8/19/11


"NOSOTROS PODEMOS ALCANZAR EL PARAÍSO"


El Papa en la Audiencia General del miércoles

Queridos hermanos y hermanas:
Estamos todavía en la luz de la Fiesta de la Asunción, que -como dije- es una Fiesta de la Esperanza. María ha llegado al Paraíso y este es nuestro destino: nosotros podemos alcanzar el Paraíso. La cuestión es: ¿cómo? María ya ha llegado; Ella -dice el Evangelio- es la que “ha creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1,45). Por tanto, María ha creído, se ha confiado a Dios, ha entrado con su voluntad en la del Señor y así, estaba en el camino directo, en la vía hacia el Paraíso. Creer, confiarse en el Señor, entrar en su voluntad: está es la dirección esencial.
Hoy no querría hablar sobre este camino de fe, sólo sobre un pequeño aspecto de la vida de la oración que es la vida del contacto con Dios, es decir, sobre la meditación. ¿Qué es la meditación? Quiere decir “hacer memoria” de lo que Dios ha hecho y no olvidar sus muchos beneficios (cfr Sal 103, 2b). A menudo vemos sólo las cosas negativas; debemos tener en nuestra memoria también las cosas positivas, los dones que Dios nos ha hecho, estar atentos a los signos positivos que vienen de Dios y recordarlos. Por tanto, hablamos de un tipo de oración que en la tradición cristiana se conoce como “oración mental”. Nosotros conocemos normalmente las oraciones con las palabras, naturalmente también la mente y el corazón deben estar presentes en este tipo de oración, pero en este caso, hablamos de una meditación que no está hecha de palabras, sino que es una toma de contacto de nuestra mente con el corazón de Dios. Y María en esto, es un modelo muy real.
El evangelista Lucas repite, varias veces, que María “por su parte, custodiaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (2,19; cfr 2,51b). El que custodia no olvida. Ella está atenta a todo lo que el Señor le ha dicho y le ha hecho, y medita, es decir, toma contacto con diversas cosas, profundizándolas en su corazón.
La que, por tanto, “ha creído” en el anuncio del Ángel y se ha hecho instrumento para que la Palabra eterna del Altísimo se pudiese encarnar, ha acogido también en su corazón el admirable prodigio de este nacimiento humano-divino, lo ha meditado, se ha detenido en todo lo que Dios estaba realizando en Ella, para acoger la voluntad divina en su vida y corresponder a ella. El misterio de la Encarnación del hijo de Dios y de la maternidad de María es tan grande, que exige un proceso de interiorización, no sólo es algo físico que Dios realiza en Ella, sino que es algo que exige una interiorización por parte de María que busca profundizar en el conocimiento, interpretar el sentido, comprender sus implicaciones y consecuencias. Así día tras día, en el silencio de la vida ordinaria, María continuó custodiando en su corazón, los siguientes sucesos maravillosos de los que fue testigo, hasta la prueba extrema de la Cruz y la gloria de la Resurrección. María ha vivido plenamente su existencia, sus deberes cotidianos, su misión de madre, pero ha sabido mantener en sí un espacio interior para reflexionar sobre la palabra y la voluntad de Dios, sobre lo que sucedía en sí misma, sobre los misterios de la vida de su Hijo.
En nuestro tiempo estamos siendo absorbidos por muchas actividades y compromisos, preocupaciones, problemas; a menudo se tiende a rellenar todos los espacios de la jornada, sin tener un momento para detenernos reflexionando y nutriendo la vida espiritual, el contacto con Dios. María nos enseña lo necesario que es encontrar en nuestras jornadas, con todas las actividades, momentos para recogernos en silencio y meditar sobre lo que el Señor nos quiere enseñar, sobre como está presente y actúa en el mundo y en nuestra vida: ser capaces de detenernos un momento y meditar. San Agustín compara la meditación sobre los misterios de Dios con la asimilación de los alimentos y usa un verbo que aparece en toda la tradición cristiana: “rumiar”; que los misterios de Dios que resuenan continuamente en nosotros mismos hasta que se convierten en familiares, guíen nuestra vida, nos alimenten como sucede con el alimento necesario para sostenernos. Y san Buenaventura, refiriéndose a las palabras de la Sagrada Escritura dice que “deben ser rumiadas para poderlas fijar con ardiente aplicación en el ánimo” (Coll. In Hex, ed. Quaracchi 1934, p. 218). Meditar, por tanto, quiere decir crear en nosotros una situación de recogimiento, de silencio interior, para reflexionar, asimilar los misterios de nuestra fe y lo que Dios obra en nosotros. Podemos hacer esta meditación de varias formas, tomando, por ejemplo, una breve cita de la Sagrada Escritura, sobre todo los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las Cartas de los Apóstoles, o bien una página de un autor espiritual que nos acerca y nos hace más presente las realidades de Dios a nuestro hoy, quizás también haciéndose aconsejar por el confesor o por el director espiritual, leer y reflexionar sobre lo que se ha leído, deteniéndose sobre eso, tratando de comprenderlo, de entender lo que nos dice a nosotros, en el día de hoy, abrir nuestro ánimo a lo que el Señor quiere decirnos o enseñarnos. También el Santo Rosario es una oración de meditación: repitiendo el Ave María se nos invita a plantearnos y a reflexionar sobre el Misterio que hemos proclamado. Podemos detenernos también en cualquier experiencia espiritual intensa, sobre las palabras que quedan impresas en la participación de la Eucaristía dominical. Por tanto, veis, hay muchas maneras de meditar y de tomar contacto con Dios, de acercarnos a Él, y, de este modo, estar en el camino hacia el Paraíso.
Queridos amigos, la constancia en el dar tiempo a Dios es un elemento fundamental para el crecimiento espiritual; será el mismo Señor el que nos dé el gusto por sus misterios, por sus palabras, por su presencia y acción, sentir qué bello es que Dios hable con nosotros; nos hará comprender  de una manera más profunda qué quiere de nosotros. Al final este es el objetivo de la meditación: confiarnos cada vez más en las manos de Dios, con confianza y amor, seguros de que sólo haciendo su voluntad somos, finalmente, felices.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, venidos de España, México y otros países Latinoamericanos. Que vuestra oración me sostenga y acompañe en el Viaje Apostólico que mañana emprendo a España. Muchas gracias y que Dios os bendiga.