdades que hacen libre al hombre humanizando la sociedad. Esto nos posible sin una educación moral y emocional para superar la superficialidad y vivir con hábitos bien arraigados con una libertad conquistada. La libertad disminuida es un error antropológico, llenos de veleidad, indigestos de trivialidades de hiper, súbditos dóciles al poder político establecido que se abstiene o se asusta cuando la presionan.



La libertad de sí mismo es una hazaña de gran envergadura y lleva a querer con otros que también estén en ese nivel de apertura humana. Para realizarnos como personas y como ciudadanos necesitamos ayudar a los otros. Personas así transmiten a la sociedad la «gracia de la vida» no el egoísta carpe diem del egoísta, sino la intensidad del ahora vivido generosamente. Tienen la capacidad de hacer mucho con poco y se rescatan las posibilidades de la libertad-de y de la libertad-para que están sin desarrollar porque el yo ya no está solo y está dispuesto a alcanzar metas altas con el esfuerzo que sea necesario y que ya se posee.



Vicios privados, virtudes públicas



A veces se dice que el alto tren de vida de los ricos favorece el crecimiento de los pobres porque da mucha ocupación. La realidad es que en los lugares donde más lujosas son las viviendas de los adinerados, más miserables son las chabolas de los desposeídos. A mayor corrupción privada, más injusticia pública. No se puede hacer una fiesta entre las ruinas, conviene repensar las cosas en su fundamento humano. No disponemos de una ética comúnmente aceptada que responda a los problemas de una sociedad compleja.



El relativismo moral pretende que la ética sea sólo para lo privado como un asunto individual y subjetivo. Para lo público basta un consenso, una ética light en la que todos estaríamos de acuerdo. Si esta fuera la única salida, razón habría para caer en la desilusión. Pero hay otra vereda, más difícil, pero más interesante. La ética no es sólo un camino individual, ni un proceso racional para establecer reglas que solucionen conflictos de intereses como propone el consecuencialismo y el pragmatismo. Weber rechaza la ética de convicciones o de responsabilidad porque llevan a la responsabilidad total y, con ella, llega la actitud revolucionaria o el reaccionarismo. Pero hay otra solución.



La causa profunda del desencanto respecto a la ética y al manifiesto deterioro moral –público y privado- de las sociedades del capitalismo tardío se advierte porque la ética no es sólo el reflejo de la conciencia individual y el fruto de un consenso utilitarista. La ética se incorpora a la vida a través de las virtudes y se refiere a bienes reales válidos para todos.



Es necesario distinguir el ámbito privado del público, pero esta distinción no es separación. Los gobernantes no pueden ignorar lo que pasa a la gente. Se preocupan de reprimir la drogadicción, al alcoholismo, el tabaquismo, la violencia doméstica, o la drogadicción forzada. ¿Por qué no entender el ámbito de relación?



La persona humana tiene al mismo tiempo un ámbito privado y uno público y le corresponde una vocación ciudadana. Si quiere perfeccionarse éticamente debe tener en cuenta su vertiente ciudadana. Aristóteles sostiene que no se puede alcanzar la perfección de las virtudes si no se da una conexión vital entre ellas. El deterioro moral no favorece la existencia de virtudes públicas, oscurecidas por la corrupción que suele surgir de los cuantiosos gastos que exigen los vicios privados.



En la razón pública permanece la convicción de que no es políticamente fiable aquel que no es capaz de llevar una vida personal moralmente digna. Esto es notorio en el caso de la mentira. El vicio de mentir no se distiende entre el ámbito privado y el público, es un hábito unitario que salta a la oportunidad de obtener algún beneficio personal o colectivo a base de ocultar la verdad. No es prudente elegir como gobernante a quien no le compraríamos un caballo o un coche usado, o a quien abusa sexualmente de los más débiles, pues en la oscuridad atropellará económicamente a los que están más abajo. El que es un dogmático y recaba para si toda la razón suele ser un fanático o un sectario en la actuación pública.



La imbricación entre virtudes privadas y públicas se advierte especialmente en la amistad y en la capacidad de diálogo. La amistad germina en el diálogo interpersonal y crea un cerco de intimidad y de confianza. Pero si la amistad está motivada por el puro placer o el mero interés desaparece, es necesario compartir la búsqueda de una excelencia común. Los que ambicionan tener muchos enemigos poseen la quintaesencia del fascismo.



La proyección pública de la amistad se manifiesta en una cierta benevolencia en el diálogo político. Sin un mínimo de rectitud moral es imposible pues se va mentir cuanto convenga o se incumplirán las promesas o se ocultan datos esenciales del problema tratado para un acuerdo serio. El diálogo es vano. El diálogo es el método democrático por excelencia, pues es una tensión conjunta hacia la verdad práctica al existir una verdad superior a lo que ven los que dialogan. El logos es más poderoso que la fuerza pura y dura.



