JUAN MANUEL DE PRADA
Terminábamos nuestro artículo anterior con una observación muy atinada de Concepción Arenal, que nos alertaba sobre los males más pavorosos, que no son los que «las leyes condenan y la opinión anatemiza», sino aquellos que «destrozan el cuerpo social con la tranquilidad de la conciencia y beneplácito de la comunidad». Esta reflexión de Arenal viene como de molde a nuestra época, que el asesinato de sus hijos lo llama ‘derecho a la salud reproductiva’; y que, en la apoteosis de la ‘banalidad del mal’, puede utilizar la misma ley en la que se decreta la matanza legal de inocentes para legislar sobre las bajas laborales por dolor menstrual o el precio de las compresas.
Hay quienes piensan que estas iniquidades cesarán con tan sólo quitar de la poltrona a quienes hacen las leyes, poniendo a otros en su lugar; en lo que actúan con la impaciencia impetuosa e ingenua de Pedro, cuando en Getsemaní desenvaina la espada y rebana una oreja a Malco. Para que estas iniquidades sean aborrecidas hace falta que se restaure el bien común que ha sido arruinado por un régimen político inmundo; y para ello hace falta que brille la luz moral. Pero, como nos enseña la propia Arenal, «la luz moral no surge repentinamente, como una luz que hace desaparecer las tinieblas, sino que se va infiltrando por el cuerpo social a través de numerosos obstáculos». Si los hombres viviesen quinientos años renegarían de los males que hoy aplauden, pues tendrían memoria de la luz moral hoy oscurecida, y alcanzarían a ver los efectos pavorosos de las aberraciones que aplauden. Pero sólo viven —si antes no les da una repentinitis— setenta u ochenta años, de manera que aspiran sinceramente a alcanzar la felicidad matando inocentes; pues no tienen memoria de la luz moral ni alcanzan a avizorarla. Y contra estos hombres impacientes sin luz moral sólo se puede oponer la paciencia, que es la virtud propia de los hombres capaces de vivir quinientos, mil, dos mil años; es decir, de los hombres vinculados por una tradición. Con paciencia lograremos que la luz moral se infiltre en el cuerpo social. Pero la paciencia no consiste en sentarse a esperar.
Para muchos sigue siendo un misterio que el cristianismo lograse expandirse bajo la férula de Roma. ¿Cómo un grupo mistérico del Mediterráneo oriental, compuesto mayormente por gente humilde, pudo llegar a sustituir los opíparos y divulgados cultos que contaban con el respaldo de las élites? ¿Cómo pudo sobreponerse a leyes adversas y concepciones sociales radicalmente hostiles? ¿Fue su desmesurado celo, su eficaz proselitismo, la sobriedad de su propuesta moral? Alan Kreider, en un libro titulado expresivamente La paciencia (Ediciones Sígueme), sostiene que el secreto fue fundamentalmente la práctica de la paciencia, acompañada de un esfuerzo por cambiar el estilo de vida imperante en la época. La virtud de la paciencia ayudó a los cristianos a comprender que su fe era un fermento que actuaba lentamente; y que lo hacía a través de hombres anónimos e insignificantes, con frecuencia incluso esclavos, que no podían imponer sus designios. Gentes, en fin, que no eran precisamente los ‘amos del mundo’, pero que aplicaban la máxima de Tertuliano: «Que canse tu paciencia a la maldad».
Aquellos cristianos no se angustiaban ante las leyes inicuas que dictaba el Emperador, no recurrían a soluciones mágicas y fulminantes. La conducta que encarnaban era elocuente en sí misma: cortejaban y se dejaban cortejar con reverencia y delicadeza, eran fieles a sus cónyuges, acogían con gratitud al fruto de su amor y lo educaban rectamente, para que luego él también obrase del mismo modo. Y sus contemporáneos, al verlos obrar de este modo perseverante, se sentían intrigados e inquiridos por la moral que inspiraba su conducta. Y este modo de obrar se convirtió para sucesivas generaciones en fuente de esperanza, curtiéndolas en la tribulación y en el desengaño, fortaleciéndolas en el sufrimiento, ensanchando el horizonte escatológico de su existencia. Exactamente lo contrario ocurría a sus contemporáneos paganos, cuya impaciencia los conducía cada vez más apresuradamente a la infelicidad, a la amargura, al tedio, a la soledad, a la desesperación, como le ocurre a la generación presente que asesina a sus hijos y se pide la baja laboral porque le duelen los ovarios yermos y el alma expoliada. Nada comenzado por la impaciencia concluye sin fracaso. La paciencia, en cambio, explora otras salidas, descubre tierras incógnitas, abre horizontes imprevistos.
Tengamos, frente a esta generación apremiante y marchita, la paciencia de quienes han vivido quinientos, mil, dos mil años y se saben destinados a la eternidad. La Roma inicua cayó; y caerá también esta época podrida.
Fuente: abc.es