Alberto Nahum García [Com 00 PhD 05]
En los últimos dos años, el escritor canadiense y profesor de Psicología en la Universidad de Toronto Jordan B. Peterson (Edmonton, Canadá, 1962) ha construido un discurso firme y a contracorriente sobre cuestiones controvertidas del pensamiento actual. Además, lo ha hecho llegar a un público amplio, a través de la distribución en las redes sociales de sus clases, conferencias y publicaciones y del contacto directo con personas que discrepan de sus ideas.
Jordan B. Peterson decidió enfrentarse al dragón. El 27 de septiembre de 2016 gritó basta. Armado con coraje intelectual y verbo preciso, grabó el vídeo de YouTube que le cambiaría la vida: «Un profesor contra la corrección política». Ahí nacía —aunque su éxito llevaba tiempo cociéndose— el intelectual liberal-conservador más decisivo de los últimos años. Decisivo no tanto por la profundidad o la originalidad de su pensamiento, sino por la eficacia y el alcance de su mensaje.
La implosión del fenómeno Peterson prende al calor de la última de las escaramuzas en las guerras culturales, esas que —salvo ciertas resistencias anglosajonas en el asunto del aborto— la izquierda ideológica parece ganar por goleada en la esfera pública. La batalla más reciente tiene que ver con la tran-sexualidad y la elasticidad del género. En este entorno —ejemplo ilustrativo de las políticas de identidad que asuelan los campus universitarios— hay activistas que, al no encontrar acomodo en lo que denominan el género binario (masculino/femenino), demandan que la gente se refiera a ellos empleando su pronombre escogido; es decir, el que debe manejar el hablante al emplear la tercera persona: elle, en español (en lugar de los tradicionales él o ella), ze, xe o they, en inglés (en lugar de she o he). La terminología no está aún del todo definida.
El problema para Jordan Peterson vino cuando el Gobierno regional de Ontario quiso aprobar una ley (la Bill C-16, en otoño de 2016) que calificaba como delito de odio el no utilizar ese pronombre escogido. Mediante una matizada argumentación, Peterson denunció que su problema era con el «habla obligatoria», esto es, con que le forzaran a emplear lo que denomina como neologismos nacidos de un laboratorio ideológico y emboscados en la trampa de la compasión.
En un mundo de fast food intelectual y lapidaciones tuiteras, el razonamiento de Peterson fue inicialmente repelido por el establishment canadiense, que se afanó en aplicarle el sufijo -fobo, una terminación de probada radiactividad social. Jordan Peterson, conviene recalcarlo, no se oponía a la condición transexual de nadie e, incluso, aceptaba usar esos nuevos pronombres si una persona se lo pedía. Simplemente, no toleraba la obligatoriedad; es decir, que el poder político impusiera qué se tenía que decir, de la noche a la mañana, por ley, siguiendo las indicaciones de unos activistas. Un paralelismo: es como si, de repente, el Gobierno español decretara que quien no desdoble continuamente el género gramatical («todos y todas») en sus comunicaciones públicas está incurriendo en un delito de odio contra la mujer. Una negociación lingüística entre particulares pasaría, entonces, a convertirse en discurso obligatorio.
Mucho más que una cuestión gramatical
Aquello fue la llama que encendió la mecha. A Peterson le llovió de todo, desde manifestaciones de estudiantes airados hasta advertencias de su propia universidad. Pero aquel vídeo no era un exabrupto sino una madurada reacción ante los excesos de la izquierda posmoderna en el ámbito público. Peterson había estudiado durante más de una década la psicología del totalitarismo nazi y comunista y la Bill C-16 era la gota que colmaba el vaso. Él detectaba ahí una semilla totalitaria y decidió tratar de atajarla de raíz, evitando contribuir a su florecimiento. Dijo basta, en una suerte de alarde churchilliano. Allá donde acudía a defender sus ideas llevaba este planteamiento hasta las últimas consecuencias. Por ejemplo, así cerraba un acalorado debate en la televisión de Ontario, pocos días después de su irrupción en la esfera pública: «Si me multan, no pagaré. Si me encarcelan, me pondré en huelga de hambre. No voy a hacerlo. Y punto. No voy a usar las palabras que otras personas me obligan a usar. Especialmente si se trata de palabras inventadas por ideólogos de extrema izquierda».
