Salvador Bernal
El mensaje de Cuaresma invita a celebrar la Pascua como fiesta de la llamada del hombre a una nueva generación
Estudiaba primero de Derecho en Madrid cuando leí una máxima que tendría mucha influencia en mi vida: “De que tú y yo nos portemos como Dios quiere −no lo olvides− dependen muchas cosas grandes” (Camino, 755). Me ha venido a la cabeza al leer estos días el mensaje pontificio para la Cuaresma de 2019, titulado “La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8,19)”.
En la presentación del documento en Roma, intervino el Card. Turkson, Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. Hizo un recorrido histórico-bíblico, a partir de los relatos del libro del Génesis, sobre la creación y el pecado, con la figura de Noé, protagonista de la primera salvación del resto de fieles, frente a la apostasía universal que habría movido a Dios a destruir los seres humanos… Pero Noé anuncia la liberación del mal y el pecado; a la vez, la creación entera será redimida de la maldición, de los males que sufre a causa del pecado de la humanidad. Lo había señalado Gaudium et Spes 13: “Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación”.
El mensaje de Cuaresma invita a celebrar la Pascua como fiesta de la llamada del hombre a una nueva generación, cuya realización, aun proyectada hacia el futuro, está arraigada en el presente: vivir la realidad de la redención, ganada por la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos hace hijos de Dios, y reabre las puertas a la relación con las tres Personas de la Trinidad.
Como señala el cardenal Turkson, “la maduración y el crecimiento de la imagen de Cristo en nosotros nos guían hacia la regeneración en la gloria de los hijos de Dios, y con nosotros también el resto de la Creación. Este es el escenario de nuestro compromiso de Cuaresma de este año: experimentando constantemente el pecado humano (que es una relación de filiación traicionada), tenemos al mismo tiempo la posibilidad de la gracia de la redención de Cristo y del don de su Espíritu”.
En el cuerpo del mensaje, el papa Francisco sugiere varios puntos de reflexión, ordenados alrededor de tres puntos:
1. La redención de la creación: vivir como hijos de Dios −esto es, como personas redimidas que se dejan llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14)−, “beneficia también a la creación, cooperando en su redención”. No ignora el pontífice el gran contrapunto, agudizado quizá en los tiempos que corren: “La armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte”.
2. La fuerza destructiva del pecado: “Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas −y también hacia nosotros mismos−, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca”. No es necesario detenerse a describir consecuencias que están en la mente de todos, tanto en el plano personal como respecto de los demás, la sociedad y el planeta enteros: prepotencias, avidez, búsqueda inmoderada del placer, indiferencia hacia el prójimo, explotación ilimitada de las personas y de la creación. Pero el cristiano no desespera, porque tiene a su disposición recursos ilimitados, especialmente la capacidad de perdón, ignorada a mi juicio por las religiones de cuño oriental o las conocidas vulgarmente como “del libro”. Lo resume el papa en el tercer punto de reflexión:
3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón: el camino hacia la Pascua llama “a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.
Ese enfoque aporta un sentido social, cósmico −¿cómo no recordar el cántico Trium puerorum del Libro de Daniel?-, a los elementos clásicos de la Cuaresma, como signo sacramental de la conversión: el ayuno, la oración y la limosna. Ayuno, frente a la tentación de “devorarlo” todo, de saciar la avidez. Oración, “para renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia”. Dar limosna, contra “la necedad de vivir y acumular todo”.
La Cuaresma ayuda a recuperar “la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad”.