12/31/10

El hombre es, por naturaleza y vocación, un ser religioso

P. Alex Barbosa de Brito

Porque proviene de Dios y hacia Él camina; el hombre solo vive una vida plenamente humana si vive libremente su relación con Dios. El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en el cual encuentra su felicidad: "Cuando esté enteramente en Vos, nunca más habrá dolor y prueba; repleta de Vos por entero, mi vida será verdadera" (San Agustín, Conf. 10,28,39)

Por naturaleza, porque teniendo sed de lo infinito, nunca se satisface enteramente con las criaturas que se le presentan por los sentidos, por ser éstas relativas e finitas. El hombre tiene sed natural de algo absoluto y trascendente que lo tome por entero, en todas sus potencias, y en la propia esencia misma de su alma de modo eterno e infinito.

Por vocación, pues si el mismo Dios creó la humanidad con este instinto que la estimula a buscarlo es porque de hecho desea que lo haga, visto ser propio de la Sabiduría Divina no hacer nada sin una finalidad. Este deseo de lo absoluto en el hombre constituye, por tanto, un llamado puesto en su propia naturaleza, siendo una señal infalible de su vocación religiosa.

Llevando en consideración lo dicho arriba, se vuelve fácil comprender lo que es afirmado en el párrafo siguiente: "El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en el cual encuentra su felicidad". (CATECISMO, 2001: 26)

He aquí lo que dice a este respecto Santo Tomás:

La beatitud última y perfecta, no puede estar sino en la visión de la divina esencia, para la evidencia de lo que dos cosas se deben considerar. La primera es que el hombre no es perfectamente feliz, mientras le resta algo para desear y buscar. La segunda es que la perfección es relativa a la naturaleza de su sujeto. Ahora, el sujeto del intelecto es la esencia, y es, la esencia de las cosas, como dice Aristóteles. Por donde, la perfección del intelecto está en la razón directa de su conocimiento de la esencia de una cosa. De un intelecto, pues, que conoce la esencia de un efecto sin poder conocer, por él, lo que la causa esencialmente es, no se dice que alcanza la causa en sí misma, aunque pueda, por el efecto, saber si ella existe. Por donde, permanece naturalmente en el hombre el deseo de también saber lo que es la causa, después de conocido el efecto y de sabido que tiene causa. Y tal deseo es el de admiración y provoca la indagación, como dice Aristóteles. [...] Si, pues, el intelecto humano, conociendo la esencia de un efecto creado, solamente sabe que Dios existe, su perfección tampoco no alcanzó la causa primera. Y así, tendrá su perfección por la unión con Dios como el objeto en que solo consiste la beatitud del hombre conforme ya se dijo. (AQUINO, I-II Q. 3, A. 8, REP, 1980: 1057)

Entretanto, aunque Dios haya creado la humanidad con tales anhelos naturales, éstos son insuficientes para producir de un modo perfecto esta relación, por la incapacidad de la naturaleza humana, sumada por las consecuencias del pecado original. Es lo que afirma el Doctor Angélico respecto a la Doctrina Sagrada:

Para la salvación del hombre, es necesaria una doctrina, conforme a la revelación divina, más allá de las filosóficas, investigadas por la razón humana. Porque, primeramente el hombre es por Dios ordenado a un fin que le excede la comprensión racional [...]. Ahora, el fin debe ser previamente conocido por los hombres, que para él tienen que ordenar las intenciones y actos. De suerte que, para la salvación del hombre, fue preciso, por divina revelación, hacer conocidas ciertas verdades superiores a la razón. Pero también, en aquello que de Dios puede ser investigado por la razón humana, fue necesario ser el hombre instruido por la revelación divina. Porque la verdad sobre Dios, elaborada por la razón, por pocos llegaría a los hombres, después de largo tiempo y de mezcla con muchos errores. (AQUINO, I Q. 1, A1, REP, 1980: 2)

Se hace necesaria, por tanto, una intervención de la propia Divinidad, revelándose en su Misterio Trinitario como afirma el Catecismo (2001: 27):

Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre de modo alguno puede alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina (Cf. Conc. Vaticano I: DS 3015). Por una decisión totalmente libre, Dios se revela y se dona al hombre. Lo hace revelando su misterio, su proyecto benevolente, que concibió desde toda la eternidad en Cristo en pro de todos los hombres. Revela plenamente su proyecto enviando a su Hijo bien amado, Nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo.

