José Antonio García-Prieto Segura
“Cuando Vd. se vaya, Padre, ¿qué quiere dejarnos en el corazón a sus hijos sudamericanos?”
El 26 de junio se cumple un nuevo año de la partida de san Josemaría a la Casa del Padre, en 1975. La foto que acompaña estas líneas se tomó justo un año antes, en Argentina. Aquel viaje apostólico iniciado en Brasil lo proseguiría después por Chile, Perú y Ecuador; aquí, su salud muy resentida le impidió visitar Colombia y Venezuela como hubiera deseado. A Buenos Aires acudieron gentes de Uruguay, Paraguay y Bolivia. Eran momentos sumamente delicados en la situación política y social de Argentina, con crispados enfrentamientos por banderías humanas, polarización en torno al peronismo, y grave deterioro en la convivencia ciudadana. Señalo este contexto para entender mejor aún la respuesta de san Josemaría a la pregunta que, en uno de aquellos encuentros con miles de personas, le hizo una joven argentina.
Su autora, María Hortensia, después de agradecerle la estancia en el país, micrófono en mano le preguntó: “Cuando Vd. se vaya, Padre, ¿qué quiere dejarnos en el corazón a sus hijos sudamericanos?” Sin preámbulo alguno y con gran fuerza y vibración en su voz, respondió: “¡Qué sembréis la paz y la alegría por todos lados!: ¡que no digáis ninguna palabra molesta para nadie!; ¡que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros! ¡Que no maltratéis jamás a nadie; que seáis hermanos de todas las criaturas! Sembradores de paz y de alegría. ¡Con los brazos abiertos donde quepan todos: los de la derecha y los de la izquierda, los de enfrente y los de atrás! ¡Todos, todos, todos! (…) Nosotros cristianos hablamos de entendimientos, de cambiar impresiones para llegar a un acuerdo. Pero ¡de pelearse, de odiarse..: No!” Y después de recordar lo fugaz de esta vida y animar a gastarla cara a Dios, dirigiéndose de nuevo a la joven de la pregunta, deseaba una convivencia en la que “les deis a todos esta inquietud de acción de gracias que tú me has dado con tus palabras. Porque me has conmovido, y me haces decir otra vez al Señor: 'gratias, Tibi, Deus, gratias' Tibi!’".
Concluyó así en latín, con repetidas gracias a Dios, porque quizás sintió una vez más que todo se lo debía al Señor: desde poder dirigirse a aquella multitud deseosa de escuchar de sus labios palabras evangélicas, hasta la misma respuesta llamando a la concordia y sin luchas fratricidas; gracias, en fin, por su propia vida y por el regalo divino del Opus Dei en la Iglesia, con su mensaje de buscar la santidad a través de las tareas ordinarias, sin apartarse del mundo. Este era su “legado” principal; y legado menor, la respuesta que acababa de dar. Merece algún comentario, empezando por presentar a los participantes en aquellas reuniones.
Quienes acudieron a los encuentros eran personas de toda procedencia social, de diversas posiciones en lo profesional, político, cultural, así como de diferentes situaciones familiares, económicas, etc. Aquel conjunto variopinto venía a ser como una gota de agua en el dilatado océano de las gentes del mundo. Pero las gotas de agua siempre son iguales y, por eso, los problemas de quienes conformaban aquellos auditorios −en lo tocante a sus relaciones de convivencia humana y social− idénticos también a los de cualquier otro grupo humano en el resto del planeta, porque la naturaleza humana siempre es la misma en todas partes. Por eso, su llamada a la concordia fraterna, yendo más allá del inmediato contexto histórico de aquellos momentos, servía y sirve hoy para todos.
Muchos habrán visto la filmación de aquel encuentro; la espontaneidad, y convicción con que acompañó sus palabras, se percibían como claro reflejo de lo que llevaba en su corazón y procuraba vivir. Y como un eco llegado de lejos, me hicieron imaginar la fuerza con que Jesús habría lanzado su legado final: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio”, es decir difundid la paz y la alegría que encierran mi vida y enseñanzas.
Paz y alegría son dones divinos y humanos ofrecidos por Jesús el mismo día de su Resurrección al presentarse a los apóstoles: “La paz esté con vosotros (…) los discípulos se alegraron” (cf. Jn 20, 19-20); y lo reiteró: “Les repitió: la paz esté con vosotros”, para, seguidamente, hacer lo que el Padre celestial había hecho con él: “Como el Padre me envió así os envío yo” (Jn 20, 21), es decir, id a sembrar la paz y la alegría evangélicas. También, hacia el final de su respuesta, san Josemaría lo volvió a repetir: que seáis “sembradores de paz y de alegría”. Las semillas de esta siembra divina las hacemos nuestras si seguimos a Jesús, entregándonos como él hasta el fin. Vale la pena el esfuerzo para buscar, en medio de la natural diversidad de pareceres y opiniones, la concordia fraterna ya sea en el hogar, en el ámbito laboral, en la vida política y cultural, y en el ancho mundo de los más variados intereses.
Termino con un imborrable recuerdo: en la década de los 60 viví varios años en Roma, cerca del Padre; y de nuevo, de 1971 en adelante. Menos de 24 horas antes de entregar su alma a Dios, pasé junto a él unos momentos de esparcimiento familiar, en los que apenas habló. Rememoro muy bien su porte, hasta el extremo fatigado y a la vez sereno, así como su figura y su rostro que reflejaban el agotamiento de una vida consumida hasta el fin por amor de Dios. Parecía el vivo trasunto de otro afán que deseaba igualmente para sus hijas e hijos espirituales: “Hemos de querer morir de viejos, exprimidos como un limón que no puede dar una gota más”. Diría que el Señor también esto se lo había concedido, junto a su abrazo ya inminente y eterno en el Cielo.