11/30/12


EL ADVIENTO EN EL AÑO DE LA FE


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+ Juan del Río Martín (Arzobispo castrense de España)

Muchos son los frentes a los que se enfrenta la Iglesia en el siglo XXI. El relativismo y secularismo dominante ha hecho mella en el seno de nuestras comunidades. Estamos asistiendo a una apostasía silenciosa de la fe, a un cansancio en la vida cristiana, a un desaliento paralizante en las nuevas generaciones motivado no sólo por la crisis económica, sino sobre todo por la carencia de fundamentos. En medio de todo este panorama los católicos no debemos vivir como hombres sin esperanza, porque el impulso a seguir esperando, frente a tantas dificultades, nos preserva del egoísmo y nos capacita para seguir aferradosa tres grandes verdades que vertebran el acto de fe: “Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas”. Ante esta realidad, no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que nunca se apaga. No deberíamos olvidar, que cuando desaparece la esperanza del alma, se eclipsa el propio hombre.
La Liturgia es “la escuela” donde el cristiano crece en su fe. La vivencia de los tiempos litúrgicos nos introduce en el misterio del Cristo total. Cada uno de los ciclos resalta aspectos y virtudes esenciales de la vida cristiana. Ahora comenzamos el primero de ellos que es el Adviento, que comprende las cuatro semanas que antecedena laNavidad. Su finalidad es avivar la virtud teologal de la esperanza en nuestros corazones, siendo el motor que nos induce a situarnos en la centralidad de Dios. Pero, ¿de qué Dios estamos hablando? De Aquel que se ha revelado en el nacimiento del Emmanuel (Dios con nosotros). En efecto, dice Benedicto XVI en su reciente libro La infancia de Jesús, Barcelona 2012: “se sabe muy bien quién es Jesús y de dónde viene: es uno más entre nosotros. Es uno como nosotros…su origen es al mismo tiempo notorio y desconocido: es aparentemente fácil dar una explicación y, sin embargo, con ella no se aclara de manera exhaustiva…”p.11. Sólo la fe que excede todo conocimiento, nos da la clave para descubrir la belleza y el gozo del acontecimiento del “Dios humanado”, como Salvador y Redentor de la muerte y el pecado.
Pero la fe sin esperanza no basta para llevarnos a Cristo, porque fácilmente podemos desesperar en el combate contra el mal. Para vivir en esperanza es necesario el amor. Estos son los tres ejes de la existencia cristiana que debemos recuperar con fuerza en este Año de la Fe para abrir unos nuevos tiempos de renovación personal y eclesial. Porque lo que está en juego hoy no es la aparición de nuevas herejías, sino los fundamentos mismos del ser cristiano. Ya no se puede creer por costumbre, sino que hay que creer por convicción. La misión de la nueva evangelización no es sólo anunciar una Buena Noticia a las gentes que la ignoran, sino a muchedumbres que dicen que ya es antigua y que les molesta el propio anuncio del Evangelio que hace la Iglesia.
La pregunta es: ¿cómo persuadimos a un pueblo que ya no cree? Volviendo a las fuentes genuinas de la espiritualidad litúrgica que emana de la celebración del Misterio Pascual. Así, los elementos esenciales del Adviento nos conducen, en primer lugar, a los grandes creyentes que como Abraham y los Profetas depositaron su confianza en Dios en medio de las adversidades. Luego, nos señala como el camino para suscitar la fe en el pueblo no es la prepotencia y la opulencia, sino la humildad y la austeridad del Bautista. Por último, lo que más se admira y provoca la adhesión a Jesucristo, no es un cristianismo facilón y mediocre, sino la alegría del testimonio de fe de los santos y de aquella que es “la Santa de los santos” Maria, la Madre del Mesías, ¡El Señor! Haciendo nuestro este trípode espiritual del Adviento, podemos seguir afirmando aún hoy: “Ésta es la fuerza victoriosa que ha vencido al mundo: nuestra fe”. (1Jn 5,4).

