Juan Luis Selma
Fomentar la comunicación y la comprensión deben ser tareas de esfuerzo cotidiano
Hay que superar muchas inquinas y rencores y todo el mundo es digno de respeto, pero si de verdad buscamos una convivencia pacífica, no es conveniente azuzar a unos contra otros; se corre el peligro de que las mesas contra el odio fomenten más fobias.
Se podría clasificar a las personas según su corazón: la gente de bien y los llamados “malajes”. De entrada, todos nos apuntamos al primer equipo, pero antes debemos superar la prueba, hacer una pequeña encuesta para asegurarlo. No “todo el mundo es bueno”. Lo ideal sería tener facilidad para empatizar con todos, para comprender y respetar las diferencias y los diversos puntos de vista, pero no es tan fácil. Hay contextos que ayudan, que promueven el diálogo, la comprensión y el perdón; otros fomentan la reivindicación y la confrontación.
El próximo 16 de octubre serán beatificados en la Catedral de Córdoba 127 mártires asesinados por odio a la fe durante la persecución religiosa de 1936. Es conmovedor su testimonio de perdón y, como recomiendan a su parentela, no guardar rencor y perdonar. El seguimiento de Cristo y su gracia son lo que hace posible este comportamiento heroico y ejemplar.
Veamos algunos ejemplos. Francisco Herruzo escribe a su hijo poco antes morir: “Te ruego encarecidamente que nunca tomes venganza sobre mis enemigos. ¡Perdónalos! Y Dios te lo premiará”. Antonio Cabrera, sacerdote, dijo al ser fusilado: “Pido a Dios que sea mi sangre la última que se derrame en Pedroche” y murió diciendo: “Pobre pueblo, Señor, perdónalos”. Todos murieron perdonando, al igual que su Maestro, que no solo perdonó, sino que disculpó.
Leemos en el Evangelio de hoy que Juan le dice al Señor: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros”. Es significativa esta reacción de los discípulos, expresa esa deformación tan extendida de estar a la defensiva: el que no está conmigo está contra mí. Un engreimiento, un orgullo, una ofuscación que nos encierra como una ostra en nuestras conchas y caparazones, que pronto saca las púas en defensa propia. Que solo ve potenciales enemigos en los demás, en aquellos que no son de los míos, de mi familia, de mis ideas.
Los nacionalismos, las ideologías, los movimientos excluyentes difícilmente ven lo bueno de los otros, no saben sumar, solamente restar y dividir. Esto lleva al autoritarismo que ejercen cuando tienen poder. Los demás son considerados parias, ciudadanos de segunda clase, no aptos o incluso enemigos. Es un reflejo de la lucha de clases que se ha extendido a diversos signos políticos y sociales. La intolerancia hacia lo que no es “políticamente correcto”, la falta de entendimiento entre los partidos políticos, la estigmatización de los creyentes −especialmente de los católicos−, la fácil ruptura de las familias son un elenco de la polarización de la sociedad.
San Juan Pablo II animaba a la Iglesia cara al nuevo milenio a vivir en comunión. Nos decía: “Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un don para mí, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias”. Lo que hace frente al odio es la comprensión, el perdón, la comunión.
Fomentar el diálogo, la comunicación y la comprensión deben ser tareas de esfuerzo cotidiano. En el entorno familiar viene bien saber expresar nuestros sentimientos y estado de ánimo, no quedarnos en responder un “bien” como respuesta al “cómo estás”. Comentar que estamos cansados, o que nos duele la cabeza, o que hemos tenido un mal día puede ayudar al cónyuge a situarse y mostrarse especialmente cariñoso o comprensivo. Si hay algo que nos molesta especialmente, lo debemos decir. También ayuda fijarnos en algunas manifestaciones que reflejan el estado interior del otro para tener cuidado de “no ir pisando callos”.
Es el amor el antídoto del odio. Amor que hemos recibido gratuitamente de Dios y de los nuestros. Amor que tiene más fuerza que la lava incandescente de un volcán. Amor que debemos dar de un modo desinteresado, ya que no es objeto de compraventa. Amor verdadero que busca hacer feliz y, en el caso de los cristianos, que es extensible al molesto o al enemigo. A veces nos podemos plantear que esto es de tontos, que no lleva a ninguna parte, que es dar pábulo a los “malajes”; pero tenemos que tener claro que responder con la misma moneda no arregla nada: las mesas del odio lo alimentan y hacen infelices a los que se sientan en ellas.
Fuente: eldiadecordoba.es