Transmitir la fe
Alfonso Aguiló
En la propia familia se forja el carácter, la
personalidad, las costumbres... y también se aprende a tratar a Dios. Una tarea
que cada día resulta más necesaria...
Cada hijo es una muestra de confianza de Dios con los padres, que les
encomienda el cuidado y la guía de una criatura llamada a la felicidad eterna.
La fe es el mejor legado que se les puede transmitir; más aún: es lo único
verdaderamente importante, pues es lo que da sentido último a la existencia.
Dios, por lo demás, nunca encarga una misión sin dar los medios imprescindibles
para llevarla a cabo; y así, ninguna comunidad humana está tan bien dotada como
la familia para facilitar que la fe arraigue en los corazones.
El
testimonio personal
La educación de la fe no es una mera enseñanza, sino la transmisión de
un mensaje de vida. Aunque la palabra de Dios es eficaz en sí misma, para
difundirla el Señor ha querido servirse del testimonio y de la mediación de los
hombres: el Evangelio resulta convincente cuando se ve encarnado.
Esto vale de manera particular cuando nos referimos a los niños, que
distinguen con dificultad entre lo que se dice y quién lo dice; y adquiere aún
más fuerza cuando pensamos en los propios hijos, pues no diferencian claramente
entre la madre o el padre que reza y la oración misma: más aún, la oración
tiene valor especial, es amable y significativa, porque quien reza es su madre
o su padre.
Esto hace que los padres tengan todo a su favor para comunicar la fe a
sus hijos: lo que Dios espera de ellos, más que palabras, es que sean piadosos,
coherentes. Su testimonio personal debe estar presente ante los hijos en todo
momento, con naturalidad, sin pretender dar lecciones constantemente.
A
veces, basta con que los hijos vean la alegría de sus padres al confesarse,
para que la fe se haga fuerte en sus corazones. No cabe minusvalorar la
perspicacia de los niños, aunque parezcan ingenuos: en realidad, conocen a sus
padres, en lo bueno y en lo menos bueno, y todo lo que éstos hacen —u omiten—
es para ellos un mensaje que ayuda a formarlos o los deforma.
Benedicto XVI ha explicado muchas veces que los cambios profundos en las
instituciones y en las personas suelen promoverlos los santos, no quienes son
más sabios o poderosos: «En las vicisitudes de la historia, [los santos] han
sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad
de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la
han iluminado siempre de nuevo».
En la familia sucede algo parecido. Sin duda, hay que pensar en cuál es
el modo más pedagógico de transmitir la fe, y formarse para ser buenos
educadores; pero lo decisivo es el empeño de los padres por querer ser santos.
Es la santidad personal la que permitirá acertar con la mejor pedagogía.
«En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos
resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha
en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los
primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la
Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se
comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y
cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir —más
que enseñar— esa piedad a los hijos».
Ambiente
de confianza y amistad
Por otra parte, vemos que muchos chicos y chicas —sobre todo, en la
juventud y adolescencia— acaban flaqueando en la fe que han recibido cuando
sufren algún tipo de prueba. El origen de estas crisis puede ser muy diverso
—la presión de un ambiente paganizado, unos amigos que ridiculizan las
convicciones religiosas, un profesor que da sus lecciones desde una perspectiva
atea o que pone a Dios entre paréntesis—, pero estas crisis cobran fuerza sólo
cuando quienes las sufren no aciertan a plantear a las personas adecuadas lo que
les pasa.
Es importante facilitar la confianza con los hijos, y que éstos
encuentren siempre disponibles a sus padres para dedicarles tiempo. «Los chicos
—aun los que parecen más díscolos y despegados— desean siempre ese
acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la
confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den
jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a
administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar
alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se
avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad,
si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar». No hay que
esperar a la adolescencia para poner en práctica estos consejos: se puede
propiciar desde edades muy tempranas.
Hablar con los hijos es de las cosas más gratas que existen, y la puerta
más directa para entablar una profunda amistad con ellos. Cuando una persona
adquiere confianza con otra, se establece un puente de mutua satisfacción, y
pocas veces desaprovechará la oportunidad de conversar sobre sus inquietudes y
sus sentimientos; que es, por otra parte, una manera de conocerse mejor a uno
mismo. Aunque hay edades más difíciles que otras para lograr esa cercanía, los
padres no deben cejar en su ilusión por «llegar a ser amigos de sus hijos:
amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los
problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable».
