Eduardo Sanz de Miguel
1. Introducción
Adolf Loos, el precursor de la arquitectura moderna, explicaba: "Escribo para hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo". Y todo el sueño de la gran arquitectura moderna ha sido el poner al hombre en "hábitats" de aluminio y cristal para una vida nueva y el nacimiento de un hombre nuevo... En buena parte, el propósito de esta arquitectura ha sido un largo fracaso» (José Jiménez Lozano)
A lo largo del pasado siglo XX hemos asistido a una evolución radical en las costumbres, las relaciones, los valores y las creencias de nuestra sociedad. Naturalmente, esto ha tenido también su reflejo en el Arte. Los poderes políticos, los museos, los medios de comunicación social... han dado su apoyo incondicional a las vanguardias que separaban la creación artística de los cánones de belleza. Estaba vetada toda referencia al realismo, a la tradición, a la permanencia, a la mesura. Para ser modernos había que romper con lo anterior e inventarlo todo cada día. Una corriente de pensamiento, una escuela, una moda, quedaban anticuadas en pocos años. El arte ya no se entendía como un reflejo de la belleza eterna ni como una búsqueda de la armonía; debía manifestar la descomposición de nuestra sociedad y de sus estructuras.
Se pasó de habitar en casas familiares, normalmente heredadas de los mayores, a apartamentos anónimos y funcionales, despojados de toda pretensión estética. En las viejas casas, la distribución de los espacios, las paredes irregulares y los mismos muebles proclamaban la estética de lo hecho a mano, reflejaban las huellas de la historia (de la gran Historia y de las pequeñas historias familiares). En los nuevos «pisos» no había espacio para los viejos muebles. Los objetos de conglomerado, plástico, aluminio o cristal ocupan menos espacio y son más fáciles de limpiar. Pero no hablan de los esfuerzos de quienes los realizaron ni van asociados a recuerdos, por lo que no se reparan cuando se estropean o pasan de moda, sino que se cambian por otros. Algo similar se vivió en la Iglesia: los nuevos templos copiaban las naves industriales, se retiraron los santos a las sacristías, los ornamentos bordados en seda fueron sustituidos por otros de nailon o poliéster, los cálices labrados en plata por otros lisos de barro o de metales oscuros (todos iguales, todos realizados en serie, todos sin alma). Curiosamente, la mayoría vivió este proceso como una liberación.
A pesar de todo, en el corazón humano anida una obstinada nostalgia por los lugares y los objetos relacionados con nuestra infancia o que conservan la huella de las manos que los realizaron o los utilizaron. En las nuevas viviendas se ha regresado al ladrillo cara vista, a los acabados en madera, a las decoraciones tradicionales. Incluso los apartamentos comprados en los años 60-70 se han ido llenando de maderas torneadas, cerámicas, piezas de artesanía, objetos provenientes de anticuarios, curiosidades adquiridas en bazares... No es nada extraño encontrar en viviendas privadas un incensario, la columna de un retablo, o unas sacras retiradas de alguna iglesia.
Todo este proceso al que hemos hecho referencia ha influido en nuestra vida más de lo que a veces pensamos. El tipo de viviendas y los objetos con los que nos relacionamos han cambiado nuestra percepción del entorno y las relaciones inter-generacionales. Por poner sólo un par de ejemplos: Los abuelos o los familiares que llegan de visita ya no caben en nuestras casas; un cuadro o una imagen de la Virgen ya no tienen valor por lo que representan, sino por su condición de antigüedad, por su precio en el mercado. Muchas manifestaciones tradicionales de piedad han pasado a un desuso casi generalizado (las 40 horas, los 7 domingos de S. José, triduos y novenas, la música del órgano, el incienso, las capas pluviales...). Algunas veces han sido sustituidas por clases de Biblia o por el rezo de la Liturgia de las Horas. En otras ocasiones han dejado un vacío que se ha ocupado con telenovelas o paseos al Corte Inglés.