11/29/12


NO SE PUEDE HABLAR DE DIOS Y DE LO QUE HA HECHO EN MI VIDA, SI PRIMERO NO SE HABLA CON ÉL


El Papa ayer en la Audiencia general

Queridos hermanos y hermanas:
La pregunta central que nos hacemos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica, en aquellos corazones con frecuencia cerrados de nuestros contemporáneos, y a esas mentes a veces distraídas por los tantos fulgores de la sociedad? Jesús mismo, nos dicen los evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: "¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?" (Mc. 4,30).
¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que podemos hablar de Dios, porque Él habló con nosotros. La primera condición para hablar de Dios es, por lo tanto, escuchar lo que dijo Dios mismo. ¡Dios nos ha hablado! Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática lejos de nosotros. Dios se preocupa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha autocomunicado hasta encarnarse. Por lo tanto, Dios es una realidad de nuestras vidas, es tan grande que aún así tiene tiempo para nosotros, nos cuida. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el "arte de vivir", el camino a la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef. 1,5; Rom. 8,14). Jesús vino para salvarnos y enseñarnos la vida buena del Evangelio.
Hablar de Dios significa, ante todo, tener claro lo que debemos llevar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y que está presente en la historia; el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con su Evangelio, supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino de acuerdo con el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad --Dios se ha hecho uno de nosotros--, es el método de la Encarnación en la simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como aquello de la parábola del grano de mostaza. No debemos temer a la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y poco a poco la hace crecer (cf. Mt. 13,33). Al hablar de Dios, en la obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, necesitamos una recuperación de la simplicidad, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se acerca a nosotros en Jesucristo hasta la cruz, y que en la resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.
Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo, nos da una lección que va directo al centro de la fe del problema "cómo hablar de Dios", con gran sencillez. En la primera carta a los Corintios escribe: "Cuando fui a ustedes, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciarles el misterio de Dios, pues no quise saber entre ustedes sino a Jesucristo, y éste crucificado" (2,1-2). Así, el primer hecho es que Pablo no está hablando de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado en otro lugar o ha inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla de Dios, que entró en su vida; habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y hablará con nosotros, habla de Cristo crucificado y resucitado.
La segunda realidad es que Pablo no es egoísta, no quiere crear un equipo de aficionados, no quiere pasar a la historia como el director de una escuela de gran conocimiento, no es egoísta, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Pablo habla solo con el deseo de predicar lo que hay en su vida y que es la verdadera vida, que lo conquistó para sí en el camino a Damasco. Por lo tanto, hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquél que nos lo hace conocer, que nos revela su rostro de amor; significa privarse del propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos capaces de ganar a otros para Dios, sino que debemos esperarlo del mismo Dios, pedírselo a Él. Hablar de Dios viene por lo tanto de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con él, en la vida de oración y de acuerdo con los mandamientos.
Comunicar la fe, para san Pablo, no quiere decir presentarse a sí mismo, sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en su vida ya transformada por aquel encuentro: es llevar a aquel Jesús que siente dentro de sí y que se ha convertido en el verdadero sentido de su vida, para que quede claro a todos que Él es lo que se requiere para el mundo, y que es decisivo para la libertad de cada hombre. El apóstol no se contenta con proclamar unas palabras, sino que implica la totalidad de su vida en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios, tenemos que hacerle espacio, en la esperanza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: dejarle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la profunda convicción de que cuanto más lo pongamos al medio a Él, y no a nosotros, tanto más fructífera será nuestra comunicación. Esto también es válido para las comunidades cristianas: ellas están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazón, egoísmos, indiferencia, sino viviendo en las relaciones cotidianas el amor de Dios. Preguntémonos si son realmente así nuestras comunidades. Tenemos que reorientarnos para así, convertirnos en anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.
A este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad habla de su padre –Abbà--, y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los sufrimientos y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo y, diría yo, el anuncio más importante de Jesús es que deja claro que el mundo y nuestra vida valen ante Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación aparece el rostro de Dios y nos muestra cómo en las historias cotidianas de nuestra vida, Dios está presente. Tanto en las parábolas de la naturaleza, del grano de mostaza, del campo con diferentes semillas, o en nuestra vida, pensamos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y de otras parábolas de Jesús. En los evangelios vemos cómo Jesús se interesa de toda situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo, con una confianza plena en la ayuda del Padre. Y que de verdad en esta historia, escondido, Dios está presente; y si estamos atentos podemos encontrarlo.
Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que lo encuentran, ven su reacción ante diferentes problemas, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él, anuncio y vida están entrelazados: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de un relación íntima con Dios Padre. Este estilo se convierte en una indicación fundamental para nosotros los cristianos: nuestro modo en que vivimos la fe y la caridad, se convierten en un hablar de Dios en el presente, porque muestra con una vida vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de lo que decimos con las palabras, que no son solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Y en esto hay que tener cuidado al leer los signos de los tiempos en nuestra época, es decir, identificar el potencial, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la integridad de la creación, y comunicar sin miedo las respuestas que ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es una oportunidad para descubrir, con la imaginación animada por el Espíritu Santo, nuevos caminos a nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la fuerza el evangelio sea sabiduría de vida y orientación de la existencia.
También en nuestro tiempo, un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Const. Dogm. Lumen Gentium, 11; Decr.Apostolicam actuositatem, 11), llamados a redescubrir su misión, asumiendo la responsabilidad de educar, y en el abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios, como una tarea esencial para sus vidas, siendo los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos. Y en esta tarea es importante ante todo ‘la supervisión’, que significa aprovechar las oportunidades favorables para introducir en familia el discurso de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a las muchas influencias a las que están sometidos los niños. Esta atención de los padres es también una sensibilidad para acoger las posibles preguntas religiosas presentes en la mente de los niños, a veces obvias, a veces ocultas.
Luego está ‘la alegría’; la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es la alegría pascual, que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de los problemas, de la incomprensión y de la muerte misma, pero puede ofrecer criterios para la interpretación de todo, desde la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del Evangelio es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos ojos de Dios cada situación. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es una carga, sino una fuente de alegría profunda, es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien, que no hace ruido; sino que proporciona una valiosa orientación para vivir bien la propia existencia. Por último, ‘la capacidad de escuchar y dialogar’: la familia debe ser un ámbito donde se aprende a estar juntos, para conciliar los conflictos en el diálogo mutuo, que está hecho de escuchar y hablar, entenderse y amarse, para ser un signo, el uno para el otro, de la misericordia de Dios.
Hablar de Dios, por lo tanto, significa entender con la palabra y con la vida que Dios no es un competidor de nuestra existencia, sino que es el verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana. Así que volvemos al principio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y con la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, aquel Dios que nos ha mostrado un amor tan grande hasta encarnarse, morir y resucitar para nosotros; ese Dios que nos invita a seguirlo y dejarse transformar por su inmenso amor, para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; aquel Dios que nos ha dado la Iglesia, para caminar juntos y, a través de la Palabra y de los sacramentos, renovar la entera Ciudad de los hombres, con el fin de que pueda convertirse en Ciudad de Dios.

11/28/12



Educación del deseo como camino



hacia la fe   




¿Qué es lo que de verdad pueda saciar el deseo del hombre? Benedicto XVI trata de responder a esta pregunta remitiendo a la argumentación de su encíclica primera ‘Deus caritas est’

      Dice Robert Spaemann que en la educación no se trata solo de enseñar a defender los propios intereses, sino, antes y sobre todo, a tener intereses, a interesarse por algo; «pues quien ha aprendido a defender sus intereses, pero en realidad no se interesa nada más que por él, no puede ser ya más feliz» (Etica: Cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 2010, p. 48).
      Sin duda los intereses tienen que ver con los deseos. Por eso es también interesante la educación de los deseos. Es el tema que ha abordado Benedicto XVI en su audiencia general del 7 de noviembre. En ella se ha referido al «deseo de Dios», como «un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana». Inscrito por Dios en el corazón humano, este deseo hace que sólo en Dios el hombre puede encontrar la verdad y la felicidad que no cesa de buscar (cf.Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27).
      Esa afirmación del Catecismo es aceptada por muchas culturas como algo evidente, pero «en cambio podría parecer una provocación en el ámbito de la cultura occidental secularizada». De hecho, señala el Papa, muchos de nuestros contemporáneos podrían objetar que no advierten tal deseo de Dios por ninguna parte. Para muchos sectores de la sociedad, Dios no es deseado sino más bien les deja indiferentes, hasta el punto de pensar que no vale la pena ni siquiera pronunciarse acerca de Él. «En realidad —constata Benedicto XVI—, lo que hemos definido como ‘deseo de Dios’ no ha desaparecido del todo y se asoma todavía hoy, de muchos modos, al corazón del hombre».

¿Qué es el bien?: aquello que se desea

      Y entrando en un tema nuclear para la ética, apunta el Papa que el deseo humano, si bien se dirige a “bienes” concretos y frecuentemente diversos a los espirituales, sin embargo se interroga sobre lo que verdaderamente es “el” bien; y por tanto se confronta con algo que no es uno mismo, algo que el hombre no puede construir sino que está llamado a reconocer. En efecto, según Aristóteles, el bien es aquello que todos los seres apetecen; aquello que deseamos porque nos atrae, nos gusta, nos perfecciona. Pero, se pregunta Benedicto XVI, ¿qué es lo que de verdad pueda saciar el deseo del hombre? Trata de responder a esta pregunta remitiendo a la argumentación de su encíclica primera Deus caritas est.