La vida buena orientada al bien común es un planteamiento dinámico y cooperativo. Es buscar una optimización cualitativa que impulsa siempre a ir a más. La intensificación se concentra en el logro ético, en la cada vez más libre autoposesión de las propias acciones y la creciente capacidad de encaminarlo a metas cada vez más ambiciosas.



El eje privado/público es uno de los componen la columna vertebral de la primera modernidad y resulta totalmente ajeno a la complejidad y globalización de la sociedad posindustrial, sobre todo si se lleva hasta su paradójica crispación. Hoy es imposible la contraposición dialéctica de moralidad privada y ética pública.



Ética y democracia



Husserl en su última obra, La crisis de las ciencias europeas, establece una certera conexión entre la crisis de la cultura occidental y la crisis de la humanidad europea. Escribe que proviene de un modo de pensar que renuncia al conocimiento de la verdad en toda su envergadura y se vuelve incapaz de hacerse cargo de las cuestiones decisivas de la existencia. Es un objetivismo limitado y excluyente que lleva tanto al cientifismo como al irracionalismo. Convive el pragmatismo con el relativismo. La Ilustración reúne la racionalidad de Kant con el mecanicismo de Newton y el individualismo de Rousseau. Los dos últimos no son difíciles de conciliar. El pragmatismo mecanicista impera en la política, y en la cultura impera la arbitrariedad individualista con rechazo de todo lo racional y normativo. Esta división lleva a la frustración y el desencanto.



En las organizaciones supranacionales ocurre igual con proyectos que tienen muy poco en cuenta que el hambre crece a lo largo y a lo ancho del mundo; por ejemplo, porque esa democracia tiene una debilidad moral dramática. La gran tarea de la Europa democrática podría ser la defensa y la promoción de los derechos humanos, pero al carecer de una adecuada filosofía política este empeño queda en verbalismo retórico e ineficaz, falto de nervio.



Es necesario recuperar la noción de virtud como hace MacIntyre para mostrar la superioridad de la ética de las virtudes sobre la ética de las normas. La contraposición de virtudes públicas (que evitan la corrupción) con las virtudes privadas desdibuja la virtud de disposición estable que incrementa la libertad. Parece que algunos piensen la democracia como un régimen en el que los hombres han decidido vivir sin valores, y eso se paga. Algunas utopías no son más que versiones secularizadas de las herejías religiosas, pero también es utópico intentar lograr la solidaridad ciudadana y la participación social sin apelar a las virtudes personales que constituyen el único resorte real para llevar a la práctica un programa político que crea en la excelencia.



El Estado no tiene el monopolio de la benevolencia, su misión es subsidiaria. La Administración pública debe ayudar a las iniciativas ciudadanas, en lugar de interferir o entrar en competencia desleal. Ha triunfado el movimiento neoliberal (atemperado por la crisis) en lo económico, pero no es igual en lo social donde el individuo es un receptor pasivo de ayudas. El individuo, ante todo, debe ser el iniciador, más que el inmóvil convidado de piedra sin riesgos, sin responsabilidades y sin aventuras. Así la libertad se ahoga. El colectivismo permisivo conduce a una deshumanización de la sociedad y a una profunda insatisfacción, incapaz de recuperar el terreno perdido. Neoliberal en economía y relativista en cultura, este el «pensamiento único» como un tinglado de la nueva farsa.



Es necesario el retorno a la persona esencial con el despliegue de su libertad para superar la multitud individualista y solitaria, fértil terreno para el totalitarismo, dice Hanna Arendt. Es preciso encontrar un nuevo sentido para la ciudadanía, para que pueda participar en el bien común más que en el individualista interés general. La creciente complejidad de la sociedad actual requiere este potenciar la responsabilidad de los que ven los problemas con inmediatez, más que la lenta máquina burocrática. Así se alcanza una libertad concertada que busca el bien común colaborando con el poder político. La libertad va siempre de abajo a arriba, nunca al revés. Esa libertad vital que conforma una sociedad civil viva y creativa. El ideal de la democracia no es la democracia misma, sino la libertad social. La libertad concertada constituye y legitima la autoridad pública y no a la inversa, que es una tergiversación de la democracia. El humanismo cívico pone en juego la libertad y su capacidad creadora con el gusto maduro y reflexivo por la libertad de la que hablaba Tocqueville. Así, más que un consenso fáctico de cortas miras se busca un consenso racional más dirigido a la vida buena. Ciertamente, es más difícil y exigente. El pesimismo social sin aliento moral, que lleva al agotamiento y la apatía, les puede parecer una meta demasiado alta, pero existen caminos para actualizarla progresivamente. Más allá del empecinamiento partidista se debe alcanzar una promoción de las Humanidades, rehabilitando la razón pública como gran empeño de la democracia.