Hay que reconocer que las viejas fórmulas del culto y los antiguos espacios sagrados, aunque recubiertos por un polvo de siglos y necesitados de una revisión, mantenían el sentido del misterio, hacían tomar conciencia de lo sagrado, de los valores eternos e inmutables. Se necesitaba una reforma radical que simplificara el culto y la vida, aunque a veces se hayan producido tensiones y el resultado final no ha sido siempre el deseado. Curiosamente, hoy son los jóvenes los que recuperan el canto gregoriano y restauran lo que la generación anterior había condenado al olvido. Si hace unos años se insistía en la necesidad de odres nuevos para el vino nuevo (Mt 9, 17), hoy se subraya que el Reino de los Cielos es «como el padre de familia que sabe sacar del arcón lo viejo y lo nuevo» (Mt 13, 52), según conviene en cada momento.
Las disciplinas humanísticas, incluida la Teología, también han sufrido una enorme evolución en los años pasados. Las facultades de Teología han entrado en la dinámica de las especializaciones y hoy se puede realizar una licencia en Moral, Antropología Teológica, Liturgia o Mariología. El legítimo deseo de actualizar la vida y la reflexión de los creyentes nos ha hecho profundizar en las fuentes bíblicas y patrísticas y ha relegado al olvido muchas cuestiones que antes eran consideradas fundamentales, subrayando otras que anteriormente sólo se trataban de pasada. Por ejemplo: Hoy podemos encontrar una abundantísima bibliografía sobre la doctrina social de la Iglesia, pero apenas algunos volúmenes sobre los novísimos o sobre el pecado. Una cosa es cierta: nuestra fe se ha hecho más intelectual. Cada día nos resulta más difícil aceptar algo sólo porque lo dice la Iglesia. Las «rationes» han desplazado definitivamente a las «auctoritates».
Unos textos tomados de dos importantes pensadores de tiempos recientes pueden ayudarnos a situar el tema que pretendo desarrollar. El primero es de Unamuno:
«Perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas; la he recobrado pensando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios». A veces hemos presentado nuestra fe como un conjunto de enunciados que aprender de memoria. Pero Dios no es «algo» que se puede definir, medir o pesar, sino «Alguien» que sale a nuestro encuentro porque quiere entrar en relación con nosotros. En este venir a nuestro encuentro nos ha manifestado su belleza, ternura y generosidad. La experiencia de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), patrona de Europa, puede servirnos de ilustración. Mujer de capacidades sorprendentes: Filósofa, feminista, políglota, escritora, conferenciante... fue una incansable buscadora de la verdad. Cuando se convirtió, después de leer el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús, exclamó: «Ésta es la verdad. Yo he creído siempre que la verdad era algo intelectual, comprensible con el poder de la mente, y he descubierto que la verdad es algo vital, relacional: Dios mismo que sale a nuestro encuentro y nos ilumina».
La segunda cita es de Hermann Hesse: «Hay una teología que es arte y otra que es ciencia -o que se esfuerza en serlo-. Y los científicos siempre se han olvidado del vino antiguo en odres nuevos, mientras que los artistas, manteniendo despreocupados algún error externo, han traído consuelo y alegría a muchos. Es la eterna y desigual lucha entre crítica y creación, ciencia y arte, en la que siempre tiene razón aquélla sin que eso le sirva a nadie para nada; ésta, sin embargo, siembra una y otra vez la simiente de la fe, del amor, del consuelo, de la belleza y de la esperanza eterna, y encuentra siempre buen suelo. Porque la vida es más fuerte que la muerte y la fe más poderosa que la duda». Como podéis imaginar, yo abogo por una teología que tiene mucho de experiencia vital, arte, poesía y música, porque estoy convencido de que las palabras ordinarias son insuficientes e inapropiadas para hablar del misterio de Dios. S. Juan de la Cruz utilizó siempre esta manera de hacer teología, y lo justificaba porque así lo hizo Dios mismo: «En la Escritura Divina, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas».
