Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
En el centro del mes de agosto brilla la solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora. Además de celebrar la gloria que mereció nuestra Madre por su total correspondencia a la gracia de Dios, es también una imagen de la bienaventuranza que nos espera, si respondemos con fidelidad a la vocación cristiana.
«Mientras la Iglesia —recuerda el Concilio Vaticano II— ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cfr. Ef 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado; y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos».
En el mes que ahora comenzamos, hay otras advocaciones marianas que nos colman de gozo. Mañana, día 2, es la memoria de Nuestra Señora de los Ángeles. El 5, aniversario de la dedicación de la basílica de Santa María la Mayor, recordamos la maternidad divina de Nuestra Señora. Finalmente, el día 22, celebramos la coronación de la Virgen Santísima como Reina y Señora de lo creado. La fecha siguiente, 23 de agosto, nos trae el aniversario del momento en que san Josemaría escuchó en su alma aquella exhortación: Adeámus cum fidúcia ad thronum glóriæ, ut misericórdiam consequámur: vayamos con confianza al trono de la gloria, a María Santísima, para alcanzar misericordia.
Estas fechas invitan también a considerar que Dios nos ha preparado una morada eterna en el Cielo, donde habitaremos con el alma y el cuerpo glorificados, tras seguir lealmente el camino que Dios haya marcado a cada persona, conscientes de que son muchos —innumerables— los modos de recorrer la senda que conduce a la gloria.
A la mayor parte de los hombres y mujeres, el Señor los llama a santificarse en el estado matrimonial; otros, también muchos, reciben el don del celibato, con el que sirven a la Iglesia y a las almas indivíso corde, con un corazón indiviso. En cualquier caso —sea en el matrimonio, sea en el celibato— se trata siempre de una vocación divina, un llamamiento que el Señor dirige a cada criatura.
Ya desde los años 30 del siglo pasado, san Josemaría predicaba con plena convicción esta realidad; tiempos, en los que la vocación a la santidad se entendía casi exclusivamente referida a los sacerdotes y a quienes escogían la vida religiosa. Sin embargo, nuestro Padre insistió, en su predicación y en la dirección espiritual con la gente joven: ¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? —Pues la tienes: así, vocación.
Para la buena educación de los hijos, se precisa ayudarles a adquirir la preparación idónea para su libre elección del camino que les lleve a Dios, tarea muy propia también de los padres. La Iglesia ha insistido siempre en que los padres y madres no pueden delegar esta obligación en otras personas. Ya Pío XI denunció los males de «ese naturalismo que (...) invade el campo educativo en una materia tan delicada como es la moral y la castidad». Y san Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio, reafirma que «la educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable para los padres (...). Ante una cultura que "banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta», quienes hacen cabeza en el hogar han de considerar muy seriamente, en ese cometido, la dignidad de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios.
En este contexto, es del todo irrenunciable la educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de cada hombre, de cada mujer, y les vuelve capaces de respetar y promover la pertenencia del cuerpo a Dios. Por eso, quienes presiden la familia han de poner una atención y un cuidado especial, discerniendo los signos de la llamada de Dios a la educación para la virginidad, como forma suprema del don de uno mismo que constituye el sentido intrínseco de la sexualidad humana.
Ciertamente, los padres y las madres pueden y —en algunos casos— deben solicitar consejo a personas bien formadas, pero la iniciativa y la responsabilidad pertenecen siempre a ellos. No han de mostrar reparos o miedos a afrontar estos temas. Me dirijo especialmente a los fieles y a los Cooperadores de la Obra llamados al estado matrimonial. Con sentido sobrenatural y cariño humano, con garbo cercano, advertiréis las inquietudes que surgen en vuestros hijos, y actuaréis entonces con delicadeza, apoyados en la oración.
San Josemaría aconsejaba seria y cariñosamente a los padres, que se ocuparan ellos mismos de hablar a los hijos sobre el origen de la vida, utilizando ejemplos inteligibles. Gran horizonte también para aquellos matrimonios a los que Dios no ha concedido descendencia, para colaborar con su ejemplo y su palabra en la defensa de la estupenda virtud de la castidad.