A respecto de la finalidad de esta Revelación, he aquí lo que agrega la misma obra:

Dios, que "habita una luz inaccesible" (1Tm 6,16), quiere comunicar su propia vida divina a los hombres, creados libremente por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (Cf. Ef 1,4-5). Al revelarse, Dios quiere tornar a los hombres capaces de responderle, de conocerlo y de amarlo bien, más allá de lo que serían capaces por sí mismos. (CATECISMO, 2001: 28).

Como se observa en el trecho arriba, el fin de la Revelación consiste en el hecho de que el hombre participe de la propia vida divina, con los debidos auxilios de Dios, para que sea capaz de llevar a cabo tanto más allá de sus fuerzas. Esa vida divina hace que la naturaleza humana se vuelva íntimamente unida a Dios, a través de la adopción filial, por medio de Jesucristo.

El motivo de la Revelación es el amor de Dios: "Por amor, Dios se reveló y se donó al hombre". (CATECISMO, 2001: 32).

¿Cuál debe ser la respuesta del hombre a ese amor que Dios le manifiesta por la Revelación? La encontraremos nuevamente en el Catecismo (2001: 48): "La respuesta adecuada a esta invitación es la fe. Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios".

Tal fe, como fundamento de la santidad, trae como consecuencia el actuar correctamente, como está en el Catecismo (2001: 468): "Quien cree en Cristo se vuelve Hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma, propiciándole seguir el ejemplo de Cristo. Ella lo torna capaz de actuar correctamente y de practicar el bien".

Y el efecto de esta fe, puesta en obras de perfección, solo puede ser lo que viene en seguida, en el mismo trecho: "En unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. Madurada en la gracia, la vida moral florece en vida eterna en la gloria del cielo". (CATECISMO, 2001: 468).

Redacción (Jueves, 30-12-2010, Gaudium Press) Como resultado de dicho anteriormente, se torna evidente que la Revelación es un llamado a la santidad pronunciado por el propio Dios, y tal llamado se dirige a la universalidad de los hombres y mujeres:

Que quede bien claro que todos los fieles, cualquiera sea su posición en la Iglesia o en la sociedad, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. La santidad promueve una creciente humanización. Que todos pues se esfuercen, en la medida del don de Cristo, para seguir sus pasos, tornándose conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, consagrándose de corazón a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. La historia de la Iglesia muestra cómo la vida de los santos fue fecunda, manifestando abundantes frutos de santidad en el pueblo de Dios. (LUMEN GENTIUM, 2007: 223)

En Cristo Jesús somos todos llamados a pertenecer a la Iglesia y, por la gracia de Dios, a alcanzar la santidad. (LUMEN GENTIUM,2007: 231)

La finalidad para la cual la Iglesia propone algunos de estos fieles que alcanzaron la plenitud de la vida cristiana, y ya recibieron el premio de la bienaventuranza eterna a la veneración pública, está en el siguiente hecho, expresado en los textos abajo:

Al canonizar a ciertos fieles, esto es, al proclamar solemnemente que estos fieles practicaron heroicamente las virtudes y vivieron fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad que está en sí y sustenta la esperanza de los fieles proponiéndolos como modelos e intercesores. (CATECISMO, 2001: 238)

De hecho, los que alcanzaron la patria y están presentes en el Señor, por él, con él y en él interceden continuamente junto al Padre. Hacen valer los méritos que obtuvieron por el único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, por haber servido en todo al Señor y completado en su propia carne la pasión de Cristo, en favor del cuerpo, que es la Iglesia. Su fraternidad útil es así un precioso auxilio para nuestra debilidad. [...]

La Iglesia también siempre creyó que los apóstoles y mártires de Cristo que, derramando su sangre, dieron el testimonio supremo de fe y de amor, están particularmente unidos a nosotros. Por eso los venera con particular distinción, juntamente con la santa Virgen María y los santos ángeles, implorando piadosamente el auxilio de su intercesión. A ellos se unen inmediatamente los que imitaron más de cerca la castidad y la pobreza de Cristo, seguidos de todos aquellos que se santificaron por la práctica de las virtudes cristianas y cuyo carisma los recomienda a la piadosa devoción y a la imitación de los fieles.