2. Dios deja su huella en lo que hace
Todos los libros bíblicos utilizan narraciones llenas de imágenes, símbolos, juegos de números y palabras, para transmitirnos el mensaje de la Revelación. De manera especial lo hacen el Génesis y el Apocalipsis; aquellos que quieren reflexionar sobre el misterio de nuestro origen y de nuestro destino último (en definitiva, sobre el sentido de nuestra existencia). Nos acercaremos brevemente a los dos primeros capítulos del Génesis para profundizar en esta afirmación.
Génesis 1 narra de manera poética y solemne la obra creadora de Dios. Durante siete días Dios «habla» y con la fuerza de su Palabra todo llega a existir. Al principio, todo es desorden, tinieblas. Pero Dios va realizando una compleja obra, que corresponde a un plan perfectamente programado, para que del «caos» surja el «cosmos». Separa la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, los mares de los continentes, crea los distintos astros para iluminar el día y la noche, hace que surjan las plantas y los animales según sus especies... Después de cada operación, Dios contempla su obra y ve que es buena, que le ha salido bien. Como artista, se goza ante un proyecto largamente deseado y, finalmente, realizado. Después de crear a los seres humanos bendice su obra recién terminada y se alegra porque «era muy buena». Por último, crea y bendice el «sábado»: el día del descanso, de la contemplación, de la bendición, del gozo, de la comunión.
Génesis 2 presenta el mismo argumento de manera distinta. Es una narración mucho más antigua, con un lenguaje más popular, menos teológico, aunque no menos profundo. Habla de Dios como de un artesano, un «alfarero» que hace las cosas con sus propias manos, que se mancha con el barro, que cultiva un jardín, que pasea entre los árboles al atardecer... El Salmo 8 dice: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado...». Nos habla de la obra de «los dedos» de Dios, lo que hace una referencia más directa al contacto personal con el barro, al trabajo minucioso para crear piezas únicas. Todo lo contrario de las obras en serie. En la Escritura se utiliza muchas veces el verbo «modelar» para hablar del obrar de Dios. Se llega incluso a afirmar que Dios «modeló la luz». Así se indica que él se compromete con lo que hace, como el trabajador que se esfuerza para que su obra le salga bien.
Después de modelar al ser humano, Dios se nos presenta como el primer jardinero, ya que él mismo «planta un jardín». El jardín ocupa un lugar simbólico en toda la historia de la humanidad, porque es la naturaleza transformada por el hombre. El ser humano no puede sobrevivir en la selva, donde no hay sendas por las que desplazarse, ni espacios que cultivar y los animales salvajes suponen un peligro. Pero el jardín es la naturaleza «humanizada», imagen de nuestra propia vida, en la que la cultura y el espíritu transforman los instintos. Pues bien, Dios mismo nos regala un jardín, un espacio a medida humana, habitable, ameno, seguro. Con el pecado, el hombre se exiliará del jardín y volverá a la selva, a los instintos, a la violencia, al mundo animal.
«El Señor Dios plantó un huerto en Edén, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer... De Edén salía un río que regaba el huerto, y desde allí se dividía en cuatro. El primero se llama Pisón; es el que bordea la región de Evilá. En él hay oro. El oro de esta región es finísimo; y también hay allí resinas olorosas y piedras de ónice» (Gn 2, 8ss). En este jardín de las maravillas que Dios nos regala, deja su impronta. Aquí podemos descubrir claramente las ideas que vamos a desarrollar:
La belleza. Dios deja en sus obras un rastro de su ser. Por eso, los árboles que crea son «bellos» y «buenos» y en el jardín hay oro, piedras preciosas y perfumes. Todo ello nos produce sensaciones profundamente gratificantes.
La ternura. Dios no sólo crea lo necesario para la alimentación. Nos manifiesta su ternura en la creación de elementos totalmente innecesarios, como el oro, las gemas o el incienso, pero que hacen la vida humana más agradable.
La gratuidad. El hombre no puede presentar ningún derecho ante su hacedor. La misma vida es un don. Y todo lo que la acompaña, también. Además, Dios no da con medida, sino generosamente, desbordando cualquier cálculo humano. No nos da una tierra cualquiera, sino un jardín. No un río, sino cuatro. Incluso él mismo se hace compañero del hombre al atardecer, a la hora de la brisa.