Peterson aguantó la tormenta durante meses, debatiendo con sus críticos en radios, televisiones, redes sociales e, incluso, en los propios campus donde algunos radicales boicoteaban sus charlas, gritándole nazi, supremacista e intolerante. En la configuración del icono Peterson siempre resonará el eco de su figura —ataviado con tirantes y remangada la camisa— respondiendo con templanza a un grupo de estudiantes que le chillaban, coléricos, todo tipo de epítetos. O aquella otra vez en la que, ante el boicot violento, se le ve gritando a pleno pulmón, a cielo abierto, terminando en la calle la conferencia que le habían reventado y reivindicando por qué la libertad de expresión es la columna vertebral de cualquier sociedad abierta y civilizada. Tamaña exhibición de coraje intelectual y resistencia a la turba propulsó su meteórico despegue. Mucha gente, especialmente jóvenes, conectó con un tipo que desafiaba con argumentos la espiral del silencio impuesta por la corrección política.
Y lo hace desde un porte erudito, rápido de reflejos, respetuoso pero implacable en la réplica. Peterson es un buen orador y contador de historias. Incluso posee un punto simpático, como demuestra la extraordinaria popularidad —carne de meme— de uno de sus consejos: «Ordena tu habitación», una llamada metafórica a que los millennials activistas mejoren lo que tienen alrededor antes de aspirar a la revolución social cegados por la simplificación ideológica: «Si ni siquiera puedes mantener tu habitación ordenada, ¿quién demonios eres para dar consejos [económicos y sociales] al mundo?».
Escuchar una de sus clases —todas en abierto y gratuitas, en YouTube y podcasts— es dejarse envolver por un razonamiento divulgativo, que una y otra vez se detiene para anticipar y refutar las posibles críticas. Sus charlas, siempre sin papeles, mezclan su experiencia clínica, la investigación académica en Psicología y la interpretación jungiana del mito. Improvisa, pensando en alto, de modo que la audiencia casi puede escuchar los mecanismos de su mente en funcionamiento.
Así ha conectado con millones de personas de todo el mundo, gente razonable y tan normal como los demás, cansadas de ser tildadas de racistas, machistas, tránsfobas o privilegiadas por el mero hecho de pensar diferente o, simplemente, por haber nacido hombres y blancos. Y lo ha logrado empleando con tino las herramientas que las tecnologías digitales permiten: tiene un millón de seguidores en YouTube y sus vídeos suman cerca de cincuenta millones de visualizaciones. Además, su popularidad le ha permitido contar con un ingente apoyo económico por parte de sus seguidores que él ha invertido en realizar más y mejores vídeos, viajar para entrevistarse con otros profesores, subtitular sus clases a decenas de idiomas y transcribir sus largas conferencias sobre los mitos bíblicos para que puedan ser accesibles en todos los formatos. Si a este despliegue le sumamos los fragmentos que otros cientos de cuentas emiten —tanto por entrevistas en multitud de podcasts y programas online, como por remix que los fans realizan de sus propios vídeos—, el alcance de sus mensajes resulta vertiginoso. Su ubicuidad online abruma.
No en vano, su producto más visitado es una entrevista en el Channel 4 británico, no una pieza de su propio canal de YouTube. La entrevista que le hizo la aguerrida Cathy Newman en enero se hizo viral. La presentadora se empeñaba en atizar a un hombre de paja, presuponiendo que las tesis de Peterson eran machistas e intolerantes. Las calmadas respuestas de Peterson —reivindicando matices, aportando datos, corrigiendo asunciones, citando estudios científicos— dejaron repetidamente en evidencia los prejuicios de Newman, desconcertándola hasta la zozobra cuando la puso ante su espejo: la libertad de expresión también podía resultar muy incómoda, pero es imprescindible para poder pensar y buscar la verdad; un ejemplo de pensamiento práctico ejecutado sobre la propia periodista.
