SOMOS TESTIGOS DE QUE EL PUEBLO DE DIOS EN AMÉRICA DICE ''SÍ'' A LA LLAMADA DE ESTE AÑO DE LA FE
Homilía del cardenal Marc Ouellet en la clausura del congreso 'Ecclesia in America'
“Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu seno! ¿Y cómo es que se viene a mí la madre de mi Señor?”
Queridos amigos:
El día en que María de Nazaret, recibió el anuncio del ángel Gabriel y consintió a su maternidad divina, la historia del mundo se volcó hacia el abismo de la gracia divina, mientras siguió desarrollándose como un tejido cotidiano de pequeños y grandes eventos.
El Evangelio nos dice que María fue deprisa a un pueblo de las montañas de Judea para visitar a su prima Isabel que, como sabía por revelación, estaba esperando un hijo. Desde el primer momento de su encuentro, el Espíritu Santo hizo estremecer de alegría a los niños y a sus madres. Isabel exclamó “¡Bendita tú que has creído las palabras que te fueron dichas por el Señor!”María respondió con su canto de acción de gracias que se ha convertido en el canto de fe cotidiano de la Iglesia: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava”.
Cuando Dios quiso abrir América al Evangelio, puso su mirada sobre un campesino pobre y humilde, Juan Diego, quien recibió, él también, una visitación y un mensaje del cielo. Atraído hacia la montaña por un canto celestial del cual ignoraba la fuente, vio una Dama noble, radiante, de inimaginable perfección, vestida de sol, según el relato del Nican Mopohua. Ella se presentó como la Madre del Dios verdadero y le pidió que fuera donde el Obispo para decirle que construyera una Capilla sobre el monte Tepeyac. Fueron necesarios tres intentos y tres milagros para convencer al Obispo: el milagro de las rosas de Castilla, que florecieron en invierno sobre la montaña, completamente fuera de temporada; el milagro de la tilma; y la curación milagrosa de Juan Bernardino, el tío de Juan Diego. Finalmente la gracia prevaleció sobre la prudencia episcopal y sobre la incredulidad humana, y la capilla fue construida con los resultados que conocemos.
Queridos amigos, los días benditos que hemos vivido se han desarrollado entre los dos misterios de la Anunciación y de la Visitación. Somos testigos de que elPueblo de Dios que camina en América está diciendo “sí” a la llamada de este Año de la Fe. Hemos venido a toda prisa a este encuentro para reavivar el don de la fe que hemos recibido hace 500 años, y queremos ser testigos de ello en la unidad, ya queeste don es la herencia más preciosa que une el Sur y el Norte de América desde sus orígenes.
Hemos venido guiados por la Estrella de la primera y de la nueva evangelización: Nuestra Señora de Guadalupe, Emperatriz de las Américas, cuya fiesta litúrgica celebramos hoy. Como unos “Magos del Occidente”, creíamos conocer bien a esta noble Señora, pero los acontecimientos de este Congreso, las conferencias, las oraciones y los testimonios, nos han ayudado a redescubrirla. Por eso nuestra alma glorifica al Señor con Ella, porque Él ha mirado a los pobres, que somos nosotros, y por su intercesión materna nos ha tocado y renovado. Estamos listos para llevar el mensaje del Evangelio con nuevo ardor, con nuevos métodos y en un nuevo lenguaje.
Nunca repetiremos suficientemente que la aparición de la Virgen María a Juan Diego fue determinante para la transmisión de la fe a los pueblos de América. Esto marcó el momento de despegue de la evangelización. Esto permitió la reconciliación de los opositores y la penetración del Evangelio en el corazón y en la cultura de los nativos. También frenó el apetito de los conquistadores y aventureros. Bendito sea Dios por ese rostro de ternura y de misericordia que llevó a la gente de América a la adoración del único Salvador Jesucristo.
El canto de alabanza y acción de gracias que se eleva desde nuestros corazones al final de este Congreso es una muestra deque el Espíritu Santo nos ha tocado y nos insta a reemprender el camino tras la Madre del Amor Hermoso y de la santa Esperanza. Hemos recibido gracias insignes al lado de la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo en este Año de la Fe; nos vamos más conscientes de nuestra dignidad de hijos de Dios, que nos hace gritar: “¡Abba! ¡Padre! ¡Venga tu reino!”
