Queridos monaguillos:
Agradezco vuestra presencia tan numerosa, que ha desafiado el sol romano de agosto.
Agradezco al Obispo Nemet, vuestro Presidente, las palabras con las que ha introducido este encuentro. Os habéis puesto en camino desde diversos países para peregrinar a Roma, el lugar del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo. Es importante ver que la proximidad y la familiaridad con Jesús en la Eucaristía sirviendo el altar se convierte también en una oportunidad para abrirse a los demás, para caminar juntos, para marcarse metas comprometidas y encontrar la fuerza para alcanzarlas. Es fuente de verdadera alegría reconocerse pequeño y débil, pero saber que, con la ayuda de Jesús, podemos ser revestidos de fuerza y emprender un gran viaje en la vida a su lado.
También el profeta Isaías descubre esta verdad, a saber, que Dios purifica sus intenciones, perdona sus pecados, sana su corazón y lo hace idóneo para llevar a cabo una tarea importante, la de llevar al pueblo la palabra de Dios, convirtiéndose en un instrumento de la presencia y de la misericordia divina. Isaías descubre que, poniéndose confiadamente en manos del Señor, toda su vida se transformará.
El pasaje bíblico que hemos escuchado nos habla precisamente de esto. Isaías tiene una visión que le permite percibir la majestad del Señor, pero, al mismo tiempo, le revela que él, aun revelándose, sigue estando muy distante.
Isaías descubre con asombro que Dios es quien da el primer paso, el primero en acercarse; se da cuenta de que la acción divina no se ve obstaculizada por sus imperfecciones, que únicamente la benevolencia divina es lo que le hace idóneo para la misión, transformándole en una persona totalmente nueva y, por tanto, capaz de responder a su llamada y decir: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8).
Hoy, vosotros sois más afortunados que el Profeta Isaías. En la Eucaristía y en los demás sacramentos experimentáis la íntima cercanía de Jesús, la dulzura y la eficacia de su presencia. No encontráis a Jesús en un inalcanzable trono alto y elevado, sino en el pan y el vino eucarísticos, y su palabra no hace vibrar las paredes, sino las fibras del corazón. Al igual que Isaías, cada uno de vosotros descubre también que Dios, aunque en Jesús se hace cercano y se inclina sobre vosotros con amor, sigue siendo siempre inmensamente más grande y permanece más allá de nuestra capacidad de comprender su íntima esencia. Como Isaías, también vosotros tenéis la experiencia de que la iniciativa es siempre de Dios, porque es él quien os ha creado y querido. Es él quien, en el bautismo, os ha hecho criaturas nuevas, y es siempre él quien espera pacientemente la respuesta a su iniciativa y el que ofrece el perdón a todo el que se lo pida con humildad.
Si no ponemos resistencia a su acción, él tocará nuestros labios con la llama de su amor misericordioso, como lo hizo con el profeta Isaías, y esto nos hará aptos para acogerlo y llevarlo a nuestros hermanos. Como Isaías, también a nosotros se nos invita a no permanecer cerrados en nosotros mismos, custodiando nuestra fe en un depósito subterráneo en el que nos retiramos en los momentos difíciles. Estamos llamados más bien a compartir la alegría de reconocerse elegidos y salvados por la misericordia de Dios, a ser testigos de que la fe es capaz de dar un nuevo rumbo a nuestros pasos, que ella nos hace libres y fuertes para estar disponibles y aptos para la misión.
Qué bello es descubrir que la fe nos hace salir de nosotros mismos, de nuestro aislamiento y que, precisamente rebosantes de la alegría de ser amigos de Cristo, el Señor, nos mueve hacia los demás, convirtiéndonos naturalmente en misioneros.
Vosotros, queridos monaguillos, cuanto más cerca estéis del altar, tanto más os recordaréis de dialogar con Jesús en la oración cotidiana, más os alimentaréis de la Palabra y del Cuerpo del Señor y seréis más capaces de ir hacia el prójimo llevándole el don que habéis recibido, dándole a su vez con entusiasmo la alegría que se os ha dado.
Gracias por vuestra disponibilidad de servir en el altar del Señor, haciendo de este servicio una cancha de educación en la fe y en el amor al prójimo. Gracias por haber iniciado también vosotros a responder al Señor como el profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8).