Al contemplar la vida de aquellos que siguieron fielmente a Cristo, somos estimulados a considerar, bajo una nueva luz, la búsqueda de la ciudad futura. En medio de las innúmeras veredas de este mundo, aprendemos el camino correcto para llegar a la santidad, que consiste en la perfecta unión con Cristo, según el estado y la condición de cada uno. Dios manifiesta con claridad a los hombres su presencia y su rostro a través de la vida de aquellos que, iguales a nosotros en la humanidad, fueron transformados de manera más perfecta según la imagen de Cristo. Por ellos, Dios nos habla, nos da una señal de su reino y nos atrae a la verdad del Evangelio, por una inmensa cantidad de testigos. (LUMEN GENTIUM, pp. 233-234)

Entretanto, esta santidad, que es en su esencia la misma en todos aquellos que de ella participan, manifiesta formas accidentales diferentes en la diversidad de los santos. Esta verdad la vimos expresada en el trecho del documento "Lumen Gentium", en el cual se percibe una jerarquía y alteridad de santidades a través de la enumeración sintética de las diversas clases de santos veneradas por la Iglesia.

Es lo que encontramos en Saint-Laurent (1997: 47):

Reina entre los santos una admirable variedad. La virtud de un rey, como San Luis IX, no es igual a la de un mendigo voluntario, como San Bento José Labre. La perfección de un viejo, como el gran San Antonio del Desierto, no es la de un joven, como San Estanislao Kostka. La santidad de un laico, no es la de un sacerdote o de un obispo. Cada uno de estos héroes sublimes de la vida cristiana tiene su propia fisionomía sobrenatural.

Existe, por tanto, además de una vocación a la santidad que se refiere a la generalidad de los hombres, un llamado específico para cada uno, un modo de ser santo diverso para cada familia de almas y para cada ser humano en su individualidad.

Para finalizar citaremos un bello pasaje sobre este asunto del P. Garrigou-Lagrange, en el cual se da una definición de santidad bastante clara y expresiva, haciéndola una consecuencia lógica de la vivencia profunda y radical de la fe, de la cual procede el amor a Dios y al prójimo:

Se puede juzgar la vida normal de la santidad a través de dos puntos de vista bien diferentes:

- Uno, focalizando nuestra naturaleza...

- Pero también tomando como referencia los misterios sobrenaturales de la morada de la Santísima Trinidad en nosotros, de la Encarnación redentora y de la Eucaristía.

Ahora, este último punto de vista es el único que representa el juicio de la sabiduría, per "altissimam causam"; el otro modo es por la ínfima causa [...].

Si es verdad que la Santísima Trinidad habita en nosotros, que el Verbo se hizo carne, que se ofrece sacramentalmente por nosotros cada día, en la Misa y se da a nosotros como alimento, si todo esto es real, solamente los santos que viven de esa presencia divina por conocimiento casi experimental frecuente, y por un amor siempre creciente, en medio de las oscuridades y dificultades de la vida, solamente estos santos están enteramente en orden. Y la vida de íntima unión con Dios, lejos de presentarse, en lo que tiene de esencial, como cosa extraordinaria en sí, aparece como la única normal.

Antes de llegar a esta unión, somos como personas todavía medio adormecidas, que no viven suficientemente del tesoro inmenso que nos fue dado, y de las gracias siempre nuevas concedidas a los que quieren seguir generosamente a Nuestro Señor.

Por santidad entendemos una unión íntima con Dios, esto es, una gran perfección de amor de Dios y del prójimo, perfección que permanece siempre en la vida normal, pues el precepto del amor no tiene límites.

Para precisar aún más, diríamos que la santidad es el preludio normal inmediato de la vida en el Cielo, preludio que es realizado o en la Tierra, antes de la muerte, o en el Purgatorio, y que supone que el alma está perfectamente purificada, capaz de recibir la visión beatífica.

También percibimos en el extracto de arriba que la condición normal de la naturaleza humana es la santidad, pues, si por orden entendemos la recta disposición de las cosas según su naturaleza y de acuerdo con determinado fin, debemos inferir que el verdadero orden para una persona humana está en la unión con Dios, su causa y su finalidad.