Estos elementos se repetirán en cada una de las intervenciones de Dios a favor del pueblo o de los individuos. Coloca una túnica de piel sobre Adán, que se siente desnudo y una señal sobre Caín, que se siente amenazado. No sólo libera a Israel de la esclavitud, sino que lo enriquece con las joyas de los egipcios. No sólo libra del hambre al pueblo en el desierto, sino que le permite saciarse de codornices, etc. Un canto pascual de los israelitas nos servirá para tomar conciencia de lo dicho:
«¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor! Si sólo nos hubiera sacado de la esclavitud de Egipto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha regalado las riquezas de los egipcios. Si sólo nos hubiera regalado las riquezas de los egipcios, nos habría bastado. Pero, además, nos ha guiado por el desierto. Si sólo nos hubiera guiado por el desierto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha hecho cruzar a pie enjuto el mar rojo...». A continuación se van nombrando otras gracias recibidas del Señor: nos ha dado el maná, las codornices, el agua que manaba de la roca, ha hecho alianza con nosotros, nos ha librado de los enemigos, nos ha dado la tierra, etc. A Israel sólo le queda «dar gracias al Señor, porque es eterna su misericordia» (Sal 136).
3. La belleza de Dios
Los clásicos griegos y los Padres de la Iglesia invitaban a descubrir una huella de la belleza de Dios en su obra: la armonía de las esferas celestes, la interrelación entre las especies, la grandeza de la naturaleza... les hablaba de una belleza infinitamente mayor y mejor. S. Agustín de Hipona justifica, en parte, su propio extravío y el de sus contemporáneos, por la hermosura de la creación: «La belleza de tus criaturas me atraía y cautivaba mi corazón; y no sabía descubrir que era sólo un reflejo de tu infinita hermosura». Después de su conversión, la contemplación de la naturaleza le servía para acercarse a Dios. En su búsqueda del amado, S. Juan de la Cruz también pregunta a las criaturas, que le responden: «Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó de su hermosura». Todas las obras de Dios están revestidas de «mil» gracias, son un reflejo de la hermosura de su Creador. Pero, insiste él, son una huella ambigua y, a veces, confusa, ya que han sido realizadas «de paso», mientras que «las obras en las que más se detuvo son las de la Encarnación de su Hijo y los misterios de nuestra religión». En estas obras sí que se manifiesta plenamente la belleza del Creador. Hasta el punto de que el conocimiento que adquirimos de Dios a partir de las criaturas es «vespertino» (es decir, entre sombras), mientras que el conocimiento que nos produce la persona y obra de Jesús es «matutino» (es decir, claro y radiante). S. Juan de la Cruz insiste en que es a partir de la belleza del Señor Jesús, de su obra salvadora, de su revelación, como podemos conocer plenamente la hermosura de Dios y participar en ella.
«El estudio sobre los trascendentales (verum, bonum y pulchrum) ha ido unido desde los clásicos griegos. Se les considera inseparables, conscientes de que el descuido de uno de ellos repercute catastróficamente en los otros» (Hans Urs von Balthasar). A lo largo del s. XX se produjo una ruptura que, efectivamente, se ha demostrado fatal. Se consideraba que verdad, bondad y belleza no tenían por qué ir juntas. La belleza separada de la verdad se ha convertido en modas pasajeras. La verdad al margen de la bondad nos parece inalcanzable o inútil. La bondad sin la verdad se ha transformado en sinónimo de debilidad.
La separación entre verdad, bondad y belleza ya había comenzado con la reforma protestante, en el s. XVI. Mientras en la Iglesia Católica se consideraba el arte como una emanación de la belleza divina y se utilizaba en la transmisión de la fe, Lutero y Calvino insistieron en la vanidad e incluso en la maldad de todas las obras humanas y en la radical incapacidad del hombre de decir o representar algo sensato sobre Dios. De hecho, él mismo se ha manifestado en la fealdad de su contrario: en el dolor y en la muerte de Jesús. Ambos afirman que sólo se nos permitirá gozar de la belleza y de la gloria de Dios en la vida eterna.