Os recordaba que Dios llama a la mayor parte de los hombres y de las mujeres al estado matrimonial. En la preparación de ese paso, un papel importante corresponde al noviazgo. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que los hijos tienen el derecho y el deber de elegir su profesión y su estado de vida, a la vez que añade: «Estas nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una relación de confianza con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán dócilmente. Los padres deben cuidar de no presionar a sus hijos ni en la elección de una profesión, ni en la de su futuro cónyuge. Esta indispensable prudencia no impide, sino al contrario, ayudar a los hijos con consejos juiciosos, particularmente cuando éstos se proponen fundar un hogar».
Nuestro Fundador recomendaba que el tiempo del noviazgo no se prolongase demasiado: lo lógico para llegar a un suficiente conocimiento mutuo y comprobar la existencia de un amor, que deberá después crecer siempre más. Mientras tanto, es preciso atenerse con templanza y señorío a las exigencias de la ley de Dios.
Por desgracia, también en este campo se han difundido ideas y comportamientos erróneos, que contrastan frontalmente con la ley natural y la ley divina positiva. El Papa Francisco, en una audiencia, exponía meses atrás algunos puntos de la enseñanza tradicional de la Iglesia. Entre otros, recuerda que la alianza de amor entre el hombre y la mujer, alianza por la vida, no se improvisa, no se hace de un día para otro. No existe el matrimonio express: es necesario trabajar en el amor, es necesario caminar. La alianza del amor entre el hombre y la mujer se aprende y se afina. Y añade con realismo: quien pretende querer todo y enseguida, luego cede también en todo —y enseguida— ante la primera dificultad (o ante la primera ocasión).
Si los padres están atentos al desarrollo físico y espiritual de los hijos, podrán advertir con mayor facilidad cuándo precisan de un oportuno consejo o una orientación. Al mismo tiempo, han de reconocer la posible y magnífica llamada de alguno, para dedicarse al servicio de Dios y de las almas en celibato apostólico. Cuando los padres se asustan ante esta circunstancia, y se oponen inmoderadamente a esa elección, demuestran —por lo menos— que el espíritu de Jesucristo ha calado poco en sus almas, que su cristianismo se queda mucho en superficialidad. Es lógico que consideren el asunto en la presencia de Dios y que, si se mueven con una postura intransigente, cambien de actitud. Pienso que sólo quienes aman el camino del celibato, entenderán con más profundidad la grandeza de un matrimonio limpio.
Vuelvo al principio de estas líneas. San Josemaría fue, por querer de Dios, un heraldo decidido de la llamada a la santidad en todos los estados. Repetía a menudo que bendecía el amor de los esposos con sus dos manos de sacerdote, porque los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio (...). Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino —me gusta escribirlo con mayúscula— que es la esencia misma de toda vocación cristiana.
No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter regnum coelórum (Mt 19, 12), por el reino de los cielos. Estoy convencido de que cualquier cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son compatibles, si procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y si procura también conocer, aceptar y amar su propia vocación personal. Es decir, si tiene fe y vive de fe (...).
Por eso, un cristiano que procura santificarse en el estado matrimonial, y es consciente de la grandeza de su propia vocación, espontáneamente siente una especial veneración y un profundo cariño hacia los que son llamados al celibato apostólico; y cuando alguno de sus hijos, por la gracia del Señor, emprende ese camino, se alegra sinceramente. Y llega a amar aún más su propia vocación matrimonial, que le ha permitido ofrecer a Jesucristo —el gran Amor de todos, célibes o casados— los frutos del amor humano.
El próximo día 15 renovaremos —como todos los años— la consagración del Opus Dei al Corazón dulcísimo de María, que nuestro Padre realizó por vez primera en la Santa Casa de Loreto, en 1951. Os animo a repetir muchas veces la jaculatoria que entonces nos recomendaba —Cor Maríæ dulcíssimum, iter para tutum!—, pidiendo también a la Virgen que prepare a todos un camino seguro: a quienes han recibido la vocación matrimonial y a quienes siguen a Jesucristo por la senda del celibato apostólico.
Hace pocos días, he tenido ocasión de acercarme a Lourdes y, con la imaginación, a todos los santuarios dedicados a nuestra Madre, acompañándoos a los lugares a donde vayáis. No dejéis de uniros a mi oración por el Papa, sus intenciones y el próximo Sínodo sobre la familia. Fechas atrás me repetían personas ajenas a la Obra: "En el Opus Dei se ama mucho a la Virgen"; no les falta razón, y hemos de esforzarnos —cada una, cada uno— en ir a más.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier