Carta del Prelado del Opus Dei
(mayo 2013)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Mes de mayo: un tiempo rico en fiestas litúrgicas y en aniversarios de la Obra. Deseamos recorrerlo de la mano de la Virgen, nuestra Madre, que nos lleva siempre a su Hijo y, por Él y con Él, al Espíritu Santo y a Dios Padre. Desde ahora pedimos a Nuestra Señora que nos acompañe muy de cerca, que nos obtenga siempre gracias abundantes para ser dóciles al Paráclito —como lo fue Ella— y así parecernos más y más a su Hijo Jesús.
En las semanas transcurridas desde la elección del Papa Francisco, hemos contemplado los afanes de renovación interior que se han producido en tanta gente, porque son muchas las personas que han manifestado públicamente la necesidad de acercarse de nuevo o con más frecuencia al sacramento de la Penitencia. Agradezcamos al Señor estos dones tratando, en primer lugar, de aprovecharlos a fondo cada uno de nosotros, al tiempo que nos esforzamos en ayudar a que nuestros parientes, amigos, compañeros de trabajo o de estudio, se decidan a emprender a diario —como nosotros mismos hemos de hacer— una vida cristiana plenamente coherente con la fe que profesamos.
Prosiguiendo la exposición de los artículos del Credo, ahondemos en el misterio de la Ascensión del Señor. Creemos, en efecto, que Jesucristo, una vez resucitado, subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Esta solemnidad que celebraremos este mes —el jueves día 9, o el domingo 12 en los lugares donde se ha trasladado— debe suponer para todos un parón, recordándonos el fin dichoso a que estamos llamados. Esta verdad nos recuerda, al mismo tiempo, un hecho histórico y un acontecimiento de salvación. Como hecho histórico, la Ascensión «marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios de donde ha de volver, aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres». Ahora se halla presente en la Eucaristía, de modo sacramental; pero, en su ser natural, se encuentra sólo en el Cielo, de donde vendrá al fin de los tiempos, lleno de gloria y majestad, para juzgar a todos.
El evangelista que relata con más detalle este acontecimiento es san Lucas. Al principio del libro de los Hechos escribe que el Señor, después de su Pasión, se presentó vivo ante ellos [ante los Apóstoles y otros discípulo con muchas pruebas: se les apareció durante cuarenta días y les habló de lo referente al Reino de Dios. También narra que, durante una de las apariciones a los Apóstoles, el Señor les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: —Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas.
San Josemaría consideró muchas veces esas escenas, en las reuniones familiares que solía tener con numerosas personas. En una ocasión, por ejemplo, invitaba a quienes le escuchaban a pensar en el Señor después de la Resurrección, cuando hablaba de muchas cosas, de todo lo que le preguntaban sus discípulos. Aquí lo estamos imitando un poquito, porque vosotros y yo somos discípulos del Señor y queremos cambiar impresiones. Y, en otro momento, añadía: les hablaba como hablamos nosotros ahora aquí: ¡igual! Eso es la contemplación: trato con Dios. Y la contemplación y el trato con Dios nos llevan al celo por las almas, al hambre de traer hasta Cristo a los que se han apartado.
Pero volvamos al momento de la Ascensión, cuando Jesús los llevó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. En una de las últimas audiencias, reflexionando sobre este misterio, el Papa Francisco se preguntaba: ¿cuál es el significado de este acontecimiento? ¿Cuáles son sus consecuencias para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la derecha del Padre?.
El Señor, al subir al Cielo, lo hizo en cuanto Cabeza de la Iglesia: se fue a prepararnos un lugar, como había prometido. «Nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente». Sin embargo, para entrar con Cristo en la gloria, es preciso seguir sus pasos. El Papa hace notar que, mientras sube a Jerusalén para su última Pascua —en la que iba a consumar el sacrificio redentor—, Jesús ve ya su meta, el Cielo, pero sabe con certeza que el camino que lo devuelve a la gloria del Padre pasa por la Cruz, por la obediencia al designio divino de amor a la humanidad (...). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad diaria a su voluntad, incluso cuando ésta requiere sacrificio; cuando requiere, en ocasiones, que cambiemos nuestros programas. No olvidemos, hijas e hijos, que no hay cristianismo sin Cruz, no hay verdadero amor sin sacrificio, y tratemos de ajustar nuestra vida diaria a esta realidad gozosa, porque significa dar los mismos pasos que siguió el Maestro, que es el Camino, la Verdad y la Vida.
Por eso, la gran fiesta de la Ascensión nos invita a examinar cómo ha de concretarse nuestra adhesión a la voluntad divina: sin rémoras, sin ataduras a nuestro yo, con la determinación plena, renovada en cada jornada, de buscarla, aceptarla y amarla con todas nuestras fuerzas. No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. Él ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? Usque ad mortem, mortem autem crucis (Flp 2, 8), hasta la muerte y muerte de cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas.
La Sagrada Escritura cuenta que, después de la Ascensión, los Apóstoles regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios. Unos días antes, al anunciarles Jesús que perderían su presencia sensible, se habían llenado de tristeza; ahora, en cambio, se muestran llenos de gozo. ¿Cómo se explica este cambio? Porque, con los ojos de la fe, incluso antes de la llegada visible del Espíritu Santo, comprenden que Jesús, aunque se sustraiga a su mirada, permanece siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos.
