Carta
del Prelado del Opus Dei
(noviembre 2012)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
La Iglesia, siguiendo la voz del sucesor de
Pedro, desea que todos los fieles reafirmemos nuestra adhesión a Jesucristo, que meditemos con mayor profundidad en las
verdades que Dios nos ha revelado, que renovemos el afán cotidiano de seguir
con alegría el camino que nos ha marcado, y que a la vez nos esforcemos más por
darle a conocer con el apostolado a otras personas. Agradezcamos ya desde ahora
a la Trinidad Santísima las abundantes ayudas que —estoy seguro— derramará
sobre las almas en los próximos meses; nada más lógico, por tanto, que sepamos
corresponder a esas bondades del Cielo.
Me propongo referirme cada mes a algún punto de
nuestra fe católica para que cada una, cada uno, reflexione sobre ese tema en
la presencia de Dios y trate de sacar consecuencias prácticas. Como recomienda
el Santo Padre, detengámonos en los artículos de la fe contenidos en el Credo.
Porque, se pregunta Benedicto XVI, ¿dónde hallamos la fórmula esencial de la fe?
¿Dónde encontramos las verdades que nos han sido fielmente transmitidas y que
constituyen la luz para nuestra vida cotidiana?. El mismo
Papa nos ofrece la respuesta: en el Credo, en la Profesión de fe o Símbolo de
la fe nos enlazamos al acontecimiento originario de la Persona y de la historia
de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a
los cristianos de Corinto: "Os transmití en primer lugar lo que yo también
recibí (...)"(1 Cor 15, 3-4).
Con ocasión de otro año de la fe, proclamado por
Pablo VI en 1967, también san Josemaría nos invitaba a ahondar en el contenido
del Credo. Renovemos periódicamente el propósito de ajustarnos a este consejo.
Después de recordar una vez más que en el Opus Dei procuramos
siempre y en todo sentíre cum Ecclésia, sentir con la
Iglesia de Cristo, Madre nuestra, añadía: por eso quiero que recordemos ahora juntos, de
un modo necesariamente breve y sumario, las verdades fundamentales del Credo
santo de la Iglesia: del depósito que Dios al revelarse le ha confiado. Siempre, insisto, pero más especialmente a lo
largo de este año, desarrollemos un intenso apostolado de la doctrina. A diario
vemos que resulta más necesario, pues hay muchos que se consideran cristianos,
e incluso católicos, y no están en condiciones de presentar las razones de su
fe a quienes todavía no han recibido el anuncio evangélico, o a quienes conocen
deficientemente esas verdades transmitidas por los Apóstoles y que la Iglesia
conserva fielmente.
Benedicto XVI ha manifestado su anhelo de que
este año sirva a todos paraprofundizar en las verdades centrales de la fe
acerca de Dios, del hombre, de la Iglesia, de toda la realidad social y
cósmica, meditando y reflexionando en las afirmaciones del Credo. Y desearía
que quedara claro —proseguía— que estos contenidos o verdades de la fe (fides
quæ) se vinculan directamente a nuestra cotidianidad; piden una conversión de la existencia, que da
vida a un nuevo modo de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios,
encontrarle, profundizar en los rasgos de su rostro, pone en juego nuestra
vida, porque Él entra en los dinamismos profundos del ser humano.
Son dos aspectos inseparables: adherirse a las
verdades de la fe con la inteligencia, y esforzarse con la voluntad para que
informen plenamente nuestras acciones, hasta las más pequeñas, y especialmente
los deberes propios de la condición de cada uno. Como escribió nuestro Fundador,tanto
a la moción y a la luz de la gracia, como a la proposición externa de lo que
debe creerse, se ha de obedecer en un supremo y liberador acto de libertad. No
se favorece la obediencia a la acción íntima del Espíritu Santo, en el alma,
impugnando la obediencia a la proposición externa y autorizada de la doctrina
de la fe.
