Miriam Díez Bosch
Cuando el debate se simplifica la sociedad se divide en "buenos" y "malos"
Leticia Soberón Mainero, psicóloga mexicana, doctora en Ciencias Sociales por la Pontificia Universidad Gregoriana y Cofundadora del Innovation Center for Collaborative Intelligence, explica que es nuestra manera de ver el mundo la que nos permite afrontar el día a día y “actuar de manera coherente”. Pero en este día a día, muchas veces se demoniza al otro, y se hacen pasar las ideologías por delante de las personas.
“El ser humano tiene muchas maneras de construirse ideas sobre la perfección y de luchar para adecuarse en todo lo posible a esa construcción mental. De hecho no hay casi nadie que no tenga una imagen de la perfección a la que aspira, tanto individual como colectivamente”, explica esta doctora, que ha estado dos décadas en la Santa Sede trabajando en asuntos de comunicación.
Para Soberón, “el riesgo que siempre podemos correr es el de «enamorarnos» de esas ideas y convertirlas en el único criterio al que todo el mundo debería aspirar. Podemos llegar a estar tan convencidos de que todo debería ser como pensamos, que padezcamos una disconformidad creciente con la realidad propia y la de los demás”.
Esto todavía puede considerarse, a pesar de sus riesgos, “una situación frecuente que aboca a la persona en una fricción interminable con la realidad”, y un “descontento profundo” que no termina de desaparecer hasta que es capaz de cuestionar −al menos un poco− las propias ideas e incorporar nuevos elementos a su pensamiento.
Pero no es fácil hacerlo. Nuestro modo de ver el mundo nos permite afrontar el día a día y actuar de manera coherente. Por eso −explica− cuanto más simplista y «en blanco y negro» sea nuestro sistema ideológico y de creencias, más fácil será asumirlo y más difícil ser críticos con él.
“Las creencias y las ideologías pueden radicalizarse tanto en la cabeza y el corazón de las personas, que se conviertan en fanatismo”. Esa manera apasionada, acrítica y primaria de adherirse a unas afirmaciones que nos permiten colocarnos en situación de juzgar como inadecuados a todos aquellos que no las comparten.
Dice José Lázaro en su libro La violencia de los fanáticos que no hay actos más mortíferos que los cometidos por personas que tienen unas creencias fanatizadas, porque convierte sus propias ideas en un paradigma que debe ser seguido por todo el mundo.
Así pues, no se asesina a unas pocas personas −como en los crímenes pasionales−, sino se aniquila a todo aquél que no piense como el fanático. Hay innumerables ejemplos históricos dramáticos en el siglo XX, pero presentes en toda la historia, que nos alertan de su peligro.
Soberón cree que “los fanatismos son una manera de escapar a los límites propios” y de la propia «tribu», sea ésta cual sea. También se convierten en una fuente de perfección obligatoria: «O eres como yo y piensas lo que yo, o no mereces vivir».
La simplificación del mundo es la que hace que se divida en término de buenos y malos.
El núcleo de la construcción del enemigo es la deshumanización: el otro es un ser anónimo, sin rostro y sin individualidad. Sólo una amenaza. En su forma más extrema, ésta es la lógica terrorista.
Citando al psiquiatra Enrique Baca, se hace “construyendo sistemáticamente al enemigo”. Y se hace así:
- Los líderes políticos o los líderes de opinión insisten sobre las grandes diferencias entre el propio grupo y el del adversario. −Se describe al adversario como una amenaza para la propia familia, modo de vida, hijos, patria, etc. Esa amenaza está personificada en cualquier miembro de ese grupo, por lo cual se apoya sobre el prejuicio, la generalización y la etiqueta.
- Se hace ver al propio grupo como víctima de esa amenaza. −Se generalizan los calificativos hacia el otro grupo, se deshumaniza progresivamente al adversario y se le convierte en enemigo; cada vez tiene menos rango de persona y más de caricatura, la etiqueta de bestia salvaje. −Entonces ya no es sujeto de diálogo: debe ser destruido. La lógica de la perfección obligatoria para todos termina siendo obviamente una fuente de sufrimiento, violencia y disgregación social: no todos los seres humanos están obligados a buscar la perfección de la misma manera y es cruel imponer un solo paradigma, fuera del cual se dice que no hay vida digna de ser llamada humana.
Soberón compartió estas ideas en el marco del Ámbito Maria Corral.