Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de las Casas
VER
Estoy escribiendo con frecuencia sobre la unidad, porque me duele y me preocupa el sufrimiento de muchas personas y comunidades que no encuentran el camino para resolver sus diferencias religiosas, políticas, sociales y culturales. Hay desgarramientos internos, prejuicios, malos entendidos, chismes y desinformaciones. Los grupos y las personas se juzgan, se ofenden, se condenan y se excluyen. Son creyentes en el mismo Jesús y miembros de la misma Iglesia, pero su manera de entender y vivir la fe los confronta y se distancian; un diálogo sereno y pacífico parece imposible. Prevalecen las ideologías y se apaga el amor fraterno, que es lo definitivo en la vida.
Es doloroso y angustiante que algunos no toman en cuenta la Palabra de Dios y de la Iglesia, sino que se norman por los dictados de su organización, o por posturas de poder dentro de la misma comunidad eclesial. Piensan ser los únicos que poseen la verdad, los únicos que tienen la razón, los únicos buenos católicos, y cierran las puertas a los que van por senderos distintos; les ponen duras condiciones, normas y leyes, para que se sometan a quienes ostentan la dirección. Los quisieran aniquilar y que nunca más aparecieran. Y esto que sucede también en nuestras iglesias, se incrementa en los partidos políticos y en las organizaciones, sobre todo ahora que ya están en efervescencia las campañas preelectorales. Se quieren imponer el yo y los que son como yo, como si los demás no tuvieran los mismos derechos que yo.
PENSAR
Es muy ilustrativo lo que dijo el Papa Francisco, en Constantinopla, Turquía, al participar en una liturgia ecuménica con el Patriarca Ortodoxo Bartolomé I: “Condición esencial y recíproca para el restablecimiento de la plena comunión, que no significa ni sumisión del uno al otro, ni absorción, sino más bien la aceptación de todos los dones que Dios ha dado a cada uno, para manifestar a todo el mundo el gran misterio de la salvación llevada a cabo por Cristo, por medio del Espíritu Santo” (30-XI-2014). Quede claro: la plena comunión eclesial no es sumisión ni absorción del otro, sino su aceptación, con sus dones y diferencias.
Agregó el Papa: “Quiero asegurar a cada uno de ustedes que, para alcanzar el anhelado objetivo de la plena unidad, la Iglesia católica no pretende imponer ninguna exigencia, salvo la profesión de fe común y que estemos dispuestos a buscar juntos, a la luz de las enseñanzas de la Escritura y la experiencia del primer milenio, las modalidades con las que se garantice la necesaria unidad de la Iglesia en las actuales circunstancias. Dicha comunión será siempre fruto del amor ‘que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado’ (Rom 5,5), amor fraterno que muestra el lazo trascendente y espiritual que nos une como discípulos del Señor.
Encontrarnos, mirar el rostro el uno del otro, intercambiar el abrazo de paz, orar unos por otros, son dimensiones esenciales de ese camino hacia el restablecimiento de la plena comunión a la que tendemos. Todo esto precede y acompaña constantemente esa otra dimensión esencial de dicho camino, que es el diálogo teológico”.
ACTUAR
Cuando hay problemas, sentémonos a dialogar como hermanos. Seamos claros al exponer lo que pensamos, pero sobre todo humildes, para descubrir la verdad y lo bueno que dicen y hacen los demás. No empecemos con ofensas y descalificaciones, porque éstas endurecen el corazón y cierran la mente.
Cuando hay conflictos en la familia, es esencial el diálogo entre esposos, entre padres e hijos y entre hermanos. El diálogo nos ayuda a encontrar la verdad, para aclarar muchas cosas que a veces nos imaginamos sobre los otros, y que no son ciertas. Pero antes hay que saludarnos, perdonarnos, orar juntos, comer en paz y sin reproches, hacer a un lado el pasado y no estarlo reprochando a cada rato, ayudarnos.
Cuando hay divisiones en las comunidades, orar mucho al Espíritu Santo, autor de la armonía en la diversidad, y buscar estrategias de diálogos, con la ayuda de mediadores y conciliadores; antes, sanar el corazón, para encontrarnos en un ambiente de amor y de respeto.