El Papa en su catequesis de ayer
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Sínodo de los Obispos sobre la Familia, celebrado recientemente, ha sido la primera etapa de un camino que finalizará el próximo mes de octubre con la celebración de otra Asamblea sobre el tema"Vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo". La oración y la reflexión que tienen que acompañar este camino involucran a todo el Pueblo de Dios. Quisiera también que las habituales meditaciones de las audiencias de los miércoles formen parte de este camino común. Por lo tanto, he decidido reflexionar con vosotros, en este año, precisamente sobre la familia, sobre este gran don que el Señor ha hecho al mundo desde el principio, cuando confirió a Adan y Eva la misión de multiplicarse y llenar la tierra. Aquel don que Jesús ha confirmado y sellado en su Evangelio.
La cercanía de la Navidad enciende sobre el misterio de la familia una gran luz. La encarnación del Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y de la mujer. Y este inicio sucede en el seno de una familia, en Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía venir especularmente, o como un guerrero, un emperador… No, no. Viene como un hijo de familia, en una familia. Por eso es importante mirar en el pesebre esta escena tan bella.
Dios ha querido nacer en una familia humana, que ha formado Él mismo. La ha formado en una aldea remota de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, de hecho, más bien con mala reputación. Lo recuerdan también los Evangelios, casi como una forma de decir: "De Nazaret, ¿puede salir alguna vez algo bueno?". Quizás, en muchas partes del mundo, nosotros mismos hablamos todavía así, cuando escuchamos el nombre de algún lugar periférico de una gran ciudad. Pues bien, precisamente de allí, de aquella periferia del gran Imperio, ha comenzado la historia más santa y más buena, ¡la de Jesús entre los hombres! Y allí estaba esta familia.
Jesús ha permanecido en esa periferia por treinta años. El evangelista Lucas resume este periodo así: “vivía sujeto a ellos, es decir a María y José. Pero uno dice: ¿pero este Dios que viene a salvarnos ha perdido treinta años, allí, en aquella periferia con mala reputación? ¡Ha perdido treinta años! Y Él ha querido esto. El camino de Jesús estaba en esa familia. La madre conservaba todas estas cosas en su corazón, y Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres". No se habla de milagros o sanaciones, no ha hecho ninguna en aquel tiempo, no se habla de predicaciones, de muchedumbres que acuden; en Nazaret todo parece ocurrir "normalmente", según las costumbres de una pía y laboriosa familia israelí. Se trabajaba, la madre cocinaba, hacía todas las cosas de la casa, planchaba las camisas… Todas las cosas de las madres. El padre, carpintero, trabajaba, enseñaba al hijo a trabajar. Treinta años. '¡Pero que desperdicio, padre!' Pero nunca se sabe... Los caminos de Dios son misteriosos. ¡Pero lo que era importante allí era la familia! Y eso no era un desperdicio, ¿eh? Eran grandes santos. María, la mujer más santa, inmaculada, y José, el hombre más justo. La familia.
Ciertamente estaríamos enternecidos por el relato de cómo Jesús adolescente afrontaba las citas de la comunidad religiosa y los deberes de la vida social; al conocer cómo, cuando era un joven obrero, trabajaba con José; y luego su modo de participar en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y en tantas otras costumbres de la vida cotidiana. Los Evangelios, en su sobriedad, no refieren nada acerca de la adolescencia de Jesús y dejan esta tarea a nuestra afectuosa meditación. El arte, la literatura, la música han recorrida esta vía de la imaginación. Ciertamente, ¡no es difícil imaginar cuánto podrían aprender las madres de los cuidados de María por aquel Hijo! ¡Y cuánto podrían aprovechar los padres del ejemplo de José, hombre justo, que dedicó su vida a sostener y a defender al niño y a la esposa --su familia-- en los momentos difíciles! ¡Y no digamos cuánto podrían ser alentados los jóvenes por Jesús adolescente a comprender la necesidad y la belleza de cultivar su vocación más profunda y de soñar a lo grande! Y Jesús ha cultivado en aquellos treinta años su vocación por la cual el Padre lo ha enviado, ¿no? Dios Padre. Jesús jamás en aquel tiempo se ha desalentado, sino que ha crecido en valentía para seguir adelante con su misión.
Cada familia cristiana --como hicieron María y José-- puede antes que nada acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en nuestras jornadas al Señor. Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia de mentira, no era una familia irreal. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, da toda familia. Y como ocurrió en aquellos treinta años en Nazaret, así puede nos puede suceder también a nosotros: hacer que el amor sea normal y no el odio, hacer que la ayuda mutua sea algo común, no la indiferencia o la enemistad. Entonces, no es casualidad, que "Nazaret" signifique "Aquella que custodia", como María, que --dice el Evangelio-- "conservaba en su corazón todas estas cosas". Desde entonces, cada vez que hay una familia que custodia este misterio, aunque esté en la periferia del mundo, el misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a salvarnos, está actuando. Y viene para salvar al mundo. (Y ésta es la grande misión de la familia, ¿eh? Hacer sitio a Jesús que viene, recibir a Jesús en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la mujer, de los abuelos, porque Jesús está allí. Acogerlo allí, para que crezca espiritualmente en esa familia. Que el Señor nos de esta gracia en estos últimos días antes de Navidad. Gracias.