El sentido del amor humano

      Una de las experiencias donde esto se manifiesta es en el amor humano entre un hombre y una mujer. En nuestra época el amor humano se percibe como experiencia de éxtasis, salida de sí mismo, lugar en el que el hombre advierte que es atravesado por un deseo que lo supera. ¿Qué sentido tiene esta experiencia del amor humano?
      «A través del amor —señala Benedicto XVI— el hombre y la mujer experimentan de modo nuevo, uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo real». Y añade que en el auténtico amor es posible experimentar el deseo por el bien del otro como camino para el propio bien. Y esto lleva a renunciar a uno mismo para servir al otro. De esta manera «la respuesta a la pregunta por el sentido de la experiencia del amor pasa, por tanto, a través de la purificación y la curación del querer, pedida por el bien mismo que se quiere para el otro». Bien entendido, observa el Papa, que uno debe ejercitarse, adiestrarse e incluso corregirse para que ese bien pueda ser verdaderamente querido.
      Así que, en el amor humano, el éxtasis inicial se ha de traducir en peregrinación, en «como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Deus caritas est, n. 6).
      Se trata de un camino que debe recorrer cada uno de los que se aman para profundizar en su amor. El deseo de amor que alberga el corazón humano, nota Benedicto XVI, es tan grande que ni siquiera la persona amada puede satisfacerlo, aunque no se trata de rechazarla para buscar otra cosa distinta de ella, sino de amarla más auténticamente: «Cuanto más auténtico es el amor por el otro, tanto más ese amor descubre la interrogación sobre su origen y destino, sobre la posibilidad de que dure para siempre». Con otras palabras: «la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que remite más allá de sí mismo, es la experiencia de un bien que lleva a salir de sí mismo y a encontrarse frente al misterio que envuelve la entera existencia».

Peregrino del absoluto

      Consideraciones similares, dice el Papa, podrían hacerse a propósito de otras experiencias humanas como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el conocimiento«Todo deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que nunca se sacia plenamente». Indudablemente desde este deseo no se puede llegar directamente a la fe. El hombre conoce, en estas experiencias, «lo que no le sacia, pero no es capaz de imaginar o definir lo que le haría experimentar aquella felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón». En este sentido, «el hombre es un buscador del Absoluto, un buscador con pasos pequeños e inciertos». Pero su «corazón inquieto» testimonia que es un «ser religioso» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 28), un «mendigo de Dios»; testimonia que, como decía Pascal«el hombre sobrepasa infinitamente al hombre».
      En palabras de Benedicto XVI: «Los ojos reconocen a los objetos cuando estos son iluminados por la luz. De ahí nace eldeseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo y con ellas enciende el sentido de la belleza».
      De todo esto deduce el Papa consecuencias para la educación. También en nuestra época, aparentemente tan resistente a la trascendencia, cabe abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso, por medio de una «pedagogía del deseo». Es un camino, dice, que podría tener al menos dos aspectos.

Aprender a gustar las alegrías auténticas

      Por un lado, «aprender o reaprender el gusto por las alegrías auténticas de la vida». Las auténticas, porque no todas las alegrías producen el mismo efecto. Unas dejan una huella positiva, pueden pacificar el ánimo, nos hacen más activos y generosos. Otras en cambio parece que decepcionan nuestras expectativas y quizá dejan tras de sí amargura, insatisfacción y sensación de vacío. Por eso hay que «educar desde la tierna edad para saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la existencia –la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por la belleza de la naturaleza–, todo esto significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplastamiento hoy tan difundidos».
      También los adultos, señala Benedicto XVI, necesitan redescubrir estas alegrías, desear las realidades auténticas,purificándose de la mediocridad en la que pueden encontrarse enredados. Así les sería más fácil rechazar aquellas atracciones aparentes, pero insípidas, que son fuentes de adicción y no de libertad. Y de esa manera podrá surgir el deseo de Dios del que hablamos.

No satisfacerse con lo logrado

      Un segundo aspecto que va de la mano con el anterior, dice el Papa, es «nunca estar satisfecho con lo que se ha logrado». Y esta sana inquietud solamente puede ser liberada en nosotros por las alegrías verdaderas, de modo que nos lleve«a ser más exigentes –querer un bien superior, más profundo–, para percibir más claramente que nada finito puede llenar nuestro corazón». Así aprendemos también a someternos al bien que nosotros no podemos construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; y a no dejarnos desanimar por el cansancio o los obstáculos que vienen de nuestros pecados. «Todos —concluye—tenemos necesidad de seguir un camino de purificación y de curación del deseo». Somos peregrinos hacia el pleno bien, eterno, y debemos sentirnos hermanos y compañeros de viaje, incluso de aquellos que no creen pero buscan sinceramente, siguiendo su deseo de verdad y de bien.
      Todo esto no son palabras bonitas. Decir eso es expresar la propuesta cristiana desde una vida que se esfuerza por ser coherente. Una propuesta que rezuma amor a la libertad y a la Cruz, corazón grande, clarividencia teológica y educativa.

11/27/12


LA COMUNICACIÓN ES NECESARIA PARA LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


