LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA: DEL SÍMBOLO A LA REALIDAD
Cardenal Cañizares en la Universidad de la Santa Cruz de Roma
“Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús: -Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (Mc 9, 2-5).
Ayer, segundo domingo de Cuaresma, la liturgia proclamaba las palabras que acabo de leer. Palabras que pienso pueden servir de marco, de introducción, en esta presentación del libro de monseñor Guillaume Derville, publicado por Palabra, La concelebración eucarística. Del símbolo a la realidad [La concélébration eucharistique. Du symbole à la réalité, publicado por Wilson & Lafleur en su colección Gratianus].
Al evocar el relato de la transfiguración brotan espontáneas en nuestra mente las palabras: gloria, fulgor, belleza. Son expresiones que se aplican directamente a la liturgia. Como recuerda Benedicto XVI la liturgia está intrínsecamente vinculada con la belleza. De hecho “La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual”1.
La expresión “Misterio pascual” sintetiza el núcleo esencial del proceso de la Redención, es el culmen de la obra de Jesús. A su vez, la liturgia tiene como contenido propio esta “obra” de Jesús, porque en ella se actualiza la obra de nuestra Redención. De ahí que la liturgia, como parte del Misterio pascual, sea “expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza”2.
Querría fijarme precisamente en las últimas palabras del texto apenas citado pues, en mi opinión, introducen un tema delicado que es, al mismo tiempo, el centro del estudio de monseñor Derville. Leámoslas de nuevo: “la belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza”.
Es decir, la liturgia, y dentro de ella la concelebración, será bella cuando sea verdadera y auténtica, cuando en ella resplandezca su propia naturaleza. En esta línea se sitúa el interrogante planteado por el Romano Pontífice ante las grandes concelebraciones: “Para mí –dice el papa– queda un problema, porque la comunión concreta en la celebración es fundamental; por eso, creo que de ese modo aún no se ha encontrado realmente la respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado suscité esta pregunta, pero no encontró respuesta. También hice que se planteara otra pregunta sobre la concelebración multitudinaria, porque si por ejemplo concelebran mil sacerdotes, no se sabe si se mantiene aún la estructura querida por el Señor”3.
Se trata efectivamente de mantener “la estructura querida por el Señor”, porque la liturgia es un don de Dios. No es algo fabricado por nosotros los hombres. No está a nuestra disposición. De hecho, “con el mandato «Haced esto en conmemoración mía» (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,25), nos pide corresponder a su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento”4.
Por este motivo, “debemos aprender a comprender la estructura de la liturgia y por qué está articulada así. La liturgia se ha desarrollado a lo largo de dos milenios e incluso después de la reforma no es algo elaborado sólo por algunos liturgistas. Sigue siendo una continuación de un desarrollo permanente de la adoración y del anuncio. Así, para poder sintonizar bien con ella, es muy importante comprender esta estructura desarrollada a lo largo del tiempo y entrar con nuestra mens en la vox de la Iglesia”5.
El completo estudio de monseñor Derville se coloca en esta dirección. Nos ayuda a ponernos a la escucha del Concilio Vaticano II cuyos textos, según las palabras del beato Juan Pablo II, “no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia”6.
El Concilio efectivamente decidió ampliar la facultad de concelebrar en base a dos principios: esta forma de celebración de la Santa Misa manifiesta adecuadamente la unidad del sacerdocio y a la vez, se ha practicado hasta ahora en la Iglesia tanto en Oriente como Occidente7. De ahí que la concelebración, como apunta también Sacrosanctum Concilium, se encontraría entre aquellos ritos que convenía restablecer “de acuerdo con la primitiva norma de los santos padres”8.
En este sentido, cobra su importancia sumergirse, siquiera brevemente, en la historia de la concelebración. La panorámica histórica que nos ofrece monseñor Derville, si bien como él modestamente señala, es un breve resumen, nos basta para dejar ver zonas de sombra, que manifiestan la ausencia de datos definitivos sobre la celebración eucarística en los primeros tiempos de la Iglesia. Al mismo tiempo, y sin dejarse llevar por un ingenuo “arqueologismo”, aporta suficientes elementos para poder afirmar que la concelebración, según la genuina tradición de la Iglesia, sea oriental que occidental, es un rito extraordinario, solemne y público, ordinariamente presidido por el obispo o por su delegado, rodeado por su presbyterium y por toda la comunidad de los fieles. Por otro lado, la concelebración cotidiana, en uso entre los orientales, en la que concelebran únicamente presbíteros, así como la concelebración, por así decir “privada” en sustitución de las Misas celebradas individualmente o more privato, no se encuentran en la tradición litúrgica latina.
