Héctor Lugo
Pero las únicas llaves de la felicidad, que nos unen a Dios, son aquellas que Él nos ha dejado con su Encarnación: la fidelidad y la cruz.
El refranero, en su sabiduría, enseña que «no hay mejor salsa en el mundo que el hambre». Pero entre todas las apetencias, existe una que es reduplicadamente hambre: el deseo de felicidad. Y es que todo hombre se presenta ante la vida como un “obrero de patio”, cuya única especialización es su necesidad de ser feliz.
Si abrimos nuestros ojos y acotamos un pedazo de planeta, advertiremos que vivimos perpetuamente preocupados por tejer sueños e ilusiones que nos lleven a la felicidad. El trabajador la busca en una nómina más justa. El futbolista en los vítores arrancados de las gargantas de la afición. Los niños en juguetes tan maravillosos como terroríficos sus precios. La señora en unos coquetos y no siempre discretos, escaparates de moda. El vanidoso en las proezas y cremas que lo cotejarán al 007. Y hasta el pobre suicida la buscaba ciegamente en el ojo del arma letal. Pero lo que es un hecho, es que todos, en todos los tiempos y en todas partes, de uno u otro modo buscamos la felicidad.
La palabra “felicidad” tiene un aire positivo en nuestras conversaciones, fiestas, propagandas comerciales, y todo tipo de circunstancia, asociándola generalmente al confort y bienestar. Pero un cristiano sabe que la felicidad es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente».
Pero ¿por qué los cristianos no siempre somos felices, si es que poseemos el gran secreto? Quizá por el mismo motivo por el que los incrédulos no lo son: porque no sabemos por qué y cómo debemos ser felices; es decir, porque nos hemos quedado con el vestido de Primera Comunión, y la definición de felicidad no es más que un dato de nuestro surtido bagaje cultural, sin llegar a entender y menos a encarnar lo que ello significa.
La felicidad no se da sin la fidelidad y la fidelidad nunca aparece sin la felicidad. La fidelidad es la respuesta adecuada a una promesa que se hace en virtud de la confianza que se tiene en una persona que se ama.
Para hacer una promesa de amistad, no se necesita cruzar el Atlántico en el vientre de una ballena, encontrar el arca de Noé o tomarse una foto con King-Kong. No, prometer nuestra amistad es una acción más sublime que todo ello; es una actividad creativa que implica valentía, soberanía de espíritu, y una gran capacidad de sacrificio frente a los cambios que uno pueda experimentar en el futuro. Pero tal promesa sólo se transforma en fidelidad cuando la edificamos día a día con el fuego del amor con que la emitimos, y no nos quedamos únicamente en buenas “intenciones platónicas”.
La promesa de fidelidad, por su parte, crea un vínculo interpersonal que sólo puede sostenerse en el amor. La fidelidad, por lo tanto, no es aguantar, tarea propia del borrico, el muro, y el “tackler” de fútbol americano. La fidelidad es construir una promesa. Tampoco la fidelidad es encadenamiento a una promesa, del mismo modo que lo estamos a un contrato bancario. La fidelidad es libertad de alma porque es creativa. Mucho menos es resistir en el tiempo, como si fuésemos museos con pies o ejemplares de “Jurassic Park”. La fidelidad es esencialmente un progreso continuo en la calidad de amor.
Pero ¿a quién podemos hacer depositarios de nuestra promesa de fidelidad? En primer lugar, a Aquel que nos regaló su amistad y nos hizo una promesa de fidelidad desde la eternidad, sin mayor razón que su amor. Ese mismo que murió en una cruz para comprarnos el cielo, y que, a pesar de nuestras constantes derrotas, sigue poniendo nuestro nombre en el billete de apuestas.
Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero, el amor a Él ya no es sólo un mandamiento, sino la respuesta al don de su amor, con el cual nos sale al encuentro. Esta respuesta viene expresada en la importancia que le demos en nuestra vida, que va desde las cosas más banales, como cumplir con el precepto dominical, hasta la fidelidad heroica en los momentos en que nos haga más partícipes de su cruz.
Amar a Dios es en realidad una mentira si nos cerramos al prójimo. La fidelidad será una respuesta de amor, por la cual los demás encuentren en nosotros un supermercado de comprensión, compañía, perdón, y sobre todo un lugar donde tengan las puertas de nuestra disponibilidad abiertas las 24 horas, a pesar de las adversidades e incluso infidelidades que podamos experimentar. Ser fiel es, pues, querer y ayudar siempre, incluso cuando el marido no es precisamente “el príncipe azul”, la esposa ya ha dejado muy atrás las señales de la juventud, el hijo tiene un cultivo de materias suspensas en su boleta de calificaciones, o el cliente no ofrece grandes beneficios económicos
Finalmente, la fidelidad que tributamos a Dios y a los demás sólo se puede dar como un paisaje de nuestra intimidad: la fidelidad sólo es auténtica si también somos fieles a nosotros mismos. Esta fidelidad se manifiesta en la coherencia cristiana entre eso que somos y eso que profesamos con nuestra conducta, cualquiera que sea el camino que Dios nos haya trazado: obrero, madre de familia, sacerdote, religiosa, enfermo, taxista, empresario…
Eso de ser hombre sigue siendo una profesión honrosa y la vida una aventura, precisamente porque estamos llamados a ser felices. Pero las únicas llaves de la felicidad, que nos unen a Dios, son aquellas que Él nos ha dejado con su Encarnación: la fidelidad y la cruz. Y aunque estas llaves no son placenteras, sí son un regalo, un don, tal vez el único que, al final de la vida podamos poner en las manos del Padre; y son las mismas que hacen que ya desde ahora gocemos de esa alegría que tienen los que aman de veras. Como diría santa Teresa de Lisieux: «quiero pasar mi cielo, haciendo el bien en la tierra».
Fuente: es.catholic.net/