Padre José Antonio Pérez SSP

El pasado mes de octubre se celebró la XIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, con el lema: “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Desde hace años la terminología “nueva evangelización” resulta ya familiar para los creyentes, especialmente desde que el beato Juan Pablo II empezó a usarlo repetidas veces. De hecho, la convocatoria del Sínodo con este tema no es sino uno de los frutos concretos de la necesidad que el pueblo de Dios sentía desde hace tiempo, un intento de responder a los retos actuales planteados por el agnosticismo y la indiferencia religiosa.
“¿Por qué la media europea de católicos practicantes ha pasado de más del 70% en la primera mitad del siglo XX a menos del 10% en los albores del nuevo milenio? ¿Por qué tenemos más funerales de bautismos? ¿Por qué Europa corre el riesgo de convertirse en un continente postcristiano?”, se preguntaba hace unos meses Robert Cheaib, en la edición italiana de ZENIT (ver: http://www.zenit.org/article-32734?l=italian).
Sin duda hay que tener en cuenta la complejidad de los elementos que han llevado a la situación actual; pero esta realidad exige a los cristianos una autocrítica seria que, sin embargo, no debería desembocar en el pesimismo, sino en un impulso para elevar la fe a una eficaz toma de conciencia del mandato de la evangelización que todo cristiano ha recibido.
Una fe que se transforma en evangelización
Nace, pues, espontánea la necesidad de una “nueva evangelización”, que no puede ser solo una palabra bonita, una moda, y ni siquiera una ola de entusiasmo que pasa sin dejar huella, sino que debe ir al fondo de lo que habría que hacer, cambiar y recuperar para un anuncio eficaz del Evangelio hoy.
“El mundo necesita una nueva, larga y profunda evangelización”. Esta frase, que parecería haber sido pronunciada por uno de los participantes en el reciente Sínodo, fue escrita por el beato Santiago Alberione en 1926. Y él mismo afirmaba en 1950: “El apostolado es la flor de un verdadero amor a Dios y a las almas... Supone un corazón ardiente, que no puede contener y comprimir el fuego interior: por eso, se extiende y se manifiesta en todas las formas acordes con la Iglesia...”.
Ciertamente, nos encontramos ante una empresa colosal, que afecta a todos, pero “no es tarea de aficionados, sino de verdaderos apóstoles”.
“Hoy el gran mundo, los jóvenes, la clase dirigente --constataba el padre Alberione--, reciben diariamente otras doctrinas, escuchar otras teorías en la radio, asisten a toda clase de exhibiciones de cine, ven la televisión... generalmente amoral o inmoral. El sacerdote predica a un pequeño rebaño, con iglesias casi vacías en muchas regiones... Nos dejan los templos cuando nos los dejan, y se llevan las almas”. Y en 1960 afirmaba: “La prensa, el cine, la radio, la televisión son hoy las más urgentes, las más rápidas y eficaces obras del apostolado católico. Puede que los tiempos nos reserven otros medios mejores. Pero en la actualidad parece que el corazón del apóstol no podría desear nada mejor para dar a Dios a las almas y las almas a Dios”.
El desafío de la comunicación
El reciente Sínodo ha reconocido una vez más que el uso de los medios de comunicación social juega un papel fundamental para llegar a todos con el mensaje de la salvación e insiste en la necesidad de una formación adecuada: “En este campo, especialmente en el mundo de las comunicaciones electrónicas, es necesario que los cristianos convencidos sean formados, preparados y capacitados para transmitir fielmente el contenido de la fe y la moral cristiana. Deben tener la capacidad de hacer un buen uso de las lenguas y las herramientas actuales que están disponibles para la comunicación en la aldea global... La educación para el uso racional y constructivo de los medios de comunicación social, es una herramienta importante para la nueva evangelización” (cfr. Prop. No. 18).
La apertura a los signos de los tiempos hizo del beato Alberione un verdadero profeta en diversos campos de la vida de la Iglesia (el papel de la mujer y de los laicos en la Iglesia, la crisis de fe y práctica religiosa, la crisis de vocaciones, la necesidad de llevar la palabra de Dios al centro de la vida cristiana...). Pero especialmente lo abrió a los medios más rápidos y eficaces para la evangelización. Convencido de la necesidad de “salvar a los hombres de hoy con los medios de hoy”, adoptó la comunicación de todos los tiempos con la convergencia de las diversas formas de apostolado de su Familia religiosa.
Pablo VI lo reconoció abiertamente cuando, en presencia del Fundador, afirmó en 1969: “Ahí lo tenéis: humilde, silencioso, incansable, siempre vigilante, siempre recogido en sus pensamientos, que corren de la oración a la acción, siempre pendiente de escudriñar los signos de los tiempos, es decir, las formas más geniales para llegar a las almas. Nuestro padre Alberione ha dado a la Iglesia nuevos instrumentos para expresarse, nuevos medios para dar fuerza y amplitud a su apostolado, nuevas capacidades y nueva toma de conciencia de la validez y las posibilidades de su misión en el mundo moderno y con los medios modernos”.
No simples subsidios, sino verdadera evangelización
En la línea de pensamiento del Magisterio, es más actual que nunca la intuición del Fundador de la Familia Paulina cuando habla de la “predicación escrita junto a la predicación oral”, que se traduce en el uso de la comunicación no como simple “medio”, sino como “una nueva forma de evangelización”. Como ha dicho Benedicto XVI, “no cambia solo el modo de comunicar, sino la comunicación misma”; y por tanto invita no solo “a expresar el mensaje evangélico en el lenguaje de hoy”, sino también a “pensar la relación entre la fe, la vida de la Iglesia y los cambios” actuales.
No se trata de usar la comunicación solo como un “lenguaje” sino de “pensar” en un modo nuevo de expresar la fe. Es la gran intuición del beato Santiago Alberione: la “preocupación pastoral” de la comunicación, entendida no solo como una de varias formas de llevar a cabo la labor pastoral, sino como una “nueva evangelización” integral, de la que el mundo tiene hoy más urgencia que nunca: “El mundo necesita una nueva, larga y profunda evangelización”. No solo nueva, sino también larga y profunda.

11/26/12


AL FINAL EL SEÑOR OFRECERÁ A DIOS A LOS QUE VIVIERON eL MANDAMIENTO DEL AMOR


El Papa ayer durante el rezo del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la Iglesia celebra a Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Esta solemnidad está ubicada al final del año litúrgico y resume el misterio de Jesús, “primogénito de entre los muertos y dominador de todos los poderosos de la tierra" (Oración Colecta Año B), ampliando nuestra mirada hacia la plena realización del Reino de Dios, cuando Dios será todo en todos (cf. 1 Cor. 15,28). San Cirilo de Jerusalén dice: “No solo proclamamos la primera venida de Cristo, sino también una segunda mucho más hermosa que la primera. La primera, de hecho, fue una demostración de sacrificio, la segunda porta la diadema de la realeza divina; ...en la primera fue subordinado a la humillación de la cruz, en la segunda es rodeado y glorificado por una multitud de ángeles” (Catequesis XV, 1 Illuminandorum, De Secundo Christi adventu: PG 33, 869 A).
Toda la misión de Jesús y el contenido de su mensaje consiste en la proclamación del Reino de Dios, de instaurarlo en medio de los hombres con signos y prodigios. “Pero --como ha recordado el Concilio Vaticano II--, sobretodo el Reino se manifiesta en la misma persona de Cristo” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 5), quien lo ha instaurado a través de su muerte en la cruz y su resurrección, con lo cual se ha manifestado como Señor y Mesías y Sacerdote para siempre. Este Reino de Cristo fue confiado a la Iglesia, que es "semilla" y "principio" y tiene la tarea de anunciarlo y proclamarlo entre las personas, con el poder del Espíritu Santo (cf. Ibid.). Al final del tiempo establecido, el Señor presentará a Dios Padre el Reino, y le ofrecerá a todos los que han vivido de acuerdo al mandamiento del amor.
Queridos amigos, todos estamos llamados a prolongar la obra salvífica de Dios, convirtiéndonos al Evangelio, situándonos con decisión detrás de aquel Rey que no vino para ser servido sino para servir, y para dar testimonio de la verdad (cf. Mc. 10,45; Jn. 18,37).
En esta prospectiva, les invito a todos a orar por los seis nuevos cardenales que he creado ayer, a fin de que el Espíritu Santo les refuerce en la fe y en la caridad y les colme de sus dones, para que vivan su nueva responsabilidad como un mayor compromiso a Cristo y a su Reino. Estos nuevos miembros del Colegio Cardenalicio representan la dimensión universal de la Iglesia: son pastores de las Iglesias en el Líbano, en la India, Nigeria, Colombia, y en las Filipinas, y uno de ellos ha estado por largo tiempo al servicio de la Santa Sede.
Invocamos la protección de la Santísima Virgen sobre cada uno de ellos y los fieles confiados a su servicio. La Virgen nos ayude a todos a vivir el momento presente esperando el regreso del Señor, pidiendo con fuerza a Dios: "Venga tu reino", y cumpliendo con las obras de la luz que nos acercan cada vez más al Cielo, conscientes de que, en los turbulentos eventos de la historia, Dios continua a construir su Reino de amor.

EL PODER SIN OCASO DEL VERDADERO MESÍAS ES EL DE LA VERDAD Y EL AMOR


Homilía del Papa en la concelebración eucarística con los seis neocardenales

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, se enriquece con la recepción en el Colegio cardenalicio de seis nuevos miembros que, según la tradición, he invitado esta mañana a concelebrar conmigo la Eucaristía. Dirijo a cada uno de ellos mi más cordial saludo, agradeciendo al Cardenal James Michael Harvey sus amables palabras en nombre de todos. Saludo a los demás purpurados y a todos los obispos presentes, así como a las distintas autoridades, señores embajadores, a los sacerdotes, religiosos y a todos los fieles, especialmente a los que han venido de las diócesis encomendadas al cuidado pastoral de los nuevos cardenales.
En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue creado el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y manifestará plenamente su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres. Las tres lecturas de hoy nos hablan de este reino. En el pasaje evangélico que hemos escuchado, sacado de la narración de san Juan, Jesús se encuentra en la situación humillante de acusado, frente al poder romano. Ha sido arrestado, insultado, escarnecido, y ahora sus enemigos esperan conseguir que sea condenado al suplicio de la cruz. Lo han presentado ante Pilato como uno que aspira al poder político, como el sedicioso rey de los judíos. El procurador romano indaga y pregunta a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18,33). Jesús, respondiendo a esta pregunta, aclara la naturaleza de su reino y de su mismo mesianismo, que no es poder mundano, sino amor que sirve; afirma que su reino no se ha de confundir en absoluto con ningún reino político: «Mi reino no es de este mundo… no es de aquí» (v. 36).
Está claro que Jesús no tiene ninguna ambición política. Tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar el poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el reino de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la violencia. Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor, resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar (cf. Jn 6,1-15). En la narración de la pasión vemos cómo también los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la fuerza. En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo (cf. Jn 18,10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra.
Y es esta la razón de que un hombre de poder como Pilato se quede sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace una pregunta que le parecería una paradoja: «Entonces, ¿tú eres rey?». ¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones? Pero Jesús responde de manera afirmativa: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18,37). Jesús habla de rey, de reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no comprende: ¿Puede existir un poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? Jesús ha venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha venido para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.
Esta perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un personaje misterioso que está entre el cielo y la tierra: «Vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará» (7,13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder absoluto que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión mesiánica, se ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías, poder que no tiene ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los reinos de la tierra que surgen y caen, sino el de la verdad y el amor. Así comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y revelada de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la verdad, la única que da a todas las cosas su luz y su grandeza.
En la segunda lectura, el autor del Apocalipsis afirma que también nosotros participamos de la realeza de Cristo. En la aclamación dirigida a aquel «que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre» declara que él «nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (1,5-6). También aquí aparece claro que no se trata de un reino político sino de uno fundado sobre la relación con Dios, con la verdad. Con su sacrificio, Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios: en él hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. El autor del Apocalipsis amplia su mirada hasta la segunda venida de Cristo para juzgar a los hombres y establecer para siempre el reino divino, y nos recuerda que la conversión, como respuesta a la gracia divina, es la condición para la instauración de este reino (cf. 1,7). Se trata de una invitación apremiante que se dirige a todos y cada uno de nosotros: convertirse continuamente en nuestra vida al reino de Dios, al señorío de Dios, de la verdad. Lo invocamos cada día en la oración del «Padre nuestro» con las palabras «Venga a nosotros tu reino», que es como decirle a Jesús: Señor que seamos tuyos, vive en nosotros, reúne a la humanidad dispersa y sufriente, para que en ti todo sea sometido al Padre de la misericordia y el amor.
Queridos y venerados hermanos cardenales, de modo especial pienso en los que fueron creados ayer, a vosotros se os ha confiado esta ardua responsabilidad: dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus potencias. Sed imitadores de Jesús, el cual, ante Pilato, en la situación humillante descrita en el Evangelio, manifestó su gloria: la de amar hasta el extremo, dando la propia vida por las personas que amaba. Ésta es la revelación del reino de Jesús. Y por esto, con un solo corazón y una misma alma, rezamos: «Adveniat regnum tuum». Amén.

11/25/12


El celibato sacerdotal


y otras cuestiones



Sólo en un ambiente de generosidad y de trascendencia puede prender en un joven –libremente– la llamada al sacerdocio

Un porqué del celibato sacerdotal

      Un reciente artículo ha sacado a relucir, una vez más, el manido debate sobre el celibato de los sacerdotes de la Iglesia Católica latina. No es que me guste el debate, y menos con alguien que abusa de calificativos denigratorios para todos los que no piensan como él, con juicios superficiales e injustos, además de ofensivos. Por ello, prefiero mantenerme en una correcta línea de argumentos, orientados a explicar y convencer más que a desacreditar.

      Los sacerdotes ordenados por la Iglesia son ordinariamente elegidos entre fieles que viven célibes, y que tienen intención expresa de guardar siempre el celibato por el Reino de los cielos. Lo plantea así el Catecismo de la Iglesia (n. 1579), recogiendo una cita directa del Evangelio (Mt 19,14), y así se ha vivido durante los últimos dos tercios de su historia.
      Sin embargo, cada vez que surge un movimiento reformista dentro del seno eclesial, lo inmediato que propone —como primera medida de cualquier reforma—, es la supresión del celibato; como si ello arreglase la totalidad de los problemas.

      Se aduce, como argumento, el ejemplo del protestantismo de países centroeuropeos, con sus pastores casados y con un puesto bien remunerado gracias a la financiación estatal. Si se permitiera el matrimonio a los presbíteros católicos —dicen—, podría subsanarse la falta de vocaciones sacerdotales que se advierte en esos países. ¡Cómo es posible que la Iglesia Católica se obstine en mantener una ley eclesiástica que impide que los fieles cuenten con suficientes pastores!