La entrevista, además de propinar un nuevo empujón a la fama de Peterson, explica otra de las razones de su éxito: su capacidad para articular ideas que las élites mediáticas consideran «incorrectas» o «atrasadas». De hecho, Peterson es uno de los máximos exponentes de lo que el matemático norteamericano Eric Weinstein denominó la «web profunda intelectual». Se trata de un grupo de periodistas, académicos e, incluso, cómicos que están aprovechando las posibilidades de internet para pensar en alto, sin las constricciones editoriales y de tiempo propias de los medios tradicionales. Son personas de filiaciones ideológicas muy diversas —desde el ateísmo socialdemócrata de Sam Harris hasta el conservadurismo pop y desacomplejado del judío Ben Shapiro— que apenas comparten dos grandes rasgos: su crítica a la izquierda cultural posmoderna y su insobornable defensa del debate y el free speech. Así, Peterson ha crecido gracias a las conversaciones de más de tres horas que realiza el cómico Joe Rogan o las entrevistas largas de Dave Rubin en YouTube. Al ser formatos extensos —para ver en el móvil o escuchar mientras uno conduce—, la posibilidad de desplegar pensamientos complejos y aplicar matices resulta estimulante para el receptor.
El caso del techo de cristal —las condiciones que impiden la presencia de más mujeres en puestos directivos— es un ejemplo señero de la potencia argumentativa de Peterson. Este asunto ocupó, por ejemplo, buena parte de la famosa entrevista con Cathy Newman. Si uno espera el maniqueísmo de un eslogan o un tuit, quedará decepcionado. Sin embargo, si uno dedica unos minutos a escucharle, descubrirá —apoyado en estudios científicos, ejemplos sacados de su consulta psicológica y una argumentación refinada que habitualmente parte de la biología evolutiva— que el sexo es solo uno más entre los muchos factores que explican ese techo de cristal.
Difícil de etiquetar
Las ideas de Peterson son más escurridizas de lo que las etiquetas proponen. Es indudable que se acerca ideológicamente a los postulados de un liberalismo clásico. Sin embargo, dista de declararse un enemigo del Estado, como muchos libertarios; al contrario, reivindica la red de seguridad que provee la Seguridad Social canadiense, por ejemplo. Igualmente defiende la importancia social y moral de la religión, se denomina cristiano y tiene una apasionante serie de quince conferencias sobre el significado psicológico de sucesos del Antiguo Testamento como la aparición del Mal en el Jardín del Edén, la hostilidad de Caín y Abel o el sacrificio de Abraham… Pero, a la pregunta de si cree en Dios, replica con un «Necesitaría cuarenta horas para poder responder a eso». Es un humanista radical, un optimista racional que se opone a todo tipo de neomaltusianismo, reivindicando los grandes logros sociales de la humanidad y, sin embargo, su concepción de la vida es trágica, agónica a ratos, atravesada constantemente por términos como malevolencia, caos y sufrimiento. Es decir, no es alguien que se acomode a la rigidez de las fórmulas. No es inconsistencia, sino aceptación de la complejidad.
Su libertad de pensamiento no casa bien con el actual clima de conformismo y corrección política de tantas universidades y departamentos de Recursos Humanos. No es casualidad que James Damore, el empleado de Google despedido por haber elaborado un documento —siguiendo una invitación de la propia empresa— explorando las causas por las que había menos mujeres que hombres entre los ingenieros de la firma, eligiera a Peterson para su primera conversación pública tras su linchamiento en prensa y redes sociales y su fulminante despido de Google. Tampoco es casualidad que, en noviembre, Peterson fuera el protagonista involuntario de un escándalo que sacudió la universidad canadiense. Una joven doctoranda, Lindsay Shepherd, impartía clases de Comunicación en la Wilfrid Laurier University de Ontario. Para apoyar las explicaciones y espolear el sentido crítico de los alumnos, empleó un fragmento de un debate televisado donde Peterson discutía con un profesor de Estudios de Género sobre los pronombres escogidos; tres minutos con dos argumentaciones opuestas. A la propia Shepherd ni siquiera le convencía la posición de Peterson, pero pretendía hacer reflexionar a los alumnos sobre un asunto lingüístico relevante. No obstante, la universidad abrió expediente a la joven profesora y, en la conversación que Shepherd mantuvo con sus superiores, llegaron a comparar las ideas de Peterson con las de Hitler.
Como era de esperar, sus críticos lo estigmatizan con la etiqueta favorita del pensamiento débil actual: Peterson es el epítome de la alt-right (alternative right) norteamericana, una minoritaria corriente de extrema derecha, activa en internet aunque de limitada eficacia política, que ha emergido en paralelo al fenómeno Trump. Sin embargo, las críticas de Peterson al identitarismo blanco son habituales y sus charlas están trufadas de ejemplos extraídos de su estudio de la psicología de masas durante el nazismo. Fiel a su tenacidad casi obsesiva, Peterson no duda en responder a estas acusaciones, sobre todo si provienen de académicos o periodistas. También suele entrar al trapo de críticas mucho más elaboradas y vitriólicas —como las de la revista Current Affairs—, en las que él mismo ha llegado a perder la elegancia del fair-play, incurriendo en insultos.