«Todo aquel a quien le importen la amplitud universal, los espacios conformados, la humanidad heroica... se sentirá repelido por el Protestantismo. Lutero destruyó las áureas habitaciones del mito y puso en su lugar la estrecha choza del fundador. El que ama lo bello sentirá, como Winckelmann, frío en la buhardilla de la Reforma y marchará a Roma» (Gerhard Nebel, «El acontecimiento de lo bello»). El protestantismo mantiene una actitud polémica hacia todas las formas externas de la religión, a favor de la interioridad de la fe. Se comienza rechazando las ceremonias litúrgicas, las expresiones artísticas, la decoración en el templo, para pasar a poner en tela de juicio el valor de la razón, la analogía y las obras morales del ser humano y se termina eliminando la ejemplaridad de los Santos y persiguiendo la alegría, el goce y la complacencia de la vida. Si el hombre es un pozo de maldad, todo él está deformado por el pecado y todas sus obras son feas y malas, marcadas por el pecado. Precisamente, para salvarnos de nuestra postración, el Hijo de Dios «se ha hecho pecado por nosotros», cargando sobre sus espaldas nuestras miserias.
Pero el hecho de subrayar una teología de la cruz no nos puede hacer olvidar la teología de la gloria. En nuestra pobre historia y en nuestra realidad de pecado se ha revelado el hermoso designio de nuestro Dios, escondido durante siglos y ahora manifestado. Es verdad que la plenitud del Reino no llegará hasta la consumación de los tiempos, pero su presencia entre nosotros ya se ha inaugurado. Es verdad que Cristo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pero su humanidad transfigurada no puede dejar de manifestar su gloria, así como un frasco de perfume exhala el olor de la esencia que lleva dentro. La escena bíblica de la Transfiguración nos permite entender algo de este misterio: En la humanidad de Jesús se manifiesta su divinidad; en su pobreza, la gloria; en su aparente fracaso (no olvidemos que se produce de camino hacia Jerusalén, después del primer anuncio de la Pasión), un anticipo de su triunfo. La belleza de la creación, del arte, de la liturgia, de la vida entregada de los Santos... nos ayuda a intuir algo de la belleza del Señor y de la gloria del cielo. «El alma quiere hacerse semejante con su Amado, saboreando sus gozos y dulzuras y viviendo su misma vida para actuar como Él. Por medio del ejercicio del amor, absorta en su hermosura, quiere transformarse en su hermosura y hacerse semejante en hermosura para empezar a vivir y a gozar aquella hermosura que se le dará sin límites en la vida eterna» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).
4. La ternura de Dios
«Levántate, amada mía, preciosa mía, ven. Que ya ha pasado el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Las flores brotan en el campo y se oye el arrullo de la tórtola» (Ct 2, 10ss). El Cantar de los Cantares celebra el amor emocionado, bello, permanente, de un varón y una mujer que gozan y valoran la vida al encontrarse. Aventura de búsqueda y belleza, de gozo y libertad, de entrega y canto. Su introducción en el canon bíblico sirvió para que judíos y cristianos se sirvieran de él a lo largo de los siglos para hablar de la relación de Dios con su pueblo y con cada creyente. No tanto para hacer reflexiones filosóficas sobre el ser de Dios, cuanto para cantar experiencias de encuentro con él.
Oseas y los profetas posteriores a él ya nos habían acostumbrado a hablar de Dios como de un esposo lleno de paciencia y de ternura, siempre dispuesto a acoger y a perdonar: «Yo sanaré su infidelidad, la amaré gratuitamente» (Os 14, 5). Usaron incluso la imagen de una madre amorosa: «¿Acaso olvida una madre a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella lo hiciera, yo nunca te olvidaré.
Fíjate en mis manos, te tengo tatuada en mi palma» (Is 49, 15-16).