En ese ambiente de amistad, los hijos oyen hablar de Dios de un modo
grato y atrayente. Todo esto requiere que los padres encuentren tiempo para
estar con sus hijos, y un tiempo que sea “de calidad”: el hijo debe percibir
que sus cosas nos interesan más que el resto de nuestras ocupaciones. Esto
implica acciones concretas, que las circunstancias no pueden llevar a omitir o
retrasar una y otra vez: apagar la televisión o el ordenador —o dejar,
claramente, de prestarle atención— cuando la chica o el chico pregunta por
nosotros y se nota que quiere hablar; recortar la dedicación al trabajo; buscar
formas de recreo y entretenimiento que faciliten la conversación y vida
familiar, etc.
El misterio
de la libertad
Cuando está por medio la libertad personal, no siempre las personas
hacen lo que más les conviene, o lo que parecería previsible en virtud de los
medios que hemos puesto. A veces las cosas se hacen bien pero salen mal —al
menos, aparentemente—, y sirve de poco culpabilizarse —o echar la culpa a
otros— de esos resultados.
Lo más sensato es pensar cómo educar cada vez mejor, y cómo ayudar a
otros a hacer lo mismo; no hay, en este ámbito, fórmulas mágicas. Cada uno
tiene un modo propio de ser, que le lleva a explicar y plantear las cosas de un
modo diverso; y lo mismo puede decirse de los educandos que, aunque vivan en un
ambiente semejante, poseen intereses y sensibilidades diversas.
Tal variedad no es, sin embargo, un obstáculo. Más aún, amplia los
horizontes educativos: por una parte, posibilita que la educación se encuadre,
realmente, dentro de una relación única, ajena a estereotipos; por otra, la
relación con los temperamentos y caracteres de los diversos hijos favorece la
pluralidad de situaciones educativas.
Por eso, si bien el camino de la fe de es el más personal que existe
—pues hace referencia a lo más íntimo de la persona, su relación con Dios—,
podemos ayudar a recorrerlo: eso es la educación. Si consideramos despacio en
nuestra oración personal el modo de ser de cada persona, Dios nos dará luces
para acertar.
Transmitir la fe no es tanto una cuestión de estrategia o de
programación, como de facilitar que cada uno descubra el designio de Dios para
su vida. Ayudarle a que vea por sí mismo que debe mejorar, y en qué, porque
nosotros propiamente no cambiamos a nadie: cambian ellos porque quieren.
Diversos
ámbitos de atención
Podrían señalarse diversos aspectos que tienen gran importancia para
transmitir la fe. Uno primero es quizá la vida de piedad en la familia, la
cercanía a Dios en la oración y los sacramentos. Cuando los padres no la
“esconden” —a veces involuntariamente— ese trato con Dios se manifiesta en
acciones que lo hacen presente en la familia, de un modo natural y que respeta
la autonomía de los hijos. Bendecir la mesa, o rezar con los hijos pequeños las
oraciones de la mañana o la noche, o enseñarles a recurrir a los Ángeles
Custodios o a tener detalles de cariño con la Virgen, son modos concretos de
favorecer la virtud de la piedad en los niños, tantas veces dándoles recursos
que les acompañarán toda la vida.
Otro medio es la doctrina: una piedad sin doctrina es muy vulnerable
ante el acoso intelectual que sufren o sufrirán los hijos a lo largo de su
vida; necesitan una formación apologética profunda y, al mismo tiempo,
práctica.
Lógicamente, también en este campo es importante saber respetar las
peculiaridades propias de cada edad. Muchas veces, hablar sobre un tema de
actualidad o un libro podrá ser una ocasión de enseñar la doctrina a los hijos
mayores (esto, cuando no sean ellos mismos los que se dirijan a nosotros para
preguntarnos).
Con los pequeños, la formación catequética que pueden recibir en la
parroquia o en la escuela es una ocasión ideal. Repasar con ellos las lecciones
que han recibido o enseñarles de un modo sugerente aspectos del catecismo que
tal vez se han omitido, hacen que los niños entiendan la importancia del
estudio de la doctrina de Jesús, gracias al cariño que muestran los padres por
ella.
Otro aspecto relevante es la educación en las virtudes, porque si hay
piedad y hay doctrina, pero poca virtud, esos chicos o chicas acabarán pensando
y sintiendo como viven, no como les dicte la razón iluminada por la fe, o la fe
asumida porque pensada. Formar las virtudes requiere resaltar la importancia de
la exigencia personal, del empeño en el trabajo, de la generosidad y de la
templanza.
