SAN JUAN DE LA CRUZ «Excelso poeta místico y asceta, e insigne doctor de la Iglesia»
Isabel Orellana Vilches
Ciertamente la admirable existencia de este excepcional carmelita, aclamado en el mundo entero, es una heroica gesta de amor a Dios desde el principio hasta el fin de la misma. Creyó a pies juntillas que todo aquel que ofrece su vida por Cristo la salva, y no se arredró haciendo de su acontecer un admirable compendio de renuncias y sacrificios amén de sufrir el desdén de algunos de los suyos. Dios le alumbró siempre, y en particular, en el momento más álgido de su oscuridad. Sus padres, Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, tejedores de profesión y residentes en Fontiveros (Ávila), recibieron con gozo a este segundo de los tres hijos que conformarían la familia, cuando nació en 1542. Al enviudar Catalina, quedaron en una situación económica de gran precariedad, y para tratar de contrarrestarla, primeramente se estableció con sus hijos en Arévalo (Ávila), y después en Medina del Campo (Valladolid). Gracias a la caridad ajena, Juan pudo formarse en el colegio de los Niños de la Doctrina, a cambio de prestar su ayuda en la misa, entierros, oficios, y pedir limosna. En 1551 la generosidad de otras caritativas personas le permitió continuar estudios en el colegio de los jesuitas. Tenía que hacer un hueco para trabajar en el Hospital de las Bubas, donde se atendían a los afectados por enfermedades venéreas, hasta que decidió convertirse en carmelita. De haber continuado con los jesuitas posiblemente hubiera tenido otras opciones más ventajosas para él y para su familia, pero Juan tomó la vía que estaba destinada para él.
A sus 21 años había sido un alumno ejemplar y tenía la base idónea para ingresar en la Universidad salmantina. Era profeso cuando comenzó sus estudios en ella en 1564. Allí contó con excepcionales profesores y tres años más tarde se convirtió en un consumado bachiller en Artes. El año 1564 fue significativo en su vida. Aparte de haber sido prefecto de estudiantes, fue ordenado sacerdote y conoció a santa Teresa de Jesús. Hacía años que practicaba severas mortificaciones corporales iniciadas siendo alumno de los jesuitas y al ingresar en la Orden carmelita, pidió permiso para continuar realizándolas. Hombre de intensa oración, amaba tanto la soledad que, en un momento dado, no descartó ser Cartujo. Ya llevaba grabado en su espíritu la preciada convicción que nos ha legado: «A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición».
La santa de Ávila, que había oído hablar de su virtud, lo reclamó para que le ayudase en la reforma carmelitana que pensaba llevar a cabo. Muy impresionada al conocerlo, no tuvo dudas de que estaba ante un santo. Él la acompañó y fueron parejos en la heroica entrega y ardor apostólico. Juan dejó el reguero de su amor a Dios en Castilla y Andalucía, así como un futuro espléndido en Salamanca, que hubiera acogido con gusto su sabiduría. Fundó en Valladolid, Duruelo, Mancera y Pastrana, ostentando oficios de subprior y maestro de novicios. Fue rector en Alcalá de Henares, vicario y confesor de las carmelitas del Monasterio abulense de la Encarnación, a petición de santa Teresa, entre otras misiones relevantes.
Sus propios hermanos se levantaron contra el celo apostólico del santo, resistiéndose a una reforma que solo pretendía conquistar una mayor fidelidad al carisma. En un entramado de secretas ambiciones y resentimientos, fue apresado y recluido en un minúsculo e inhóspito lugar durante nueve meses, dejándolo en inenarrables y pésimas condiciones. Sufrió de forma indecible física y espiritualmente. La soledad y la oscuridad en su espíritu, combatida con férrea confianza en la divina Providencia, fueron el germen del incomparable Cántico Espiritual. Previendo una muerte inminente, recibió el consuelo del cielo y, con él, la libertad, que obtuvo evadiéndose de noche a escondidas de sus guardianes: sus hermanos.
Reforzado en su experiencia mística y determinación a dar a conocer al único Dios Amor, se trasladó a Beas de Segura (Jaén), donde siguió ayudando a las carmelitas. Allí entabló fraterna amistad con la religiosa Ana de Jesús. Luego fundó un colegio en Baeza, y prosiguió su incansable recorrido por Granada y Córdoba, donde estableció otro convento en 1586. Todo se le quedaba corto para entregárselo a Cristo. La sed de sufrimiento para asemejarse a Él ardía dentro de sí: «Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos». Vio realizado este anhelo. Tras nuevo convulso Capítulo en su Orden, mientras se hallaba destinado en Segovia lo despojaron de sus misiones y exiliaron a México. No llegó a marcharse. Viajó a La Peñuela camino de Andalucía. Enfermó y lo trasladaron a Úbeda, donde fue tratado con impávida frialdad por su prior, y mal atendido desde el punto de vista médico. De modo que, este gran místico, poeta genial de Dios, murió a los 49 años la madrugada del 14 de diciembre de 1591. Fue beatificado por Clemente X el 25 de enero de 1675, y canonizado por Clemente X el 27 de diciembre de 1726. Pío XI lo declaró doctor de la Iglesia en 1926, y Juan Pablo II en 1993 patrono de los poetas.