      El argumento se viene abajo por su propio peso. Primeramente porque no es ese —ni mucho menos— el argumento principal que sostiene el celibato sacerdotal católico. Y además, en concreto, porque los datos de vocaciones que ofrecen esas comunidades, no parece ir en la optimista dirección que desearían; la crisis de vocaciones también causa preocupación en las Confesiones protestantes: las nuevas vocaciones ya no cubren las vacantes pastorales de la última década. El celibato no es pues la causa de que falten jóvenes católicos que vean en el sacerdocio un camino atractivo; hay que buscar en otras direcciones.

      Las causas se derivan del ambiente agnóstico que inunda la sociedad occidental. Acomodada en exceso, por un desarrollo mal controlado —que nos ha conducido a la crisis que todos lamentamos—, la cultura ofrece exclusivamente recompensas materiales; reduciendo toda dimensión espiritual a simple mito. La falta de vocaciones al sacerdocio se debe, pues, a una deficiente educación ética, y a la ausencia de un clima espiritual que alimente los ideales de servicio que bullen en un corazón joven. Sólo en un ambiente de generosidad y de trascendencia puede prender en un joven —libremente— la llamada al sacerdocio. Para comprobarlo basta mirar el creciente número de seminaristas y sacerdotes que surge en ambientes católicos de Asia, África o Latinoamérica, que no padecen la señalada sequía espiritual de los países de la vieja Europa.

      Por otro lado, entre las razones favorables al celibato sacerdotal, la Iglesia Católica latina aduce el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, tal como se desprende de los Evangelios. Ante esto, no faltan quienes insisten en hacer reaparecer, a la menor oportunidad, las fábulas sobre el matrimonio de Jesús. Hace unos días, una historiadora americana presentó un documento, procedente de un coleccionista anónimo, que volvía a sacar el recurrente tema, que tanto éxito tiene en USA; país donde cualquier escándalo reporta pingües beneficios. La propia investigadora se apresuró a afirmar que la expresión «Jesús les dijo, mi esposa...», contenida en el fragmento encontrado, quizá perteneciente al Evangelio apócrifo La Esposa de Jesús«no era una prueba histórica de que Jesús tuviera una esposa». Y no es que suponer a Jesús casado sea —en sí mismo— una herejía o motivo de escándalo; es que contradecir veinte siglos de historia homogénea es, por lo menos, muy aventurado.

      Las ocho líneas visibles del fragmento de cuatro por ocho centímetros escritas con tinta negra en copto, ahora aparecidas, es sólo una pequeña muestra de la vida de los antiguos cristianos. Será necesario investigar con rigor, el contexto teológico y científico-histórico de esos documentos. A pesar de las novelas de ficción, no hay verdad que pueda ocultarse durante veinte siglos. Los historiadores más rigurosos están de acuerdo en que, según las fuentes de que disponemos, Jesús de Nazaret no contrajo matrimonio; el silencio elocuente sobre tal posibilidad, contrasta con un evangelio que habla sin dificultad de su familia, de sus amigos o de sus Apóstoles, alguno de ellos casado. Y no porque Jesús menospreciara el matrimonio; al revés: reclamó para él su máxima dignidad original (Mt 19,1-12).

      La Tradición inmediata, que conocía a Jesús de primera mano, nunca habló de tal posible matrimonio; se atuvo simplemente a dar noticia de la realidad histórica, tal como llegó hasta ellos. Si hubieran querido obviar aspectos comprometedores para la fe, los evangelistas habrían silenciado antes muchos pasajes que se podían entender mal: el Bautismo por Juan el Bautista, administrado para redimir los pecados; la presencia de mujeres entre las personas que se relacionaban con él frecuentemente, etc.

      Es cierto —como dice el articulista a que nos referimos— que era práctica común entre los rabinos, contraer matrimonio y formar una familia. Pero, según los historiadores de aquel tiempo, tampoco era extraño que algunos judíos admitieran o escogieran el celibato, siguiendo tradiciones que presentaban así a personajes como Jeremías. El mismo Juan Bautista, primo de Jesús, siguió esta regla influido quizá por los esenios.

      Por fin, al margen de cuestiones históricas, la razón profunda que hace plausible y conveniente el celibato de Jesús, tiene que ver con el cometido que vino a desempeñar, según su propio testimonio. Él vino para redimir a la humanidad y, para ello, el celibato era la mejor opción: con él subrayó la singularidad de su misión, frente al judaísmo de su tiempo, y sin minusvalorar un ápice el matrimonio, prefirió dedicar su vida íntegramente al Reino de los cielos que venía a instaurar. El amor de Dios y el amor a Dios, que Él encarnó, estaba por encima de todo lo demás; y Jesús quiso ser célibe para significar mejor ese amor supremo.

      La Iglesia Católica así lo entiende, considerando el celibato sacerdotal como un signo del compromiso de entrega total a Dios y a los hombres, que asumen quienes son llamados al sacerdocio.

11/24/12


JESUCRISTO, 

REY Y TESTIGO DE LA VERDAD


 Jesús Álvarez (Evangelio de la solemnidad de Cristo Rey/B)

Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el Rey de los judíos?" Jesús le contestó: "¿Viene de ti esta pregunta o repites lo que te han dicho otros de mí?" Pilato respondió: "¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los jefes de los sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?" Jesús contestó: "Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera rey como los de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reinado no es de acá". Pilato le preguntó: "Entonces, ¿tú eres rey?" Jesús respondió: "Tú lo has dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz". (Jn 18,33-37)
Ante Pilato, Jesús identifica su dignidad real con la de testigo de la verdad. Para Jesús el ser testigo de la verdad consiste en dar a conocer el amor de Dios hacia los hombres y llevar a los hombres al reino temporal y eterno de Dios. Esa es la verdad real que testimonia Cristo Rey, y con Él todos sus verdaderos súbditos, discípulos, cristianos auténticos.
Jesús es el único Rey verdadero, principio, conductor y “fin de la historia..., centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones” (Gaudium et Spes 45). Es Rey de todo lo creado visible e invisible, pues todo es obra suya.
Es Rey de amor, de sufrimiento y de gloria. Rey de la vida y la verdad, de la justicia y la paz, del amor y la libertad, de la dignidad humana y la fraternidad universal... Rey crucificado y resucitado, presente y actuante en la historia de la humanidad y de cada persona humana.
Los reyes y gobernantes de este mundo se apoyan en los ejércitos, en las armas, en el dinero, en el poder, en la mentira, en la injusticia, en la represión, en la corrupción, en la esclavitud, en la violencia, en el odio. Y a menudo edifican el bienestar propio y el de sus pueblos ricos sobre la explotación y muerte de pueblos pobres.
Y no pueden escuchar la palabra de Jesús ni comprender su poder fundado en el amor, en el servicio, en la cruz y en la resurrección. Eso para ellos equivale a fracaso total.
Por otra parte Jesús, Rey crucificado, desestima la lucha por el poder y las riquezas entre los hombres religiosos al amparo de la religión. El “INRI” (Jesús Nazareno Rey de los Judíos) sobre la cabeza de Jesús es la mejor vacuna contra la ambición de poder y riqueza; ambición que se filtra fácilmente en la Iglesia y en todo cristiano, como les sucedió ya a los primeros discípulos de Cristo.
El reino de Jesús no es monopolio de la Iglesia católica ni de las demás Iglesias. En él tienen cabida todos “los que adoran a Dios en espíritu y en verdad”, todas las personas de buena voluntad, los que buscan y promueven lealmente todo lo bueno, lo verdadero, lo noble y lo justo, los valores del reino de Cristo.
Este reino crece incesante e imperceptiblemente en medio de grandes dificultades y persecuciones, pero no puede ser destruido por los poderes de este mundo, como lo intentan una y otra vez, sin éxito, desde hace siglos. Solamente los humildes, mansos y sufridos, unidos a su Rey, pueden sostenerlo, hacerlo crecer y llevarlo al éxito triunfal y eterno.
Para seguir de verdad a Cristo Rey, necesitamos una apertura acogedora y amorosa a la vida, al hombre y a los valores de su Reino, indispensables para una existencia digna en la tierra, que nos garantice la vida eterna en el paraíso, el Reino de los cielos.
El reino de Dios --que es la verdad última del hombre--, se juega en el corazón de cada ser humano. ¿Cómo podríamos jugar a ganar o perder nuestro Reino eterno? “El Reino de Dios requiere esfuerzo para conquistarlo, y solamente los esforzados pueden alcanzarlo” (Mt 11, 12).Por algo san Pablo nos urge: “Trabajen con temor y seriedad por su salvación”. (Flp. 2, 12). Y se puede añadir: y por la salvación de los otros, para así garantizar en parte la nuestra.

11/23/12


LOS OBISPOS ESPAÑOLES REITERAN QUE ''LA ACTUAL LEGISLACIÓN ESPAÑOLA REFERENTE AL MATRIMONIO ES GRAVEMENTE INJUSTA''


La Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, ante la sentencia del Tribunal Constitucional del pasado 6 de noviembre, se ve en el deber de recordar que “la actual legislación española referente al matrimonio es gravemente injusta”.
“Lo es –añaden los obispos- porque no reconoce netamente la institución del matrimonio en su especificidad, y no protege el derecho de los contrayentes a ser reconocidos en el ordenamiento jurídico como “esposo” y “esposa”; ni garantiza el derecho de los niños y de los jóvenes a ser educados como “esposos” y “esposas” del futuro; ni el derecho de los niños a disfrutar de un padre y de una madre en el seno de una familia estable. No son leyes justas las que no reconocen ni protegen estos derechos tan básicos sin restricción alguna. Por eso, es urgente la reforma de nuestra legislación sobre el matrimonio[1].
Como ya afirmaron en en el documento “La verdad del amor humano”: «No podemos dejar de afirmar con dolor, y también sin temor a incurrir en exageración alguna, que las leyes vigentes en España no reconocen ni protegen al matrimonio en su especificidad. Asistimos a la destrucción del matrimonio por vía legal. Por lo que, convencidos de las consecuencias negativas que esa destrucción conlleva para el bien común, alzamos nuestra voz en pro del matrimonio y de su reconocimiento jurídico. Recordamos además que todos, desde el lugar que ocupamos en la sociedad, hemos de defender y promover el matrimonio y su adecuado tratamiento por las leyes»[2].
Renuevan su llamada “a los políticos para que asuman su responsabilidad”. “La recta razón –subrayan- exige que, en esta materia tan decisiva todos actúen de acuerdo con su conciencia, más allá de cualquier disciplina de partido. Nadie puede refrendar con su voto leyes que dañan tan gravemente las estructuras básicas de la sociedad. Los católicos, en particular, deben tener presente que, como servidores del bien común, han de ser también coherentes con su fe”[3].
“Sin la familia --explican--, sin la protección del matrimonio y de la natalidad, no habrá salida duradera de la crisis. Así lo pone de manifiesto el ejemplo admirable de la solidaridad de tantas familias en la que abuelos, hijos y nietos se ayudan a salir adelante como solo es posible hacerlo en el seno de una familia estable y sana”[4].
“En la vida conyugal y familiar se juega el futuro de las personas y de la sociedad. Expresamos de nuevo a las familias que más sufren la crisis económica, con problemas de vivienda, falta de trabajo, pobreza, etc., nuestra cercanía y la de toda la comunidad católica. Estamos junto a ellas compartiendo nuestros bienes, nuestro afecto y nuestra oración. Del mismo modo, renovamos nuestro compromiso por activar la dimensión caritativa de la comunidad cristiana, promoviendo en nuestras diócesis la atención a los más necesitados”, concluyen.
NOTAS
[1] Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, C Asamblea Plenaria Discurso inaugural del Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Antonio Mª Rouco Varela, Cardenal Arzobispo de Madrid Presidente de la CEE, Madrid, 2012, 14-15
[2] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, XCIX Asamblea Plenaria La verdad del amor humano, orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar, Madrid, 2012, n. 111
[3] Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La verdad del amor humano… nº 113. Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y a la conducta de los católicos en la vida pública (2002)
[4] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, CCXXV Comisión Permanente Ante la crisis, solidaridad, nº14.

