Educación del deseo como camino
hacia la fe
Ramiro Pellitero
¿Qué es lo que de verdad pueda saciar el deseo del hombre? Benedicto XVI trata de responder a esta pregunta remitiendo a la argumentación de su encíclica primera ‘Deus caritas est’
Dice Robert Spaemann que en la educación no se trata solo de enseñar a defender los propios intereses, sino, antes y sobre todo, a tener intereses, a interesarse por algo; «pues quien ha aprendido a defender sus intereses, pero en realidad no se interesa nada más que por él, no puede ser ya más feliz» (Etica: Cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 2010, p. 48).
Sin duda los intereses tienen que ver con los deseos. Por eso es también interesante la educación de los deseos. Es el tema que ha abordado Benedicto XVI en su audiencia general del 7 de noviembre. En ella se ha referido al «deseo de Dios», como «un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana». Inscrito por Dios en el corazón humano, este deseo hace que sólo en Dios el hombre puede encontrar la verdad y la felicidad que no cesa de buscar (cf.Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27).
Esa afirmación del Catecismo es aceptada por muchas culturas como algo evidente, pero «en cambio podría parecer una provocación en el ámbito de la cultura occidental secularizada». De hecho, señala el Papa, muchos de nuestros contemporáneos podrían objetar que no advierten tal deseo de Dios por ninguna parte. Para muchos sectores de la sociedad, Dios no es deseado sino más bien les deja indiferentes, hasta el punto de pensar que no vale la pena ni siquiera pronunciarse acerca de Él. «En realidad —constata Benedicto XVI—, lo que hemos definido como ‘deseo de Dios’ no ha desaparecido del todo y se asoma todavía hoy, de muchos modos, al corazón del hombre».
¿Qué es el bien?: aquello que se desea
Y entrando en un tema nuclear para la ética, apunta el Papa que el deseo humano, si bien se dirige a “bienes” concretos y frecuentemente diversos a los espirituales, sin embargo se interroga sobre lo que verdaderamente es “el” bien; y por tanto se confronta con algo que no es uno mismo, algo que el hombre no puede construir sino que está llamado a reconocer. En efecto, según Aristóteles, el bien es aquello que todos los seres apetecen; aquello que deseamos porque nos atrae, nos gusta, nos perfecciona. Pero, se pregunta Benedicto XVI, ¿qué es lo que de verdad pueda saciar el deseo del hombre? Trata de responder a esta pregunta remitiendo a la argumentación de su encíclica primera Deus caritas est.
El sentido del amor humano
Una de las experiencias donde esto se manifiesta es en el amor humano entre un hombre y una mujer. En nuestra época el amor humano se percibe como experiencia de éxtasis, salida de sí mismo, lugar en el que el hombre advierte que es atravesado por un deseo que lo supera. ¿Qué sentido tiene esta experiencia del amor humano?
«A través del amor —señala Benedicto XVI— el hombre y la mujer experimentan de modo nuevo, uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo real». Y añade que en el auténtico amor es posible experimentar el deseo por el bien del otro como camino para el propio bien. Y esto lleva a renunciar a uno mismo para servir al otro. De esta manera «la respuesta a la pregunta por el sentido de la experiencia del amor pasa, por tanto, a través de la purificación y la curación del querer, pedida por el bien mismo que se quiere para el otro». Bien entendido, observa el Papa, que uno debe ejercitarse, adiestrarse e incluso corregirse para que ese bien pueda ser verdaderamente querido.
Así que, en el amor humano, el éxtasis inicial se ha de traducir en peregrinación, en «como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Deus caritas est, n. 6).
Se trata de un camino que debe recorrer cada uno de los que se aman para profundizar en su amor. El deseo de amor que alberga el corazón humano, nota Benedicto XVI, es tan grande que ni siquiera la persona amada puede satisfacerlo, aunque no se trata de rechazarla para buscar otra cosa distinta de ella, sino de amarla más auténticamente: «Cuanto más auténtico es el amor por el otro, tanto más ese amor descubre la interrogación sobre su origen y destino, sobre la posibilidad de que dure para siempre». Con otras palabras: «la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que remite más allá de sí mismo, es la experiencia de un bien que lleva a salir de sí mismo y a encontrarse frente al misterio que envuelve la entera existencia».
Peregrino del absoluto
Consideraciones similares, dice el Papa, podrían hacerse a propósito de otras experiencias humanas como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el conocimiento: «Todo deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que nunca se sacia plenamente». Indudablemente desde este deseo no se puede llegar directamente a la fe. El hombre conoce, en estas experiencias, «lo que no le sacia, pero no es capaz de imaginar o definir lo que le haría experimentar aquella felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón». En este sentido, «el hombre es un buscador del Absoluto, un buscador con pasos pequeños e inciertos». Pero su «corazón inquieto» testimonia que es un «ser religioso» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 28), un «mendigo de Dios»; testimonia que, como decía Pascal, «el hombre sobrepasa infinitamente al hombre».
En palabras de Benedicto XVI: «Los ojos reconocen a los objetos cuando estos son iluminados por la luz. De ahí nace eldeseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo y con ellas enciende el sentido de la belleza».
De todo esto deduce el Papa consecuencias para la educación. También en nuestra época, aparentemente tan resistente a la trascendencia, cabe abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso, por medio de una «pedagogía del deseo». Es un camino, dice, que podría tener al menos dos aspectos.
Aprender a gustar las alegrías auténticas
Por un lado, «aprender o reaprender el gusto por las alegrías auténticas de la vida». Las auténticas, porque no todas las alegrías producen el mismo efecto. Unas dejan una huella positiva, pueden pacificar el ánimo, nos hacen más activos y generosos. Otras en cambio parece que decepcionan nuestras expectativas y quizá dejan tras de sí amargura, insatisfacción y sensación de vacío. Por eso hay que «educar desde la tierna edad para saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la existencia –la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por la belleza de la naturaleza–, todo esto significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplastamiento hoy tan difundidos».
También los adultos, señala Benedicto XVI, necesitan redescubrir estas alegrías, desear las realidades auténticas,purificándose de la mediocridad en la que pueden encontrarse enredados. Así les sería más fácil rechazar aquellas atracciones aparentes, pero insípidas, que son fuentes de adicción y no de libertad. Y de esa manera podrá surgir el deseo de Dios del que hablamos.
No satisfacerse con lo logrado
Un segundo aspecto que va de la mano con el anterior, dice el Papa, es «nunca estar satisfecho con lo que se ha logrado». Y esta sana inquietud solamente puede ser liberada en nosotros por las alegrías verdaderas, de modo que nos lleve«a ser más exigentes –querer un bien superior, más profundo–, para percibir más claramente que nada finito puede llenar nuestro corazón». Así aprendemos también a someternos al bien que nosotros no podemos construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; y a no dejarnos desanimar por el cansancio o los obstáculos que vienen de nuestros pecados. «Todos —concluye—tenemos necesidad de seguir un camino de purificación y de curación del deseo». Somos peregrinos hacia el pleno bien, eterno, y debemos sentirnos hermanos y compañeros de viaje, incluso de aquellos que no creen pero buscan sinceramente, siguiendo su deseo de verdad y de bien.
Todo esto no son palabras bonitas. Decir eso es expresar la propuesta cristiana desde una vida que se esfuerza por ser coherente. Una propuesta que rezuma amor a la libertad y a la Cruz, corazón grande, clarividencia teológica y educativa.