Carta del Prelado del Opus Dei
(marzo 2012)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Hemos entrado en la Cuaresma, tiempo litúrgico con el que conmemoramos los cuarenta días de oración y ayuno de Jesucristo en el desierto, antes de comenzar su ministerio público. Y así como el Maestro empezó su predicación con una llamada apremiante a la conversión —el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio, así la Iglesia nos exhorta a aprovechar las grandes gracias de este tiempo litúrgico fuerte, para dar un paso decidido en nuestro acercamiento a Dios.
Siendo una necesidad de cada jornada, la llamada a la conversión resuena de modo más apremiante en las semanas que acabamos de comenzar. En la senda que conduce a la vida eterna, de modo casi insensible podemos desviarnos personalmente algo del rumbo. Por eso la Iglesia, Madre buena y sabia, nos pone delante de los ojos la necesidad de rectificar, sirviéndose también de las oraciones y lecturas de la Misa, enseñando a cada fiel a convertirse un día y otro en puntos concretos. Si los hijos de Dios nos esforzamos por sacar partido a esos textos, llevándolos a la meditación personal, en estos cuarenta días que nos conducirán a la Pascua de Resurrección, podemos encontrar nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe todas las situaciones de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que el Señor hará surgir de las tinieblas el nuevo día.
La liturgia de la Cuaresma nos ofrece una gracia especial que nos empuja a la mudanza del corazón, de la que nacerán necesariamente las buenas obras. Releamos una consideración de nuestro Padre: la conversión es cosa de un instante; la santificación es tarea para toda la vida. La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar —en las nuevas situaciones de nuestra vida— la luz, el impulso de la primera conversión. Y ésta es la razón por la que hemos de prepararnos con un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro camino, si hemos de convertirnos de nuevo. ¿Cómo hemos comenzado desde el Miércoles de Ceniza? ¿Qué nos hemos propuesto? ¿Vivimos cada jornada con la alegría de una penitencia que nos acerque más a Jesucristo?
Como lema del mensaje de este año, el Santo Padre toma un párrafo de la epístola a los Hebreos y nos invita a ponderarlo: estemos pendientes unos de otros para estimularnos a la caridad y a las buenas obras. A continuación señala que estas palabras se inscriben en un contexto más amplio: la necesidad de acoger a Cristo mediante la práctica de las virtudes teologales. Se trata de acercarse al Señor "con corazón sincero y lleno de fe" (v. 22), de mantenernos firmes "en la esperanza que profesamos" (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos "la caridad y las buenas obras" (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25).
Como en años anteriores, Benedicto XVI se centra nuevamente en las obras de caridad, que constituyen —junto con la oración y el ayuno— las típicas prácticas penitenciales de la Cuaresma. En otras ocasiones, os he animando a esmeraros en los ratos dedicados a la oración personal, y así a renovar el espíritu de penitencia, cuidando con más empeño las mortificaciones que dan sabor a la existencia cristiana, y ayudando al prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Ahora, además de exhortaros a vivir esas manifestaciones del espíritu cristiano, deseo centrarme en una de las tradicionales obras de misericordia espiritual, que san Josemaría nos enseñó a valorar y a la que el Santo Padre otorga un relieve especial: la práctica de la corrección fraterna, que Jesucristo mismo recomendó a sus discípulos: si tu hermano peca (...), vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.
Esta manifestación de caridad no se queda en una enseñanza aislada. Ya en el Antiguo Testamento se recoge repetidas veces y, por ejemplo, se aconsejaba: reprende al sabio, y te cobrará amor; da consejos al sabio, y se hará más sabio; enseña al justo, y aumentará su formación. Y en otro lugar: quien guarda la instrucción camina hacia la vida; mas quien abandona la corrección, anda perdido. En el Nuevo Testamento, siguiendo la predicación del Maestro, se concreta aún más cómo ha de ser esta urgencia de fina fraternidad, que sostiene a los demás para caminar derechamente hacia Dios. San Pablo advierte que ha de ejercitarse con espíritu de mansedumbre; viendo en la otra persona, no a un enemigo, sino a un hermano. Hace notar también la Escritura que toda corrección, al momento, no parece agradable sino penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia en los que en ella se ejercitan. Y el apóstol Santiago concluye: hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío salvará su alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados. No cabe olvidar que san Josemaría, al llegar a un Centro, después de preguntar si había algún enfermo, añadía: ¿estáis contentos?, ¿se vive la corrección fraterna?
Desgraciadamente, a pesar de tanta insistencia por parte del Señor, sirviéndose también de los Apóstoles, de muchos santos, de nuestro Padre, esta obra de caridad espiritual es ignorada por bastantes cristianos. El Papa se lamenta de este hecho. Deseo recordar —escribe— un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último.
Gracias a Dios, en esta porción de la Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei —no porque nos consideremos mejores— se ama y se vive esta práctica tan evangélica. Con una luz especial de Dios, que le llevaba a profundizar en algunas enseñanzas de la Sagrada Escritura, nuestro Fundador la practicó personalmente y la enseñó a otros desde los comienzos. Afirmaba que tiene entraña evangélica; y añadía que es siempre una prueba de sobrenatural cariño y de confianza, que además hace paladear el regusto de la primitiva cristiandad.
Tanto valoraba san Josemaría esta costumbre evangélica, que no cejó hasta conseguir que la Santa Sede —al aprobar definitivamente el espíritu de la Obra en 1950— aceptara que también el Fundador —y sus sucesores en el gobierno del Opus Dei— pudieran beneficiarse de este medio de santificación, del que se sirve el Espíritu Santo para mejorar a las almas. Lo contaba a sus hijos, con enorme sencillez: cuando presenté en la Santa Sede nuestros Estatutos (...), al hablar de la corrección fraterna al Padre, siempre me pusieron una dificultad: ¿cómo va a ser corregido el que hace cabeza? ¡No se le puede decir nada! Yo no me conformaba; y les explicaba: ¿cómo van a dejarme a mí, que soy un pobre hombre, y a los que me sigan, que serán mejores que yo, pero también unos pobres hombres, sin gozar de este medio de santidad? Al practicar esta Costumbre, hondamente cristiana, los que hacen la corrección fraterna —aunque les cueste y tengan que vencerse— y los que la reciben —aunque les duela y tengan que ser humildes— poseen un medio de santidad maravilloso, que arranca del Evangelio. Este razonamiento les convenció.
Nuestro Fundador dejó muy claro el modo de hacer y recibir la corrección fraterna. Nos hablaba de las normas de prudencia y caridad con que es preciso obrar en todo momento, de modo que verdaderamente sea un instrumento de santificación propia y ajena. En primer lugar, siempre ha de ser expresión clara de caridad sobrenatural y de cariño humano, de interés por la santidad propia y la de los demás. San Josemaría era diáfano: la corrección fraterna —afirmaba— (...) ha de estar llena de delicadeza —¡de caridad!— en la forma y en el fondo, pues en aquel momento eres instrumento de Dios. Porque, como explica el Papa en su mensaje, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia.
Con este claro principio, en la Obra, antes de advertir a alguno con una corrección fraterna, se consulta su oportunidad. Además de cerciorarse de la rectitud de intención que mueve a hablar a ese hermano, podrán sugerirnos la manera de llevarla a cabo, teniendo en cuenta las circunstancias concretas de cada caso, de modo que efectivamente sirva de ayuda a quien la recibe. Se asegura así que este medio de servir a los demás sea en todo momento una muestra neta de prudencia y delicadeza, de respeto a los otros. Me conmueve el pensamiento de la rectitud con que procedía nuestro Padre, en todos los ambientes. Si alguna persona se quejaba de otra, o de algún comportamiento, siempre preguntaba: ¿ha hablado usted con el interesado? Hágalo, añadía, que así le impulsará a cambiar, si es preciso.