En la historia de la salvación y especialmente en Jesucristo se nos ha manifestado el amor, la paciencia, la fidelidad de un Dios que nos ama sin medida. Basta recordar la predilección de Jesús por todos los que no contaban entre sus contemporáneos: las mujeres, los niños, los enfermos, los pecadores, los excluidos... y las parábolas de la misericordia. Jesús come con los publicanos, tiene amistades de dudosa moralidad, se acompaña incluso de prostitutas. Ante quienes le reprochan su comportamiento, se justificará afirmando que ésa es la manera de actuar de Dios, que hace llover sobre buenos y malos y hace salir el sol sobre justos e injustos, que hace fiesta en el cielo por cada pecador arrepentido, que está siempre dispuesto a buscar la oveja descarriada, que no nos trata como merecen nuestras culpas ni nos paga con forme a nuestros pecados. Efectivamente, «Dios es más tierno que una madre» (Sta. Teresita). La misma Escritura nos recuerda que «como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103, 13).
No podemos olvidar las numerosas veces que la Biblia afirma que «Dios es compasivo y misericordioso». Pues bien, «misericordioso» en hebreo se dice «Rahum», que es una derivación de «Rehem», que significa «seno, útero materno». Lo que quiere decir que Dios nos ama con la ternura de una madre que nos hubiera generado y dado a luz. «Comunícase Dios con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a sus hijos, ni amor de hermano, ni amistad de amigo que se le compare. ¡Tan profunda es la dulzura de nuestro Dios! Él se emplea en regalar al alma como la madre en servir y regalar a su hijo, criándole a sus mismos pechos» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).
5. La gratuidad de Dios
«El informe EDIS, editado por Cruz Roja Española, revela que la libertad es el valor más altamente calificado por los consumidores de drogas. El estudio llama la atención sobre lo paradójico de la situación, ya que la brutal dependencia que originan algunas drogas, hace que en numerosos casos se pierda por completo la libertad. Si ponemos la libertad en la cumbre de los valores, no encontraremos ningún otro valor que justifique las limitaciones de la libertad, lo que resulta disparatado o criminal. Conviene subrayar que el supremo valor es la autonomía, la capacidad para elegir los propios fines, evaluarlos, justificar nuestra decisión, y tener energía para realizarlos» (José Antonio Marina, «Crónicas de la ultra-modernidad»). Si reducimos la libertad al libre albedrío, a la capacidad de optar entre varias posibilidades, ni Dios es libre (no puede elegir el mal, no puede odiar), ni el hombre tampoco (no puede decidir cuándo o dónde nacer, ni en qué familia).
Según la revelación, la libertad en Dios es la capacidad que constituye su ser, elegido y definido por él mismo, como Padre e Hijo en la unidad del Espíritu Santo, la capacidad que Dios tiene de ser él mismo y de actuar conforme a su propia esencia.
Toda la Sagrada Escritura es un testimonio de la absoluta libertad de Dios. Abrahán no fue elegido por sus méritos, sino por la generosidad de Dios. El pueblo no podía exigir a Dios que le ayudara a liberarse de la esclavitud. La Encarnación del Hijo de Dios no es un premio a nuestro buen comportamiento. «El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob» no ha sido ideado, forjado o exaltado por el hombre, no ha sido elegido por Israel. Es él quien se elige, decide y define a favor del pueblo y a favor del hombre. Es él quien ha enviado a su Hijo al mundo para hacernos partícipes de su misma vida.
Y la libertad de Dios, que se manifiesta en la historia de la salvación, es anterior al tiempo. Se manifiesta, en primer lugar, en el mismo acto de la creación. Él no era un ser solitario, que creó otros seres para tener compañía. Él es encuentro y comunión desde siempre. Plenitud de gozo. Vida desbordante. Crea otros seres para hacerles partícipes de su misma vida, su propio ser. «En la libertad de su gracia, Dios se manifiesta a favor del hombre. A pesar de su insignificancia, está con él. Pese al carácter corruptible y transitorio de su ser en la carne, está con él. Pese a su pecado y desobediencia, está con él... Dios nos dice, por el hecho de que su Hijo se hizo y es hermano nuestro, que quiso amarnos precisamente a nosotros, que nos ha amado, nos ama y nos seguirá amando, que ha elegido y decidido ser precisamente nuestro Dios» (Karl Barth, «El don de la libertad»).