Educar en esos bienes impulsa al hombre por encima de las apetencias
materiales; le hace más lúcido, más apto para entender las realidades del
espíritu. Quienes educan a sus hijos con poca exigencia —nunca les dicen que
“no” a nada y buscan satisfacer todos sus deseos—, ciegan con eso las puertas
del espíritu.
Es una condescendencia que puede nacer del cariño, pero también del
querer ahorrarse el esfuerzo que supone educar mejor, poner límites a los
apetitos, enseñar a obedecer o a esperar. Y como la dinámica del consumismo es
de por sí insaciable, caer en ese error lleva a las personas a estilos de vida
caprichosos y antojadizos, y les introducen en una espiral de búsqueda de
comodidad que supone siempre un déficit de virtudes humanas y de interés por
los asuntos de los demás.
Crecer en un mundo en el que todos los
caprichos se cumplen es un pesado lastre para la vida espiritual, que
incapacita al alma —casi en la raíz— para la donación y el compromiso.
Otro aspecto que conviene considerar es el ambiente, pues tiene una gran
fuerza de persuasión. Todos conocemos chicos educados en la piedad que se han
visto arrastrados por un ambiente que no estaban preparados para superar. Por
eso, es preciso estar pendientes de dónde se educan los hijos, y crear o buscar
entornos que faciliten el crecimiento de la fe y de la virtud. Es algo parecido
a lo que sucede en un jardín: nosotros no hacemos crecer a las plantas, pero sí
podemos proporcionar los medios —abono, agua, etc.— y el clima adecuados para
que crezcan.
Como aconsejaba san Josemaría a unos padres: «procurad darles buen
ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra
conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de vuestra madurez y de
vuestra vejez».
Dar ejemplo,
dedicar tiempo, rezar... la transmisión de la fe a los hijos resulta una tarea
que exige empeño
Cuando se busca educar en la fe, «no cabe separar la semilla de la
doctrina de la semilla de la piedad»: es preciso unir el conocimiento con la virtud,
la inteligencia con los afectos. En este campo, más que en muchos otros, los
padres y educadores deben velar por el crecimiento armónico de los hijos. No
bastan unas cuantas prácticas de piedad con un barniz de doctrina, ni una
doctrina que no fortalezca la convicción de dar el culto debido a Dios, de
tratarle, de vivir las exigencias del mensaje cristiano, de hacer apostolado.
Es preciso que la doctrina se haga vida, que se resuelva en determinaciones,
que no sea algo desligado del día a día, que desemboque en el compromiso, que
lleve a amar a Cristo y a los demás.
Elemento insustituible de la educación es el ejemplo concreto, el
testimonio vivo de los padres: rezar con los hijos (al levantarse, al
acostarse, al bendecir las comidas); dar la importancia debida al papel de la
fe en el hogar (previendo la participación en la Santa Misa durante las
vacaciones o buscando lugares adecuados —que no sean dispersivos— para
veranear); enseñar de forma natural a defender y transmitir su fe, a difundir el
amor a Jesús. «Así, los padres calan profundamente en el corazón de sus hijos,
dejando huellas que los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán
borrar».
Es necesario dedicar tiempo a los hijos: «el tiempo es vida», y la vida
—la de Cristo que vive en el cristiano— es lo mejor que se les puede dar.
Pasear, organizar excursiones, hablar de sus preocupaciones, de sus conflictos:
en la transmisión de la fe, es preciso, sobre todo, “estar y rezar”; y si nos
equivocamos, pedir perdón. Por otro lado, los hijos también han de experimentar
el perdón, que les lleva a sentir que el amor que se les tiene es
incondicional.
De
profesión, padre
Explica Benedicto XVI que los más jóvenes, «desde que son pequeños,
tienen necesidad de Dios y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben
apreciar el valor de la oración y de los ritos, así como intuir la diferencia
entre el bien y el mal. Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más
tierna». Lograr en los hijos la unidad entre lo que se cree y lo que se vive es
un desafío que debe afrontarse evitando la improvisación, y con cierta
mentalidad profesional. La educación en la fe debe ser equilibrada y
sistemática. Se trata de transmitir un mensaje de salvación, que afecta a toda
la persona, y que debe arraigar en la cabeza y el corazón de quien lo recibe: y
esto, entre aquellos a quienes más queremos. Está en juego la amistad que los
hijos tengan con Jesucristo, tarea que merece los mejores esfuerzos. Dios
cuenta con nuestro interés por hacerles asequible la doctrina, para darles su
gracia y asentarse en sus almas; por eso, el modo de comunicar no es algo
añadido o secundario a la transmisión de la fe, sino que pertenece a su misma
dinámica.
Para ser un buen médico no es suficiente atender a unos pacientes: hay
que estudiar, leer, reflexionar, preguntar, investigar, asistir a congresos.
Para ser padres, hay que dedicar tiempo a examinarse sobre cómo mejorar en la
propia labor educadora. En nuestra vida familiar saber es importante, el saber
hacer es indispensable y el querer hacer es determinante. Puede no ser fácil,
pero no cabe auto-engañarse excusándose en las otras tareas que tenemos:
conviene siempre sacar unos minutos al día, o unas horas en periodos de
vacaciones, para dedicarlos a la propia formación pedagógica.
No faltan recursos que pueden ayudar a este perfeccionamiento: abundan
los libros, vídeos y portales de internet bien orientados en los que los padres
encontrarán ideas para educar mejor. Además, son especialmente eficaces los
cursos de Orientación Familiar, que no sólo transmiten un conocimiento, o unas
técnicas, sino que ayudan a recorrer el camino de la educación de los hijos y
el de la mejora personal, matrimonial y familiar. Conocer con más claridad las características
propias de la edad de los hijos, así como el ambiente en el que se mueven sus
coetáneos, forma parte del interés normal por saber qué piensan, qué les mueve,
qué les interpela. En definitiva, permite conocerlos, y eso facilita educarlos
de un modo más consciente y responsable.
Mostrar
la belleza de la fe
Lograr que los hijos interioricen la fe requiere aprovechar las
diferentes situaciones de modo que adviertan la consonancia entre las razones
humanas y las sobrenaturales. Los padres y educadores deben, sí, proponer
metas, pero mostrando la belleza de la virtud y de una existencia cristiana
plena. Conviene, pues, abrir horizontes, sin limitarse a señalar lo que está
prohibido o es obligatorio. Si no fuera así, podríamos inducir a pensar que la
fe es una dura y fría normativa que coarta, o un código de pecados e
imposiciones; nuestros hijos acabarían fijándose «sólo en la parte áspera del
sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es
suave"». Por el contrario, en la educación debe estar muy presente que los
mandamientos del Señor vigorizan a la persona, la aúpan a un desarrollo más
pleno: no son insensibles negaciones, sino propuestas de acción para proteger y
fomentar la vida, la confianza, la paz en las relaciones familiares y sociales.
Es intentar imitar a Jesús en el camino de las bienaventuranzas.
Sería, por eso, un error asociar “motivos sobrenaturales” al
cumplimiento de encargos, o de tareas, o de “obligaciones” que les resultan
costosas. No es bueno, por ejemplo, abusar del recurso de pedir al niño que se
tome la sopa como un sacrificio para el Señor: dependiendo de su vida de piedad
y de su edad, puede resultar conveniente, pero hay que buscar otros motivos que
le muevan. Dios no puede ser el “antagonista” de los caprichos; más bien hay
que intentar que no tengan caprichos, y lleguen a estar en condiciones de
alcanzar una vida feliz, desasida, guiada por el amor a Dios y a los demás.
La familia cristiana transmite la belleza de la fe y del amor a Cristo,
cuando se vive en armonía familiar por caridad, sabiendo sonreír y olvidarse de
las propias preocupaciones para atender a los demás, «a pasar por alto menudos
roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un
gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia
diaria».
Una vida orientada por el olvido propio es, en sí misma, un ideal
atractivo para una persona joven. Somos los educadores los que a veces no nos
lo creemos del todo, tal vez porque aún nos queda mucho que caminar. El secreto
está en relacionar los objetivos de la educación con motivos que nuestros
interlocutores entiendan y valoren: ayudar a los amigos, ser útiles o
valientes… Cada chico tendrá sus propias inquietudes, que haremos aparecer
cuando se planteen por qué vivir la castidad, la templanza, la laboriosidad, el
desprendimiento; por qué ser prudentes con internet, o por qué no conviene que
pasen horas y horas ante los videojuegos. Así, el mensaje cristiano será
percibido en su racionalidad y en su hermosura. Los hijos descubrirán a Dios no
como un “instrumento” con el que los padres logran pequeñas metas domésticas,
sino como quien es: el Padre que nos ama por encima de todas las cosas, y a
quien hemos de querer y adorar; el Creador del universo, al que debemos nuestra
existencia; el Maestro bueno, el Amigo que nunca defrauda, y al que no queremos
ni podemos decepcionar.
