El Evangelio de hoy (Lc 14, 15-24), continuación del de ayer, gira en torno al banquete que un jefe de los fariseos organizó y al que invitó a Jesús. En determinado momento —y aquí comienza este episodio “del doble rechazo”—, uno de los comensales, exclama: «¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!». Y entonces Jesús cuenta la historia de un hombre que dio una gran cena e invitó a muchos. Sus siervos dicen a los invitados: «Venid, que ya está preparado». Pero todos comenzaron a excusarse para no ir: quien porque ha comprado un campo, quien cinco pares de bueyes, quien porque se acaba de casar. ¡Siempre excusas! Se excusan. Excusarse es la palabra educada para no decir “rechazo”. Entonces el dueño manda a los siervos a las calles a llamar a pobres, enfermos, cojos y ciegos, y llegan a la fiesta.
Y el texto del Evangelio acaba con el segundo rechazo, pero esta vez de boca de Jesús. Jesús espera, da una segunda oportunidad, quizá una tercera, una cuarta, una quinta… Pero al final rechaza Él. Y este rechazo nos debe hacer pensar en las veces que Jesús nos llama: nos llama a celebrar con Él, a estar cerca de Él, a cambiar de vida. ¡Pensar que busca a sus amigos más íntimos y ellos le rechazan! Luego busca a los enfermos… y van; quizá alguno lo rechace. ¡Cuántas veces oímos la llamada de Jesús para ir a Él, para hacer una obra de caridad, para rezar, para encontrarlo y le decimos: “Perdona, Señor, pero estoy muy ocupado y no tengo tiempo. Sí, mañana, que ahora no puedo”. Y Jesús sigue allí.
¡Cuántas veces nosotros también pedimos a Jesús que nos dispense cuando nos llama a encontrarnos, a hablar, a tener una buena charla. También nosotros rechazamos la invitación de Jesús. Que cada uno piense: en mi vida, ¿cuántas veces he sentido la inspiración del Espíritu Santo a hacer una obra de caridad, a encontrar a Jesús en esa obra de caridad, de ir a rezar, de cambiar de vida en lo que no va bien? Y siempre he encontrado un motivo para excusarme, para rechazarlo.
Al final entrará en el Reino de Dios quien no rechace a Jesús o quien no sea rechazado por Él. Y ante quien piensa que Jesús es tan bueno que al final lo perdona todo, le digo: sí, es bueno, es misericordioso, pero es justo. Y si tú cierras la puerta de tu corazón por dentro, Él no puede abrirla, porque es muy respetuoso de nuestro corazón. Rechazar a Jesús es cerrar la puerta por dentro y Él no puede entrar. Y nadie, al rechazar a Jesús, piensa en esto: “Yo cierro la puerta a Jesús desde dentro”.
Finalmente, ¿quién paga el banquete? ¡Jesús! El apóstol Pablo, en la primera Lectura (Flp 2,5-11), nos enseña la factura de esa fiesta hablando de Jesús que «se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, (…) Y se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». ¡Jesús pagó la fiesta con su vida! ¿Y yo digo: “no puedo”? Pidamos al Señor que nos dé la gracia de entender este misterio de dureza de corazón, de obstinación, de rechazo y la gracia de llorar: “¿Tú has pagado así esta fiesta y yo no quiero ir?”.