Fortificados y confirmados por la bendición del Sucesor de Pedro, vayamos hacia nuestros hermanos y hermanas; en el poder del Espíritu demos testimonio de la verdad del Evangelio y de la unidad de la Iglesia Católica que trasciende las fronteras de toda raza, cultura y condición social. El continente que ha crecido bajo el signo de Cristo Rey y bajo el cayado de Pedro debe transmitir y difundir su fe para ser fiel a sí mismo. Los pobres esperan ansiosamente este testimonio que debe pasar por la caridad sincera, la fraternidad y la solidaridad efectiva con los más desfavorecidos.
Que los bautizados de América se conviertan así en “discípulos misioneros” en el poder del Espíritu, Quien les envía hacia una Misión Continental que debe abrazar todo el continente. Que todos los bautizados se levanten y proclamen su fe con orgullo, en el respeto de la libertad de los demás, pero conscientes de que tienen que pasar la antorcha de la fe a las nuevas generaciones de la cultura digital. Que surja sobre todo un nuevo florecimiento de hombres santos y de mujeres santas para la Nueva Evangelización. La vocación a la santidad es para toda la Iglesia y no existe ningún obstáculo insuperable para la santidad, sea cual sea nuestro estado de vida. Basta un acto de fe del tamaño de un grano de mostaza para mover una montaña, nos dice el Evangelio.
A finales del siglo XVII,la Iglesia canonizó a Santa Rosa de Lima, la primera americana indígena en subir a los altares. Cuenta la leyenda que cuando se le propuso al Papa beatificarla, él respondió que, aunque cayera una lluvia de rosas sobre el Vaticano, no creería en la santidad de una india. En seguida llovieron pétalos de rosa sobre Roma. En 1671, la canonización de Rosa de Lima, proclamada patrona de Perú, después de toda América del Sur, de la India y de las Filipinas, dio lugar a muy grandes solemnidades, no sólo en Lima y Roma, sino también en París (Véase la historia de los santos y de la santidad cristiana, Volumen 8, p. 251).
A mediados de octubre de este Año de la Fe, en pleno Sínodo sobre la Nueva Evangelización, celebramos con gran alegría la canonización de Kateri Tekakwhita, una joven nativa de América del Norte, que murió a los 24 años de edad y que tuvo que huir de su familia y de su tribu para mantener su pasión virginal por Cristo. Amada igualmente en Canadá y Estados Unidos, Santa Kateri ahora pertenece a la Iglesia universal y por lo tanto se convierte en una figura mediadora para la reconciliación de los pueblos y la recepción del Evangelio.
Que estas dos hijas privilegiadas de Nuestra Señora de Guadalupe se den la mano desde lo alto del cielo, no sólo para unir el Norte y el Sur del continente americano, sino para irradiar la fe católica en el mundo entero. Una muchedumbre de otros santos y santas nos precede en el camino del Evangelio en América; invoquémosles de un solo corazón para que su pasión de amor, la pasión por Cristo, siga conquistando a las almas sedientas de esperanza y de liberación.
Los muchos males sociales que aquejan a América reclaman de parte de los discípulos de Cristo un tratamiento que elimine el virus mortal del egoísmo, de la envidia y del odio. Hay que luchar contra la explotación de los pobres, el comercio ilícito, las leyes injustas en cuanto a la inmigración, la violencia urbana, la desintegración familiar, y muchas otras dolencias. Cristo Redentor responde a estos desafíos mediante nuestro compromiso por la justicia y la solidaridad fundado en la gracia de la conversión y de la penitencia. Que los cristianos de América estemos, pues, en las primeras líneas de combate, para que el testimonio de nuestra fe no sea desmentido por nuestra indiferencia y por la falta de coherencia en nuestras vidas.
Queridos amigos, pongamos en las manos de Santa María de Guadalupe, Nuestra Madre, las esperanzas y los proyectos que nacen de este encuentro en Roma, 15 años después del Sínodo sobre América. Ante las inmensas necesidades de la Nueva Evangelización, nuestras posibilidades son pobres, pero nuestra fe es grande. Que esa fe aumente aún más hoy y en cada comunión con el Cuerpo de Cristo resucitado que nos hace partícipes de su victoria.
“Y oí una gran voz en el cielo: “Ahora se estableció la victoria, y el poder y el reino de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo”¡Amén!