Ayudarles
a encontrar su camino
Pero sobre todo, educar en este campo es poner los medios para que los
hijos conviertan su entera existencia en un acto de adoración a Dios. Como
enseña el Concilio, «la criatura sin el Creador desaparece»: en la adoración
encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: «si las gentes no
adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la
historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza…». Promover
esta actitud pasa necesariamente porque los chicos descubran en primera persona
la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde que son pequeños,
propiciando que aprendan a hablar personalmente con Él. ¿No es acaso hacer
oración con los hijos contarles cosas de Jesús y sus amigos, o entrar con ellos
en las escenas del Evangelio, a raíz de algún incidente cotidiano?
En el fondo, fomentar la piedad en los niños quiere decir facilitar que
pongan el corazón en Jesús, que le expliquen los sucesos buenos y los malos;
que escuchen la voz de la conciencia, en la que Dios mismo revela su voluntad,
y que intenten ponerla en práctica. Los niños adquieren estos hábitos casi como
por ósmosis, viendo cómo sus padres tratan al Señor, o lo tienen presente en su
día a día. Pues la fe, más que con contenidos o deberes, tiene que ver en
primer término con una persona, a la que asentimos sin reservas: nos confiamos.
Si se pretende mostrar cómo una Vida —la de Jesús— cambia la existencia del
hombre, implicando todas las facultades de la persona, es lógico que los hijos
noten que, en primer lugar, nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores
de la fe en Jesucristo implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión a
su Persona. Ser un buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha
por ser santo: los hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar
imitarlo.
Los buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean
felices en todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo
cultural, en lo afectivo; es lógico, por tanto, que deseen también que no se
queden en la mediocridad espiritual. No hay proyecto más maravilloso que el que
Dios tiene previsto para cada uno. El mejor servicio que se puede prestar a una
persona —a un hijo de modo muy especial— es apoyarla para que responda
plenamente a su vocación cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él.
Porque no se trata de una cuestión accesoria, de la que depende sólo un poco
más de felicidad, sino que afecta al resultado global de su vida.
Descubrir cómo se concreta la propia llamada a la santidad es hallar «la
piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe»:
es el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de sentido a la
existencia entera. La biografía de un hombre será distinta según la generosidad
con que afronte las distintas opciones que Dios le presentará: pero, en todo
caso, la felicidad propia y la de muchas otras personas dependerá de esas
respuestas.
Vocación
de los hijos, vocación de los padres
La fe es por naturaleza un acto libre, que no se puede imponer, ni
siquiera indirectamente, mediante argumentos “irrefutables”: creer es un don
que hunde sus raíces en el misterio de la gracia de Dios y la libre
correspondencia humana. Por eso, es natural que los padres cristianos recen por
sus hijos, pidiendo que la semilla de la fe que están sembrando en sus almas
fructifique; con frecuencia, el Espíritu Santo se servirá de ese afán para
suscitar, en el seno de las familias cristianas, vocaciones de muy diverso
tipo, para el bien de la Iglesia.
Sin duda, la llamada del hijo puede suponer para los padres la entrega
de planes y proyectos muy queridos. Pero eso no es un simple imprevisto, pues
forma parte de la maravillosa vocación a la maternidad y a la paternidad.
Podría decirse que la llamada divina es doble: la del hijo que se da, y la de
los padres que lo dan; y, a veces, puede ser mayor el mérito de estos últimos,
elegidos por Dios para entregar lo que más quieren, y hacerlo con alegría.
La vocación de un hijo se convierte así en «un motivo de santo orgullo»,
que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así lo
explicaba el Beato Juan Pablo II: «Estad abiertos a las vocaciones que surjan
entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se
digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid
vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas
vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o
vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su
vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una
elección hecha con libertad».
Las decisiones de entrega a Dios germinan en el seno de una educación
cristiana: se podría decir que son como su culmen. La familia se convierte así,
gracias a la solicitud de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica, donde
el Espíritu Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea educadora de
los padres trasciende la felicidad de los hijos, y llega a ser fuente de vida
divina en ambientes hasta entonces ajenos a Cristo.