Juan Luis Selma
Nos gustaría vivir en un mundo que garantice el buen hacer de todos para ser felices
Hace unos días tuve la alegría de administrar el bautismo a tres criaturas: dos mellizas y su prima. Una ceremonia familiar y un poco ruidosa. Asistían el resto de primos. Le pedí a uno de los mayores, tendría unos cinco años, que hiciera de monaguillo, cuando me dirigí a la sede la encontré ocupada: el monaguillo, un hermanito y su primo, con dificultad pude sentarme. Toda una fiesta.
En un momento de la celebración me comentaba feliz el abuelo que, en toda la familia, incluyendo la política, no había nadie separado.
No acabo de entender los reproches que se la hace a la Iglesia y a Dios. Se les tiene como los grandes enemigos del hombre, los que constriñen la sociedad y te amargan la vida. Se dice que los mandamientos de la Ley de Dios son cadenas, freno para la realización del hombre, oscuridad para las inteligencias… igual yo soy tonto, pero lo veo en modo positivo. Son el manual de la felicidad, lo que da una vida lograda y que se incluyen en el paquete al salir de la fábrica: “lea las instrucciones si quiere que la criatura sea feliz”.
Hace unos años, paseando por un pueblo vasco con el párroco, nos encontramos con el alcalde, militante de un partido nacionalista y combativo con la Iglesia. Me dijo el párroco que, extrañado de que llevara a su hijo a la catequesis, le preguntó el motivo. La respuesta fue “sois los únicos que enseñáis a los niños a honrar padre y madre”. Desgraciadamente son pocos los que tienen la valentía de enseñar el camino de la plenitud, de la felicidad, de lo que es acorde con la dignidad humana y, entre esos pocos, se encuentra la Iglesia católica.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”. Dios no quiere agobiar a los hombres, como tampoco su Iglesia. Lo que busca es nuestra felicidad y, para ello, nos impone los límites imprescindibles, lo mínimo para defendernos de nuestros errores y egoísmos, lo que marca el camino de lo mejor, de lo que más nos conviene. Todo esto con respeto, sin coaccionar, con el cariño con el que unos buenos padres velan por sus hijos.
Nos gustaría vivir en un mundo en el que estuviera garantizado el buen hacer de todos para ser felices, en el que fuéramos valorados y queridos, donde los derechos fundamentales estuvieran protegidos. Que hubiera una autoridad sabía y prudente de la que emanaran leyes justas y que cuidará de los más débiles e indefensos, que gratificara el buen hacer de los ciudadanos.
Un mundo en el que la vida estuviera protegida, cuidada. En el que se velara por el respeto, el buen nombre y la salud de todos. Que tuviera unos principios constitutivos que impidieran los abusos de autoridad de los poderosos y en el que pobres y ricos, sabios e ignorantes, jóvenes o mayores fueran iguales ante la ley.
Una sociedad en la que las relaciones estuvieran tuteladas por la verdad, donde no tuviera cabida la mentira ni el engaño, sería muy bonita. Nos podríamos fiar de los demás. Ayer escuché en la radio que unas madres tenían un grupo de whatsapp del colegio para pillar las mentiras de sus hijos. Hay métodos mejores como el acostumbrarnos a decir siempre la verdad en casa y premiarla, no castigar al que ha tenido la valentía de reconocer su culpa.
También sería estupendo que las familias encontraran apoyo, estuvieran protegidas, se facilitara la natalidad y el cuidado de mayores y enfermos. Habría que difundir las escuelas de cómo hacer familia, los mediadores de conflictos que ayudaran a entenderse. Que florecieran entornos de amor y de comprensión. Hogares unidos en los que los niños pudieran gozar del cariño y de la presencia de papá y mamá y del cuidado y sabiduría de los abuelos.
Entornos limpios, sanos, libres de tanta contaminación, también ideológica. Un mundo en el que se valorara tanto lo físico como lo espiritual y artístico. Donde una buena canción no necesitara dosis de destape para poder ganar un festival. ¡Qué bonito sería que el valor de la sexualidad estuviera en su sitio, en el entorno del amor!
Una sociedad en la que todos pudieran desarrollar su personalidad haciendo fructificar sus cualidades con un trabajo digno y valorado, sin tener que recurrir a las limosnas de las subvenciones, en la que todos tuvieran sus necesidades cubiertas y fuéramos solidarios con los otros.
Nos puede ayudar a entendernos y vivir una buena vida saber de dónde venimos y a dónde iremos. Sabernos hijos de Dios y hermanos unos de otros. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Un mundo en el que el Buen Dios es querido y valorado.
Fuente: eldiadecordoba.es