P. Antonio Rivero, L.C.
TERCER DOMINGO DE CUARESMA - Ciclo C
Textos: Ex 3, 1-8a.13-15; 1 Co 10, 1-6.10-12: Lc 13, 1-9
Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.
Idea principal: La higuera de nuestra alma está llamada a dar frutos de penitencia y conversión.
Síntesis del mensaje: Sin duda alguna que todos los males que sufrimos a nivel personal, familiar, social, eclesial, mundial…se deben a nuestros pecados. No es que Dios nos castigue. Pero nuestros pecados no quedan impunes. Pagamos las consecuencias de nuestros extravíos. Por eso, urge dar frutos de conversión. Sólo si nos arrepentimos, obtendremos la misericordia de Dios (evangelio) y Él nos llenará de frutos de santidad. Cuaresma es el tiempo de la experiencia de la misericordia y liberación de Dios (1ª lectura). Quien crea que está firme, que cuide para no caer (2ª lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Cristo en esta Cuaresma, y durante nuestra vida toda, nos llama a la conversión y a dar frutos de conversión. Sólo así llegaremos preparados para la Pascua. Somos higueras que Él plantó en el jardín del mundo. Dios nos ha dotado con la capacidad de hacer el bien, de cultivar la justicia y de mantener unas relaciones sanas con los demás y con Dios mismo. Pero como dueño y Señor de esas higueras que somos nosotros, puede exigirnos y pedirnos cuentas. La conversión lleva consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las enseñanzas de Cristo, y la vuelta sincera a Dios. No bastaría el proponernos cambiar de vida, si no hay dolor por las faltas cometidas. La conversión no es sólo hacer penitencia, en el sentido de realizar unas obras de ayuno o de limosna. La palabra griega para penitencia es “metánoia”, que significa cambio de mentalidad. Lo que nos pide Dios en la Cuaresma es un cambio en un nivel bastante más profundo que el de las meras obras exteriores. Una conversión, si es auténtica, “hace daño”, porque significa meter el “dedo en la llaga” y corregir las raíces de nuestros males. Si hay que “operar”, tenemos que estar dispuesto a coger el bisturí y a cortar lo que sea necesario, y no conformarnos con aplicar una pomada suave que no llega a las raíces de nuestro mal. Y lo que tenemos que cortar sin contemplaciones son las causas de nuestros pecados que ofenden a Dios y a nuestros hermanos.
En segundo lugar, Cristo espera frutos concretos de conversión de nuestra higuera (evangelio). Pablo en la segunda lectura a los cristianos de Corinto les echó en cara que algunos de los israelitas que hicieron el camino con Moisés por el desierto no agradaron a Dios, ni fueron fieles a la Alianza, dejándose llevar de las tentaciones de los pueblos vecinos. Se buscaron otros dioses permisivos. Por eso no entraron en la tierra prometida. Para Pablo eso debería servirnos de escarmiento a nosotros. No basta con pertenecer al pueblo de Dios, o con decir unas oraciones o llevar unas medallas o ir de peregrinación a un Santuario. Algo tiene que cambiar en nuestra vida para que nuestra higuera personal dé los frutos que Dios espera. Tenemos que ser sinceros y entrar en nuestra huerta interior y matar todo bicho o plaga que está destruyendo nuestra higuera: egoísmo, indiferencias, protestas, rebeldías interiores, maltrato al prójimo, infidelidad matrimonial o sacerdotal, mentiras y estafas. Si hay que fumigar con abono eficaz la huerta, ¿a qué esperamos? Si hay que regarla con la oración, ¿por qué le damos largas? Si hay que podar, tomemos las tijeras y cortemos sin contemplaciones. La paciencia de Dios puede tener un límite: “Corta esa higuera”.
Finalmente, ¡cuántos siglos viene Dios pidiendo frutos! Pensemos en aquella Europa cristiana[1], que recibió la primera semilla de la fe por boca de los apóstoles mismos, regada con la sangre de innumerables mártires, protegida por santos pastores, civilizada por multitud de monjes, enriquecida con toda clase de dones. Beneficiaria, ella también, de un amor de gran predilección por parte del Señor. ¿Y qué encuentra ese Dueño? Algunos frutos buenos, ¡bendito sea Dios! Pero cuánto fruto malo: ateísmo, agnosticismo, indiferentismo, relativismo, caída de la fe y cierre de iglesias y monasterios, avance de otras religiones fanáticas y blasfemas, como dijo el Papa Francisco, que en nombre de Dios perpetran atentados inhumanos. ¿Dónde están las virtudes cristianas que hicieron posible la edificación de las magníficas catedrales, la creación de las escuelas y universidades, la construcción de una sociedad que tenía por ley el Evangelio, los tesoros del arte, las obras maestras de la literatura cristiana, el gobierno de príncipes santos: san Fernando III de Castilla, santa Margarita de Escocia, san Vladimiro de Kiev, san Luis IX de Francia, san Matilde de Ringelheim, y tantos otros? Oremos por aquellos cristianos fieles que en la vieja Europa, madre de nuestra cultura y de nuestra fe, siguen combatiendo el buen combate, y pidamos con ellos al dueño del campo que le dé a aquella bendita tierra “un año más”, y la gracia de que sus corazones se abran a la penitencia que da frutos de vida eterna.
Para reflexionar: Nuestro Señor Jesucristo es un Rey misericordioso que perdonará a quienes confiesen humildemente sus pecados; no perdonará a quienes se rehúsen a echarse a sus manos bondadosas. ¡Abramos nuestras almas al regalo de su misericordia! Sólo así podremos dar frutos de conversión, de santidad y de vida eterna. Miremos nuestro corazón, ¿qué frutos estamos dando a nivel personal, a nivel familiar, a nivel laboral, a nivel parroquial?
Para rezar: Señor y Dios nuestro, tenme paciencia, pues quiero dar fruto abundante para mayor gloria tuya. No me maldigas, como maldijiste aquella higuera en la que sólo encontraste hojas (cf. Mt 21, 19). No quiero que me quites tu Reino, para entregarlo a un pueblo que produzca los frutos que esperas (cf. Mt 21, 43). Que tome conciencia, Señor, que tu Padre Dios será glorificado cuando dé mucho fruto y muestre así que soy tu discípulo (cf. Jn 15, 8).