Peterson afirma que lleva un año y medio viviendo con una ansiedad constante: la de cometer un error fatal. Decir algo inapropiado, medir mal un ejemplo, dejarse llevar en tal entrevista… Sabe que sus palabras andan sometidas a un escrutinio forense, y no solo por sus fans, sino por sus detractores, ávidos por encontrar la foto, el tuit o la frase que confirme la genética ultraderechista que alegremente le atribuyen. Sin embargo, aunque trata de cuidar mucho cada verbo, ha tenido patinazos: el más sonoro fue en marzo, cuando le tuiteó un «Fuck you!» al autor de un ensayo aparecido en The New York Review of Books titulado «Jordan Peterson y el misticismo fascista». La tentación del caos, como diría él, le acecha cada día; y tiene cada vez más colmillos goteando a su alrededor: «Me siento como si estuviera surfeando una ola gigante… y podría detenerse, o podría desplomarse y barrerme, o podría cabalgarla y continuar. Todas esas opciones son igualmente posibles».
Intelectuales heterodoxos
Entre las acusaciones intelectuales que recibe destacan la de simplificar las características de la posmodernidad, cuya corrupción intelectual denuncia sin descanso; la de sugerir una suerte de conspiración izquierdista para tomar los medios y las universidades; y la de sobrevalorar el peso de la biología, cayendo en cierto determinismo. En todo caso, son discusiones que él siempre acepta mantener: por ejemplo, en enero debatió sobre moral y descendencia con David Benatar, filósofo antinatalista sudafricano, y parece que en octubre tendrá un cara a cara con el filósofo esloveno Slavoj Žižek, uno de los iconos de la izquierda de este siglo.
Es razonable que la izquierda, hablando genéricamente, esté mucho más incómoda ante su éxito. Porque es incuestionable que sus dianas favoritas —dada su influencia en el mundo universitario y en el mainstream mediático— son el marxismo cultural y la posmodernidad. Peterson critica sin descanso a la hija más destacada de ambas doctrinas —las políticas de identidad—, levantada sobre dos pilares que considera perversos: el victimismo incurable y el narcisismo de la diferencia. Este identitarismo ha sido abrazado por la izquierda radical, con sus negaciones de la individualidad, sus ingenierías sociales y sus intransigencias. Peterson se ha levantado contra esa intolerancia, amasando una notable cantidad de aliados en su camino. No solo millones de personas anónimas que veneran sus opiniones, sino intelectuales heterodoxos y valientes como Jonathan Haidt, Camille Paglia, Michael Shermer o Bret Weinstein. Entre todos están demostrando que el pensamiento crítico, con muy distintos bagajes culturales y sociológicos, aún posee músculo para presentar batalla. Y, lo que es más importante, cuenta con un inmenso apoyo popular más allá de las torres de marfil de los medios de comunicación y la academia.
Durante la década de los ochenta, Peterson tenía constantes pesadillas de aniquilación nuclear. Para liberar esa tensión intelectual que le atenazaba, dedicó tres horas diarias, durante años, a pensar sobre las estructuras profundas de la sociedad y las creencias humanas. Ahí nació Maps of Meaning: The Arquitecture of Belief (Mapas de significado: la arquitectura de la creencia), un denso volumen de casi seiscientas páginas, publicado en 1999. El libro comienza con aroma a batalla épica: «Algo que no podemos ver nos protege de algo que no podemos entender. Lo que no podemos ver es la cultura, en su manifestación intrafísica o interna. Lo que no podemos entender es el caos que alumbró esa cultura». Como si fuera la lucha entre el Bien y el Mal, «si se altera la estructura de la cultura, inconscientemente, el caos regresa. Haremos cualquier cosa —cualquier cosa— por protegernos contra ese regreso». Peterson se ha convertido para muchos en cobijo contra la tormenta, en la vanguardia de la retaguardia. Porque su fulgurante ascenso no es más que el último asalto de esa guerra milenaria. Eso sí, con él, esta vez es el orden quien está devolviendo el golpe.
Fuente: nuestrotiempo.unav.edu