La consecuencia es clara: hemos de querer y de
esforzarnos para conocer más y mejor la doctrina de Cristo, y así transmitirla
a otras personas. Lo conseguiremos, con la ayuda de Dios, deteniéndonos a
meditar atentamente los artículos de la fe. No basta un aprendizaje teórico,
sino que es preciso descubrir el vínculo profundo entre las
verdades que profesamos en el Credo y nuestra existencia cotidiana, a fin de
que estas verdades sean —como siempre lo han sido— luz para los pasos de
nuestro vivir, agua que rocía las sequedades de nuestro camino, vida que vence
ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida
moral del cristiano, que ahí encuentra su fundamento y su justificación. Recemos con piedad o meditemos esta profesión
de fe, pidiendo luces al Paráclito para amar y familiarizarnos más con estas
verdades.
Por eso, en nuestras conversaciones apostólicas,
así como en las charlas de doctrina cristiana a quienes se acercan a la labor
de la Prelatura, no cesemos de recurrir al estudio y repaso del Catecismo
de la Iglesia Católica o de su Compendio. E igualmente los sacerdotes acudamos
con perseverancia a esos documentos en nuestras meditaciones y pláticas. Así
todos trataremos de confrontar nuestra existencia diaria con esos puntos de
referencia contenidos en el Catecismo. Muchas veces viene a mi memoria la reiterada lectura que
san Josemaría hacía del catecismo de san Pío V —no existía entonces el actual—,
y también del catecismo de san Pío X, que recomendaba a quienes le escuchaban
en sus conversaciones.
Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. El primer artículo del Credo expresa la fe de la
Iglesia en la existencia de un Dios personal, creador y conservador de todas
las cosas, que gobierna el universo entero, y especialmente a los hombres, con
su providencia. Ciertamente, cuando se mira con ojos limpios, todo habla a
gritos de este Dios y Creador nuestro. El Señor que premió a Pedro —por su fe—,
haciéndole Cabeza de su Iglesia Santa (cfr.Mt 16, 13-19), nos premia también a los cristianos
creyentes con una claridad nueva: en efecto, lo cognoscible de Dios es
manifiesto entre ellos —entre los creyentes—, pues Dios se lo declaró; porque
desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su
divinidad, son conocidos mediante las criaturas (cfr. Rm 1, 20). Os sugiero, como ya os escribí, que recitéis el Credo con
fe nueva, que lo proclaméis con alegría, y que os refugiéis en esas verdades
tan imprescindibles para los cristianos.
Todos conocemos que, a consecuencia del pecado
original, la naturaleza humana quedó herida profundamente, por lo que se hizo
difícil que los hombres pudieran conocer con claridad y sin mezcla de error,
con las solas fuerzas de la razón natural, al único verdadero Dios. Y por eso
mismo, Dios, en su bondad y misericordia infinitas, fue revelándose
progresivamente a lo largo del Antiguo Testamento hasta que, por medio de Jesucristo, llevó a cabo la plenitud de la revelación.
Enviando a su Hijo en la carne, nos ha manifestado claramente no sólo las
verdades que el pecado había ofuscado, sino la intimidad de su propia vida
divina. En el seno de la única naturaleza divina, subsisten desde la eternidad
tres Personas realmente distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
unidas indisolublemente en una maravillosa e inexpresable comunión de amor.
«El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de
la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de
todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina». «Es un misterio
de fe en sentido estricto, uno de los "misterios escondidos en Dios que no
pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto" (Conc. Vaticano I:
DS 3015)».
La revelación de su vida íntima, para hacernos
participar de ese tesoro mediante la gracia, constituye el regalo más precioso
con el que nos ha favorecido el Señor. Un don completamente gratuito, fruto
exclusivo de su bondad. Resulta lógica, pues, la recomendación de nuestro
Fundador: con espíritu de adoración, de contemplación
amorosa y de alabanza, hemos de rezar siempre el Credo.
Pido a san Josemaría que nos empeñemos en
pronunciar la palabracredo, creo, con la pasión santa con que la repetía
en muchas ocasiones a lo largo de la jornada. También nos aconsejaba: aprende
a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial
devoción a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo
en Dios Espíritu Santo; espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en
Dios Espíritu Santo; amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu
Santo. Creo, espero y amo a la Trinidad Beatísima. Y continuaba: hace falta esta devoción como un ejercicio
sobrenatural del alma, que se traduce en actos del corazón, aunque no siempre
se vierta en palabras.
¿Sacamos partido de esas recomendaciones? ¿Queremos "creer" como Dios
espera que lo hagamos? ¿Nos aporta seguridad este creer en Dios omnipotente y
eterno?
El primer artículo del Credo constituye la roca
firme sobre la que se basan la fe y la conducta cristiana. Como decía Benedicto XVI la
víspera de inaugurar el Año de la fe, debemos aprender la lección más sencilla y
fundamental del Concilio [Vaticano II], es decir, que el cristianismo
en su esencia consiste en la fe en Dios, que es Amor trinitario, y en el
encuentro, personal y comunitario, con Cristo que orienta y guía la vida: todo
lo demás se deduce de esto (...). El Concilio nos recuerda que la Iglesia, en
todos sus componentes, tiene la tarea, el mandato, de transmitir la palabra del
amor de Dios que salva, para que sea escuchada y acogida la llamada divina que
contiene en sí nuestra bienaventuranza eterna.
Resulta, pues, necesario profundizar más y más
en el primer artículo de la fe. ¡Creo en Dios!: esta primera afirmación se alza como la más
fundamental. Todo el símbolo habla de Dios y, si se refiere también al hombre y
al mundo, lo hace por su relación a Dios. Los demás artículos de esa profesión
de fe dependen del primero: nos empujan a conocer mejor a Dios tal como se
reveló progresivamente a los hombres. En consecuencia, por contener algo tan
fundamental, resulta necesario que no admitamos ningún género de cansancio para
comunicarlo a otros. Como os recordaba al comienzo de estas líneas, no nos
faltará la ayuda divina para cumplir esta tarea.
Durante el mes de noviembre, la liturgia nos
invita a considerar de modo especial las verdades eternas. Con san Josemaría os
repito: es preciso que no perdamos nunca de vista ese
fin sublime al que hemos sido destinados. ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde el
alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? (Mt 16, 26). Único es nuestro último fin, de hecho sobrenatural,
que recoge, perfecciona y eleva nuestro fin natural, porque la gracia supone,
recoge, sana, levanta y engrandece la naturaleza.
Convenzámonos de que vivir el Credo, integrarlo
en toda nuestra existencia, nos hará entender mejor y amar más nuestra
estupenda dependencia de Dios, saborear la alegría incomparable de ser y de
sabernos hijos suyos. El Catecismo de la Iglesia Católica nos
recuerda que la fe comporta consecuencias inmensas para nuestra vida. Nos
impulsa, en primer lugar, a reconocer la grandeza y majestad de Dios,
adorándole; a permanecer en una constante actitud de acción de gracias por sus
beneficios; a valorar la verdadera dignidad de todos los hombres y mujeres,
creados a imagen y semejanza de Dios y, por eso, dignos de veneración y
respeto; a usar rectamente de las cosas creadas que el Señor ha puesto a
nuestro servicio; a confiar en Él en todas las circunstancias, y especialmente
en las adversas.
Antes de terminar, os propongo que aumentemos
expresamente nuestras oraciones por los frutos de la Asamblea del Sínodo de los
Obispos sobre la nueva evangelización, que ha finalizado pocos días atrás.
Aspiremos a que en el mundo, de polo a polo, se note el soplo del Paráclito
moviendo los corazones de los fieles católicos a colaborar activamente en esta
nueva primavera de la fe, que el Papa promueve insistentemente.
Encomendad de modo especial a los hermanos
vuestros que recibirán el diaconado el próximo día 3 en la Basílica de San
Eugenio. Y redoblemos nuestras acciones de gracias a la Trinidad, de cara al 28
de noviembre, fecha en que se cumplirán treinta años de la erección del Opus
Dei en prelatura personal. ¡Cuántos frutos espirituales se han producido desde
entonces, como aseguraba el queridísimo don Álvaro, al escribir que con el
cumplimiento de la intención especial de
nuestro Padre vendrían sobre la Obra toda clase de bienes: ómnia
bona páriter cum illa!.
Hagamos llegar nuestro agradecimiento al Cielo
por manos de la Santísima Virgen, recurriendo también al primer sucesor de san
Josemaría, que tanto rezó, sufrió y trabajó para que fuera realidad ese encargo
que le había confiado nuestro Fundador. Y la manera de concretar esta gratitud
está al alcance de cada una, de cada uno: una fidelidad sólida a Dios,
comenzando y recomenzando cada día en el empeño de tratarle más íntimamente.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier