Homilía del Papa ayer en Santa Marta
Abrir las puertas al consuelo del Señor. Así nos aconseja la primera lectura, en la que el profeta Isaías habla del fin de la tribulación de Israel después del exilio en Babilonia. El pueblo necesita consuelo. La misma presencia del Señor consuela. Un consuelo que está también en la tribulación. Sin embargo, habitualmente huimos del consuelo; desconfiamos; estamos más cómodos en nuestras cosas, más cómodos incluso en nuestras faltas, en nuestros pecados. ¡Esa es tierra nuestra! En cambio, cuando viene el Espíritu, y viene el consuelo, nos lleva a otro estado que no podemos controlar: es precisamente el abandono en el consuelo del Señor.
El consuelo más fuerte es el de la misericordia y el perdón. Recordemos el final del capítulo 16 de Ezequiel cuando, tras la lista de los muchos pecados del pueblo, dice: Pero yo no te abandono; te daré más; esa será mi venganza: el consuelo y el perdón. ¡Así es nuestro Dios! Por eso, es bueno repetir: dejaos consolar por el Señor, es el único que puede consolarnos. Aunque estemos acostumbrados a buscarnos consuelos pequeños, hechos por nosotros mismos, luego no nos sirven. Por eso, el Evangelio de hoy, de san Mateo, habla de la parábola de la oveja perdida. Yo me pregunto cuál es el consuelo de la Iglesia. Así como cuando una persona es consolada cuando siente la misericordia y el perdón del Señor, la Iglesia celebra, es feliz cuando sale de sí misma. En el Evangelio, aquel pastor que sale y va a buscar la oveja perdida, podía hacer las cuentas de un buen comerciante: tengo 99, y si se pierde una no hay problema; el balance: ganancias, pérdidas… Sí, podría hacer eso. Pero no, porque tiene corazón de pastor, sale a buscarla hasta que la encuentra y entonces lo celebra, está contento.
La alegría de salir a buscar a los hermanos y hermanas que se han alejado: esa es la alegría de la Iglesia. Ahí la Iglesia se vuelve madre, se hace fecunda. Cuando la Iglesia no hace eso, cuando la Iglesia se queda en sí misma, se cierra en sí misma, quizá esté muy bien organizada, con un organigrama perfecto —todo en su sitio, todo listo—, pero falta alegría, falta fiesta, falta paz, y se vuelve una Iglesia desconfiada, ansiosa, triste, una Iglesia que parece más una tía solterona que una madre, y esa Iglesia no sirve: ¡es una Iglesia de museo! La alegría de la Iglesia es “dar a luz”; la alegría de la Iglesia es salir de sí misma para dar vida; la alegría de la Iglesia es ir a buscar las ovejas que se han perdido; la alegría de la Iglesia es precisamente la ternura del pastor, la ternura de la madre.
El final del texto de Isaías retoma esta imagen: como un pastor, apacienta el rebaño y con su brazo lo reúne. Esa es la alegría de la Iglesia: salir de sí misma y ser fecunda. Que el Señor nos dé la gracia de trabajar, de ser cristianos alegres en la fecundidad de la madre Iglesia y nos guarde de caer en la actitud de esos cristianos tristes, impacientes, desconfiados, ansiosos, que lo tienen todo perfecto en la Iglesia pero “no tienen hijos”. Que el Señor nos consuele con el consuelo de una Iglesia madre que sale de sí misma, con el consuelo de la ternura de Jesús y su misericordia en el perdón de nuestros pecados.