HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
Queridos hermanos y hermanas,
nos encontramos reunidos una vez más, para celebrar una de las más antiguas y amadas fiestas dedicadas a María Santísima: la fiesta de su asunción a la gloria del Cielo en alma y cuerpo, es decir con todo el ser humano, en la integridad de su persona. Se nos ha dado así la gracia de renovar nuestro amor a María, de admirarla y de alabarla por las “grandes cosas” que el Omnipotente ha hecho por Ella y que ha obrado en Ella.
En la contemplación de la Virgen María se nos ha dado otra gracia: la de poder ver en profundidad también nuestra vida. Sí, porque también nuestra existencia cotidiana, con sus problemas y sus esperanzas, recibe luz de la Madre de Dios, de su recorrido espiritual, de su destino de gloria: un camino y una meta que pueden y deben convertirse, de alguna manera, en nuestro mismo camino y nuestra misma meta. Dejémonos conducir por las citas de la Sagrada Escritura que la liturgia de hoy nos propone. Querría detenerme, en particular, en una imagen que encontramos en la primera lectura, tomada del Apocalipsis, y de la que se hace eco el Evangelio de San Lucas: la del arca.
En la primera lectura hemos escuchado: “Se abrió el Templo de Dios que está en el cielo y quedó a la vista el Arca de la Alianza” (Ap 11,19). ¿Cuál es el significado del arca? Para el Antiguo Testamento, esta es el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Pero ahora el símbolo ha cedido su lugar a la realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que la verdadera arca de la Alianza es una persona viva y concreta: es la Virgen María. Dios no habita en un mueble, Dios vive en una persona, en un corazón: María, la que ha llevado en su seno al Hijo eterno de Dios hecho hombre, Jesús nuestro Señor y Salvador.
En el arca -como sabemos- se conservaban las dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo, indicándoles las condiciones para ser fieles al pacto de Dios, para conformarse a la voluntad de Dios y así también a nuestra verdad profunda. María es el arca de la alianza, porque ha acogido en sí a Jesús; ha acogido en sí a la Palabra viviente, todo el contenido de la voluntad de Dios, de la verdad de Dios; ha acogido en sí al que es la nueva y eterna alianza, culminada con el ofrecimiento de su cuerpo y de su sangre: cuerpo y sangre recibidos por María. Con razón, por tanto, la piedad cristiana, en las letanías en honor a la Virgen, se dirige a Ella invocándola comoFoederis Arca, es decir “arca de la alianza”, arca de la presencia de Dios, arca de la alianza de amor que Dios ha querido expresar de manera definitiva en Cristo para toda la humanidad,.
La cita del Apocalipsis quiere indicar otro aspecto importante de la realidad de María. Ella, arca viviente de la alianza, tiene un destino de gloria extraordinaria, porque está estrechamente unida al Hijo que ha acogido en la fe y generado en la carne, que comparte plenamente la gloria del cielo. Es lo que sugieren las palabras escuchadas: “Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza. Estaba embarazada... La Mujer tuvo un hijo varón que debía regir a todas las naciones...” (12,1-2; 5). La grandeza de María, Madre de Dios, llena de gracia, plenamente dócil a la acción del Espíritu Santo, vive ya en el Cielo de Dios, toda ella, alma y cuerpo. San Juan Damasceno refiriéndose a este misterio en una famosa Homilía afirma: “Hoy la santa y única Virgen es conducida al templo celeste... Hoy el arca sagrada y animada por el Dios Viviente, [el arca] que ha llevado en su seno al mismo Artífice, reposa en el templo del Señor, no construido por mano de hombre” (Homilía sobre la Dormición, 2 PG 96, 723) y continúa: “Es necesario que la que había acogido en su seno al Logos divino, se trasladase a las tiendas de su Hijo... Era necesario que la Esposa que el Padre había elegido, viviese en la estancia nupcial del Cielo” (ibid., 14, PG 96, 742). Hoy la Iglesia canta el amor inmenso de Dios por esta criatura suya: la ha elegido como verdadera “arca de la alianza”, como la que continúa generando y dando a Cristo Salvador a la Humanidad, como la que en el Cielo comparte la plenitud de la gloria y disfruta de la misma felicidad de Dios y, al mismo tiempo, nos invita también a nosotros a convertirnos, a nuestra modesta manera, en “arca” en la que está presente la Palabra de Dios, que está transformada y vivificada por su presencia, lugar de la presencia de Dios, de manera que los hombres puedan encontrar en el prójimo la cercanía de Dios y así vivir en comunión con Dios y conocer la realidad del Cielo.
El Evangelio de San Lucas que hemos escuchado (cfr Lc 1,39-56), nos muestra este arca viviente, que es María, en movimiento: habiendo dejado su casa de Nazaret, María se pone en viaje hacia la montaña para llegar cuanto antes a una ciudad de Judá y llegar a la casa de Zacarías y de Isabel. Me parece importante destacar la expresión “con prontitud”: las cosas de Dios merecen esta urgencia, incluso podemos decir que las únicas cosas que merecen urgencia son las de Dios, la verdadera urgencia de nuestra vida. Entonces María entra en la casa de Zacarías y de Isabel, pero no entra sola. Entra llevando en su seno al hijo, que es Dios mismo hecho hombre. Ciertamente se la esperaba a ella y a su ayuda en esa casa, pero el evangelista nos ayuda a comprender que esta espera nos conduce a otra, más profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista, son de hecho, el símbolo de todos los justos de Israel, en cuyos corazones, colmados de esperanza, esperan la venida del Mesías Salvador. Y es el Espíritu Santo el que le abre los ojos a Isabel para hacerle reconocer en María la verdadera arca de la alianza, la Madre de Dios que va a visitarla. Y así, la anciana pariente la acoge “exclamando”: “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?” (Lc 1,42-43). Y es el mismo Espíritu Santo, el que ante la que lleva a Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan Bautista en el seno de Isabel. Esta exclama: “Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno” (v.44). Aquí el evangelista Lucas usa el término de “skirtan”, es decir “saltar”, el mismo término que encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo Testamento para describir la danza del Rey David delante del arca santa que volvió finalmente a la patria (2Sam 6,16). Juan Bautista, en el seno de su madre danza ante el arca de la Alianza, como David, y reconoce así que: María es la nueva arca de la alianza, delante de la que el corazón exulta de alegría, la Madre de Dios presente en el mundo, que no se queda para sí misma esta divina presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así -como dice la oración- María es realmente “causa nostrae laetitiae”, (causa de nuestra alegría), el “arca” en la que realmente el Salvador está presente entre nosotros.
¡Queridos hermanos! Estamos hablando de María, pero, de alguna manera, estamos hablando también de nosotros, de cada uno de nosotros: también nosotros somos destinatarios de este amor inmenso que Dios ha reservado -de una manera única e irrepetible- para María. En esta Solemnidad de la Asunción miramos a María: Ella, nos conduce a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con Él, sino dejarnos iluminar y guiar por su palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en los que sentimos que nuestras cruces se hacen pesadas. María, el arca de la alianza que está en el Santuario del Cielo, nos indica con luminosa claridad que estamos en el camino hacia nuestra verdadera Casa, comunión de alegría y de paz con Dios. ¡Amén!