La lógica cristiana del amor
Ramiro Pellitero
La Iglesia entera está implicada en el amor y la justicia. Y dentro de la Iglesia, los laicos, por su propia vocación y misión, están convocados a participar en la vida pública y política con la diversidad de sus dones y opiniones, en libre concurrencia con las de los demás
Cuando salió la primera encíclica de Benedicto XVI, Deus caritas est, sobre el amor cristiano, muchos quizá esperaban una encíclica sobre la verdad. Otros, cuando se supo que trataría del amor, esperábamos una exposición sobre las relaciones entre la verdad y el amor, e incluso la belleza. Pero la encíclica se centra en el amor. ¿No habla de la verdad? Sí, ciertamente: no habla de otra cosa que de la comprensión y vivencia cristiana de la verdad. Y eso se identifica, precisamente, con el amor. En unos tiempos en que el nombre de Dios se asocia a veces con la venganza, el odio y la violencia —escribe el Papa—, este mensaje tiene una gran significación. La lógica cristiana —es decir, la comprensión de la vida según el Logos hecho carne— no es la de la intolerancia fundamentalista, sino la del amor.
La primera parte explica cómo Dios se ha revelado a través de la imagen del eros (amor posesivo) que debe convertirse en agapé (amor que se entrega). Por eso el amor conyugal es una imagen del amor de Dios por la humanidad, y es asumido por Cristo en el sacramento del matrimonio, como imagen viva y comunicación del amor apasionado y fecundo entre Cristo y la Iglesia. Así se explica también el sentido cristiano de la sexualidad.
En el centro de la encíclica se sitúan dos cuestiones. Son como dos focos de luz que en su referencia mutua determinan el escenario en que quiere moverse el documento. No sólo están materialmente en el medio del texto, al final de la primera parte y al principio de la segunda; sino que constituyen el núcleo de los pensamientos que el autor expresa. En primer lugar, “el doble mandamiento del amor” (nn. 14-18). En segundo lugar, la afirmación de que la caridad pertenece esencialmente a la misión de la Iglesia (nn. 19-25).
El doble mandamiento del amor
Primera cuestión: Dios instaura con los hombres una comunión de pensamiento, de voluntad y de sentimientos. Lo hace por la obra de Cristo y del Espíritu Santo, sobre todo gracias a la Eucaristía. Así se puede llegar a “pensar con el pensamiento de Dios”, a “querer con la voluntad de Dios” y a “mirar con los ojos y los sentimientos de Cristo”. El amor a Dios y al prójimo son dos vertientes del amor cristiano que se implican mutuamente, como dos caras de la misma moneda. Ambos son inseparables, pero todo comienza por el amor de Dios. Él ha tomado la iniciativa en esa “experiencia de amor” que es la vida cristiana vivida plenamente, y que pide ser comunicada a otros. De este modo el amor divino transforma a las personas singulares en el “Nosotros” de la Iglesia, que tiene un horizonte universal.
La caridad es esencial en la misión
Por eso, continúa el Papa su argumentación, la caridad es una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia. He aquí la segunda gran cuestión. La caridad, o sencillamente el amor, es una manifestación irrenunciable de la esencia de la Iglesia o de su estructura fundamental. El trinomio constituido por el anuncio de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos y el servicio de la caridad, se ha ido confirmando con el paso de los años y la difusión progresiva de la Iglesia, familia de Dios en el mundo.
¿Cómo se unen entre sí esos dos focos de luz de la encíclica, el amor cristiano y su papel en la misión de la Iglesia? Por el Espíritu Santo. Él es el protagonista inmediato del amor: la potencia interior que armoniza el corazón de cada uno de los creyentes con el corazón de Cristo, y les mueve a amar como Él los ha amado. Y resulta que el mismo Espíritu es la fuerza que transforma el corazón de la Iglesia, para que dé testimonio del amor en el mundo, en la medida en que busca el bien integral del ser humano.
El amor se demuestra en los hechos
Todo ello está impregnado de consecuencias prácticas. La Eucaristía introduce a los cristianos en la dinámica de la entrega de Cristo, el Logos que se hace agapé, para seguir actuando en ellos y por ellos. No hay amor sin Cruz. Especialmente en los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos y encarcelados… ahí está Cristo. Sin el contacto personal con Dios no se puede ver en los otros la imagen divina. Y viceversa, sin el servicio a los demás no se reconoce a Dios como Dios-amor. No habría culto cristiano donde cupiera una indiferencia por los pobres y necesitados. En sentido propio, no hay cristianos donde falta la oración y la Misa (¡el domingo!). La Iglesia entera está implicada en el amor y la justicia. Y dentro de la Iglesia, los laicos, por su propia vocación y misión, están convocados a participar en la vida pública y política con la diversidad de sus dones y opiniones, en libre concurrencia con las de los demás. Sin amor, decía Juan Pablo II, todo podría quedarse en palabras. La lógica cristiana del amor conduce a los hechos. ¡El amor es posible!
Hay que convencerse e impulsar este convencimiento entre los amigos y los colegas, en el interior de las familias y los vecindarios, en los proyectos científicos y en las empresas, en las noticias y en los espectáculos, en las políticas locales y en los organismos internacionales. ¿Cómo? A amar se aprende amando. Éste es el desafío: creer en el amor y vivir el amor.