11/22/12


''HAY UN NEXO PROFUNDO ENTRE ENTENDER Y CREER''


El Papa ayer en la Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas:
Avanzamos en este Año de la fe, llevando en el corazón la esperanza de volver a descubrir cuánta alegría hay en el creer, y en encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información particular acerca de Él. Sino que expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los hombres, encuentro salvífico y liberador, que cumple con las aspiraciones más profundas del hombre, su anhelo de paz, de fraternidad, de amor. La fe conduce a descubrir que el encuentro con Dios mejora, perfecciona y eleva lo que es verdadero, bueno y bello en el hombre. Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es Dios y, conociéndolo, se descubre a sí mismo, su propio origen, su destino, la grandeza y la dignidad de la vida humana.
La fe permite un conocimiento auténtico de Dios, que implica a toda la persona: se trata de un "saber", un conocimiento que le da sabor a la vida, un nuevo gusto de existir, una forma alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí mismo a los demás, en la fraternidad que se vuelve la solidaria, capaz de amar, venciendo a la soledad que nos pone tristes. Es el conocimiento de Dios mediante la fe, que no es solo intelectual, sino vital; es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor.
Después el amor de Dios nos hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, más allá de las estrechas perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El conocimiento de Dios es, por tanto, experiencia de fe, e implica, al mismo tiempo, un camino intelectual y moral: profundamente conmovido por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, podemos superar los horizontes de nuestro egoísmo y nos abrimos a los verdaderos valores de la vida.
Hoy en esta catequesis, quisiera centrarme sobre la racionalidad de la fe en Dios. Desde el principio, la tradición católica ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer en contra de la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) no es una fórmula que interprete la fe católica. De hecho, Dios no es absurdo, cuanto más es misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado y de verdad.
Si, observando el misterio, la razón ve oscuro, no es porque no haya luz en el misterio, sino más bien porque hay demasiada. Al igual que cuando los ojos del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo, solo ven la oscuridad; pero ¿quién diría que el sol no es brillante, aún más, fuente de luz? La fe permite ver el "sol", Dios, porque es la acogida de su revelación en la historia y, por así decirlo, recibe realmente todo el brillo del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al hombre, se ha dado para que acceda a su conocimiento, consintiendo el límite de su razón como creatura (cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Dei Verbum, 13).
Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, abre nuevos horizontes, inconmensurables e infinitos. Por eso, la fe es un fuerte incentivo para buscar siempre, a no detenerse nunca y a no evadir nunca el descubrimiento inagotable de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio de algunos pensadores modernos, según los cuales la razón humana estaría bloqueada por los dogmas de la fe. Es todo lo contrario, como los grandes maestros de la tradición católica lo han demostrado.
San Agustín, antes de su conversión, busca con mucha ansiedad la verdad, a través de todas las filosofías disponibles, encontrándolas todas insatisfactorias. Su investigación minuciosa racional es para él una significativa pedagogía para el encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice, "comprender para creer y creer para comprender" (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si estuviera contando su propia experiencia de vida. Intelecto y fe, de frente a la revelación divina no son extraños o antagonistas, sino son las dos condiciones para comprender el significado, para acoger el mensaje auténtico, acercándose al umbral del misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de una fe que es ejercida con la razón, que piensa y nos invita a pensar. Sobre este camino, san Anselmo dirá en su Proslogionque la fe católica es fides quaerens intellectum, donde la búsqueda de la inteligencia es un acto interno al propio creer. Será especialmente santo Tomás de Aquino –sólido en esta tradición--, quien hará frente a la razón de los filósofos, mostrando cuánta nueva y fecunda vitalidad racional deriva del pensamiento humano, en la introducción de los principios y de las verdades de la fe cristiana.
La fe católica es, pues, razonable y brinda confianza también a la razón humana. El Concilio Vaticano I, en la Constitución dogmática Dei Filius, dijo que la razón es capaz de conocer con certeza la existencia de Dios por medio de la vía de la creación, mientras que solo corresponde a la fe la posibilidad de conocer "fácilmente, con absoluta certeza y sin error" (DS 3005) la verdad acerca de Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, más aún, no va contra la recta razón. El beato Papa Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, resumió: "La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente" (n. 43). En el irresistible deseo por la verdad, solo una relación armoniosa entre la fe y la razón es el camino que conduce a Dios y a la plenitud del ser.
Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, sostiene, como hemos escuchado: "Mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles" (1 Cor. 1, 22-23). De hecho, Dios ha salvado al mundo no con un acto de fuerza, sino a través de la humillación de su Hijo único: de acuerdo a los estándares humanos, el modo inusual ejecutado por Dios,contrastacon las exigencias de la sabiduría griega.
Sin embargo, la cruz de Cristo tiene una razón, que san Pablo llama: ho lògos tou staurou, "la palabra de la cruz" (1 Cor. 1,18). Aquí, el término lògossignifica tanto la palabra como la razón, y si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón elabora. Por lo tanto, Pablo ve en la Cruz no un evento irracional, sino un hecho salvífico, que tiene su propia racionalidad reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo, tiene tal confianza en la razón humana, hasta el punto de asombrarse por el hecho de que muchos, a pesar de ver la belleza de la obra realizada por Dios, se obstinan a no creer en Él. Dice en la Carta a los Romanos "Porque lo invisible [de Dios], es decir, su poder eterno y su divinidad, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (1,20).
Así, incluso san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a adorar "al Señor, Cristo, en sus corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza" (1 Pe. 3,15). En un clima de persecución y de fuerte necesidad de dar testimonio de la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con motivaciones sólidas su adhesión a la palabra del Evangelio; de dar las razones de nuestra esperanza.
Sobre esta base que busca el nexo profundo entre entender y creer, también se funda la relación virtuosa entre la ciencia y la fe. La investigación científica conduce al conocimiento de la verdad siempre nueva sobre el hombre y sobre el cosmos, lo vemos. El verdadero bien de la humanidad ,accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe mover su camino de descubrimiento.Por lo tanto, deben fomentarse, por ejemplo, la investigación puesta al servicio de la vida, y que tiene como objetivo erradicar las enfermedades. También son importantes las investigaciones para descubrir los secretos de nuestro planeta y del universo, a sabiendas de que el hombre está en la cumbre de la creación, no para explotarla de modo insensato, sino para cuidarla y hacerla habitable.
Es así como la fe, vivida realmente, no está en conflicto con la ciencia, más bien coopera con ella, ofreciendo criterios básicos que promuevan el bien de todos, pidiéndole que renuncie solo a aquellos intentos que, oponiéndose al plan original de Dios, puedan producir efectos que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si la ciencia es un aliado valioso de la fe para la comprensión del plan de Dios en el universo, la fe permite al progreso científico actuar siempre por el bien y la verdad del hombre, permaneciendo fiel a este mismo diseño.
Por eso es crucial para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su designio de salvación en Jesucristo. En el Evangelio, se inaugura un nuevo humanismo, una verdadera "gramática" del hombre y de toda realidad. El Catecismo de la Iglesia Católica lo afirma: "La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal. 115,15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él" (n. 216).
Esperamos entonces que nuestro compromiso en la evangelización ayude a dar una nueva centralidad del Evangelio en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y oramos para que todos encuentren en Cristo el sentido de la vida y el fundamento de la verdadera libertad: sin Dios, de hecho, el hombre se pierde.
Los testimonios de aquellos que nos han precedido y han dedicado sus vidas al Evangelio lo confirma para siempre. Es razonable creer, está en juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo, solo Él satisface los deseos de verdad arraigados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que pasa, y en el día sin fin de la beata Eternidad. Gracias.