Por otra parte, en mi opinión el autor acierta plenamente cuando se detiene en las razones de fondo que menciona el Concilio para la extensión de la concelebración. Una ampliación de la facultad de concelebrar, que debía ser moderada como se descubre leyendo los textos conciliares. Y es lógico que así fuera pues la concelebración no tiene por cometido resolver problemas logísticos o de organización, sino por el contrario hacer presente el Misterio pascual manifestando la unidad del sacerdocio que nace de la Eucaristía. La belleza de la concelebración, como decíamos al principio, implica su celebración en verdad. Y así, su fuerza significativa depende de que se vivan y respeten las exigencias que la misma concelebración conlleva.
Cuando el número de concelebrantes es demasiado elevado un aspecto esencial de la concelebración queda velado. La casi imposibilidad de sincronizar las palabras y los gestos que no están reservados al celebrante principal, el alejamiento del altar y de las ofrendas, la falta de ornamentos para algunos concelebrantes, la ausencia de armonía de colores y formas, todo eso puede oscurecer la manifestación de la unidad del sacerdocio. Y no podemos olvidar que es precisamente esa manifestación la que justificó la ampliación de la facultad de concelebrar.
En el lejano 1965, el cardenal Lercaro, presidente del Consilium ad exsequendam Constitutionem de sacra liturgia, dirigía una carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales, alertando sobre este peligro: considerar la concelebración como un modo de superar dificultades prácticas. Y recordaba cómo podía ser oportuno promoverla en el caso de que favoreciese la piedad de fieles y sacerdotes9.
Es este el último aspecto que querría afrontar muy brevemente. Como afirma Benedicto XVI: “recomiendo a los sacerdotes la celebración diaria de la santa Misa, aun cuando no hubiera participación de fieles. Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada celebración eucarística; y, además, está motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación”10.
Para cada sacerdote, la celebración de la santa Misa es la razón de su existencia. Es, tiene que ser, un encuentro personalísimo con el Señor y con su obra redentora. A la vez, cada sacerdote , en la celebración eucarística, es Cristo mismo presente en la Iglesia como Cabeza de su cuerpo11 y actúa también, en nombre de toda la Iglesia, “cuando presenta la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico”12. Ante la maravilla del don eucarístico, que transforma y configura con Cristo, sólo cabe una actitud de estupor, de gratitud y de obediencia.
El autor nos ayuda a captar con una mayor profundidad y claridad esta realidad admirable. Y a la vez, con la lectura de este libro nos recuerda y nos mueve a tener en cuenta que junto a la concelebración, se encuentra la posibilidad de la celebración individual o la participación en la Eucaristía como sacerdote, pero sin concelebrar. Se trata, en cada circunstancia, de entrar en la liturgia, de buscar la opción que permita entablar más fácilmente el diálogo con el Señor, respetando la estructura de la liturgia misma. Encontramos aquí los límites de un derecho a concelebrar o no, que respeta también el derecho de los fieles en participar en una liturgia donde el ars celebrandi hace posible su actuosa participatio. Tocamos por lo tanto puntos que han de ver con lo que es justo o no. El autor de hecho hace también referencia al Código de Derecho Canónico.
No me queda más que agradecer a monseñor Derville y a las editoriales Palabra y Wilson & Lafleur el libro que hoy tengo el gusto de presentar. Pienso que su lectura ofrece un ejemplo de la justa hermenéutica del Concilio Vaticano II. “Se trata de leer los cambios indicados por el Concilio dentro de la unidad que caracteriza el desarrollo histórico del rito mismo, sin introducir rupturas artificiosas”13. Y constituye una ayuda y estímulo de cara al cometido que el santo Padre ha recordado recientemente a la Congregación que presido: “se dedique principalmente a dar nuevo impulso a la promoción de la Sagrada Liturgia en la Iglesia, según la renovación querida por el Concilio Vaticano II a partir de la Constitución Sacrosanctum Concilium”14. Además estoy seguro que este libro contribuirá a hacer posible, que el Año de la fe, “sea una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía”15.
Antonio Card. Cañizares Llovera
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
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NOTAS
1 BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 3
2 Idem.
3 BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Roma, 7-II-2008.
4 BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 11.
5 BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31-VIII-2006.
6 JUAN PABLO II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 57.
7 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 57.
8 CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 50.
9 Notitiae 1 (1965) 257-264.
10 BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 80.
11 Cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1548.
12 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1552.
13 BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 3.
14 BENEDICTO XVI, Motu proprio Quaerit semper, 30-VIII-2011.
15 BENEDICTO XVI, Motu proprio Porta fide, n. 9.