Recordemos a todos los cristianos que estamos llamados a poner en práctica esta recomendación de Nuestro Señor; sin olvidar, como el Santo Padre apunta en su mensaje, que se trata de algo muy desconocido en los momentos actuales. Por desgracia, con frecuencia, la gente habla mal de otros a sus espaldas, sin atreverse a manifestar cara a cara, con sentido sobrenatural, las faltas o defectos que deberían corregir. Y así, el vicio de la murmuración causa estragos en la convivencia familiar y en la sociedad.
Empeñémonos en redescubrir —por parte de todos— la importancia de la lealtad, virtud humana fundamental en las relaciones de unos con otros, en la vida social, profesional, etc. En este sentido, la práctica de la corrección fraterna —con las necesarias medidas de prudencia y caridad— resulta particularmente necesaria. San Josemaría, con realismo sobrenatural, afirmaba que todos estamos llenos de defectos, que cada uno de nosotros ve, contra los que procuramos luchar; pero hay otros muchos defectos que no vemos (...), y de esos nos indican algunos en la corrección fraterna (...). Y lo hacen porque nos quieren, porque la nuestra es una convivencia de familia cristiana, llena de cariño.
Convivir con todos: y convivir quiere decir quererse, comprender, disculpar. Pero hay cosas que —aun disculpándolas— no debemos pasarlas por alto; ésas son las que debemos manifestar en la corrección fraterna a cada uno.
Esta recomendación de raíz evangélica reviste particular importancia cuando está en juego la fidelidad a Dios. Por eso, escribe el Papa, es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecuan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Ciertamente, ayudar a los demás en esos puntos resulta siempre difícil. Se sufre al recibirla, porque cuesta humillarse, por lo menos al principio. Pero, hacerla, cuesta siempre. Bien lo saben todos. Y, en otro momento, añadía nuestro Padre: cuesta; más cómodo es inhibirse; ¡más cómodo!, pero no es sobrenatural. —Y de estas omisiones darás cuenta a Dios.
Cuando recibáis estas líneas estaré haciendo el curso de retiro espiritual. Os pido que encomendéis sus frutos: que me convierta al Señor una vez más, para mejor servir a la Iglesia, a la Obra, a mis hijas y a mis hijos, y a todas las almas; uníos —insisto— a mis intenciones. Por estas mismas fechas también en la Curia Romana se tienen los ejercicios espirituales, a los que asiste el Papa con sus más próximos colaboradores: otro buen momento para que redoblemos la petición por su Persona y sus intenciones, que con tanta frecuencia os reitero. Encomendadle al Señor especialmente durante su viaje pastoral a México y a Cuba, del 23 al 29 de marzo, para que los frutos apostólicos sean muy abundantes.
Aunque de modo sumario, no quiero dejar de recordaros las fiestas y aniversarios de familia de las próximas semanas. El día 11 es el aniversario el nacimiento del queridísimo don Álvaro, y el 23 el de su dies natalis, su marcha a la casa del cielo. El 19 la solemnidad de san José, patrono de la Iglesia y de la Obra. Luego viene la Anunciación de Nuestra Señora, que este año se celebra litúrgicamente el 26 de marzo. Y el día 28 recordaremos un nuevo aniversario de la ordenación sacerdotal de san Josemaría. Con la intercesión de nuestra Madre, si recorremos estas fechas con afanes sinceros de mejora, las gracias de conversión propias de la Cuaresma alcanzarán más fácilmente su objetivo.
Os confieso que a diario me consume una impaciencia: querría ir a todos los sitios donde trabajáis. Y me acuerdo de aquel comentario de san Josemaría: ¿y por qué se queda en Roma?, podría preguntar alguno. Porque debo hacerlo, concluía. Y añado yo: ¡qué cerca estaba de todas y de todos!
Con estos deseos de profunda renovación interior y de un acrecentado afán apostólico, os bendice
vuestro Padre + Javier