También ahora, por la fe, sabemos que Jesucristo continúa junto a nosotros y en nosotros, mediante la gracia, con el Padre y el Espíritu Santo, y en la Sagrada Eucaristía. Es nuestro apoyo y nuestra fortaleza, el hermano mayor, el amigo más íntimo, que nunca nos abandona, especialmente en los momentos de tribulación o de lucha. Como afirma san Juan en su primera carta, Él es nuestro abogado: ¡qué bonito oír esto! Cuando uno es citado por el juez o entra en un pleito, lo primero que hace es buscarse un abogado para que lo defienda. ¡Nosotros tenemos a uno que nos defiende siempre, nos defiende de las insidias del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados! (...). ¡No temamos ir a Él a pedir perdón, a pedir bendición, a pedir misericordia!. ¿Nos afanamos por movernos en la presencia de Dios, suceda lo que suceda? ¿Sabemos acoger sus disposiciones? ¿Con qué intensidad lo invocamos?
La certeza de que el Maestro nos acompaña, constituye otra consecuencia del hecho de la Ascensión, que nos colma de paz y de alegría. Una alegría y una paz que necesariamente hemos de comunicar a los demás, a todas las personas que pasan junto a nosotros, y especialmente a quienes sufren —quizá sin darse mucha cuenta— a causa de su lejanía de Dios. Como recalcaba san Josemaría al escribir sobre esta fiesta, tenemos una gran tarea por delante. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1 Cor 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin.
Este mes, dedicado en muchos países a María, ha sido siempre en la Obra un tiempo especialmente apostólico. Nuestro Padre nos enseñó a ir de romería a una ermita o iglesia dedicada a la Virgen en compañía —si es posible— de alguno de nuestros amigos o compañeros. Todos contamos con la experiencia de que, al regresar luego a la vida normal —el trabajo, la familia—, la afrontamos con una carga interior nueva, que nuestra Madre nos consigue para encaminarnos o reencaminarnos a su Hijo Jesús. Me viene a la memoria la primera romería de nuestro Padre a un santuario mariano —a Sonsoles, en Ávila: mañana se cumple un nuevo aniversario— y la inolvidable novena a Nuestra Señora de Guadalupe del año 1970, en la que con tanta fe rezó por la Iglesia, por el Papa y por el Opus Dei. Os sugiero que, en la Romería de mayo de este año, vayamos muy unidos a esas intenciones que nuestro Fundador sigue teniendo en el Cielo.
En la segunda mitad del mes, el día 19, la liturgia nos presenta la solemnidad de Pentecostés; y el domingo siguiente, la fiesta de la Santísima Trinidad. El Paráclito, ahora como en la época apostólica y siempre en la vida de la Iglesia, es quien fortalece a los cristianos y les comunica valentía para anunciar a Jesús por todas partes. Meditad lo que sucedió tras la muerte de Esteban, el primer mártir. Aquel día —se dice escuetamente en el libro de los Hechos— se desató una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén, y todos, excepto los Apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría. Aquella persecución, en lugar de frenar el crecimiento de la Iglesia, trajo como consecuencia su extensión fuera de los confines de Jerusalén; se implantó en nuevos lugares, en nuevas gentes, incluso en personas que no pertenecían al pueblo de Israel, como eran los samaritanos. Otro tanto le ocurrió a san Pablo durante sus viajes apostólicos.
Al considerar estos sucesos, recordados en las lecturas del tiempo pascual, en buena lógica deberíamos preguntarnos: ¿doy yo testimonio de mi fe en Cristo? ¿Pido a Dios que me aumente esta virtud teologal, junto con la esperanza y la caridad, especialmente en este Año de la fe? ¿Supero con decisión los respetos humanos y otros impedimentos que me retraen de la labor apostólica? ¿Me ayuda a ser audaz la consideración de que Jesús resucitado camina junto a mí por todas las sendas de mi vida ordinaria? ¿Acudo con frecuencia al Sagrario para pedirle una mayor piedad en mi trato con Él y con su Santísima Madre? Escuchemos las preguntas que nos hace el Papa Francisco: tú y yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a Él también para adorarlo? (...). Adorar al Señor quiere decir darle a Él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer —pero no simplemente de palabra— que únicamente Él guía verdaderamente nuestra vida.
El mes pasado me trasladé en un rápido viaje al Líbano; como siempre, conté con vuestra ayuda para impulsar la labor apostólica de los fieles de la Prelatura en ese querido país, encrucijada del Oriente medio. Acompañado por todas y por todos, recé ante Nuestra Señora del Líbano, en el santuario de Harissa, pidiendo especialmente por la paz en toda aquella zona y en el resto del mundo. No desistamos de recurrir a Santa María en todas la necesidades de la Iglesia y de la sociedad. Es la actitud que nuestra Madre nos enseña en la fiesta de la Visitación, el último día del mes: fomentar en todo momento la disposición de servir a los demás en las diversas circunstancias que se presenten, como María sirvió a su prima Isabel.
Presentad a Nuestra Señora mis intenciones: nada hay de egoísmo en esta petición, porque —entre otras muchas— está vuestra fidelidad cotidiana, trazada con alegría, con perseverancia, con hambre de santidad personal y de celo apostólico. Rogad a la Madre de la Iglesia que obtenga de la Trinidad Santísima, para la Iglesia entera y para esta partecica de la Iglesia que es la Prelatura, muchos sacerdotes, plenamente entregados a su ministerio. Encomendad de modo especial a los nuevos presbíteros de la Obra, que recibirán la ordenación sacerdotal el próximo día 4, para que sean —como deseaba nuestro Padre— santos, doctos, alegres y deportistas en el terreno sobrenatural.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre
+ Javier