S. Pablo se sentía desbordado por el amor de Dios, que nos ha amado primero, no por nuestros méritos, sino por su generosidad; no porque somos buenos o dignos de ser amados, sino porque él es bueno y lleno de amor. Dios nos ama de una manera gratuita por su parte e inmerecida por la nuestra: «Por la fe en Cristo hemos llegado a alcanzar esta situación de gracia en la que nos encontramos... Eramos incapaces de alcanzar la salvación... Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores... Cuando éramos sus enemigos, Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo... ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de gracia hay en Dios! ¡Qué insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién le dio primero para que tenga derecho a recompensa?» (Rm 5, 2.6.10; Rm 11, 33-35). «El piadoso y omnipotente Padre, es tan generoso y dadivoso cuanto poderoso y rico. Con la libertad de su generosa gracia sale a nuestro encuentro y nos busca» (S. Juan de la Cruz. «Llama de amor viva»).
6. Conclusión
«Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). En el rostro, en la vida y en las palabras de Jesús de Nazaret se nos ha manifestado en plenitud el misterio del Dios vivo, que antes sólo se nos revelaba de manera parcial, incompleta. La continua –y, a veces, tortuosa- búsqueda de la Verdad, la Bondad y la Belleza por parte del ser humano, encuentra su respuesta cumplida en la revelación de Jesucristo, "Palabra única y definitiva del Padre". En la contemplación del más bello de los hijos hombres (Sal 45, 3) y de su amor sin límites han hallado los cristianos de cada generación la fuerza y el consuelo necesarios en su caminar. En él nos disponemos nosotros a encontrar las energías necesarias para enfrentarnos a los retos que la sociedad contemporánea nos presenta. «Cristo es el resplandor de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser» (Hb 1, 3). Con los ojos fijos en él descubrimos que la belleza, la ternura y la gratuidad de Dios se han hecho presentes en nuestra historia y se nos ha dado ya la oportunidad de contemplar en él un anticipo de la gloria futura.
7. Preguntas para el diálogo
Comenta: «La belleza no es sólo la perfecta disposición del rostro o del cuerpo. Cuando se conoce a una persona, la mirada no se detiene en la percepción de su aspecto morfológico corporal, sino que alcanza a la persona en su condición verdadera, única. Entonces la visión del rostro amigo, el sonido de sus palabras, se muestran dotados de la hermosura de la persona con la que se comunica en un amor de amistad» (Antonio Ruiz Retegui. «Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la antropología cristiana»).
Los psicólogos de todas las escuelas están de acuerdo en la importancia del sentirse amado y acogido en la primera infancia. Las experiencias de ternura o desafecto van modelando nuestro carácter. Los niños que crecen en un ambiente afectuoso y que se sienten valorados suelen tener una buena autoestima, un rendimiento escolar satisfactorio y maduran más rápido. Un número enorme de personas agredidas sexualmente en la infancia son violentas, tienen dificultades en los estudios y las relaciones y, en la edad adulta, hacen violencia sexual a menores.
¿Puedes compartir algún recuerdo de tu infancia o juventud que despierte en ti ternura y satisfacción?, ¿y alguna experiencia negativa?
«En esto consiste el amor: en que Dios nos amó primero» (1Jn 4, 10). El primer paso en la vida espiritual es caer en la cuenta del amor de Dios que me precede y acompaña. Porque él me ama y me perdona, me siento con fuerzas para amar y perdonar. Yo no merezco el amor de Dios, ¿tengo paciencia y com-pasión hacia aquellos que no merecen mi amor? Fuera de los tiempos de oración que prescriben mis constituciones o se acostumbra en mi comunidad, ¿Cuánto tiempo de «gratuidad» regalo a Dios? Fuera de mis tareas y obligaciones, ¿Cuánto tiempo libre regalo a quien me lo pide, sin esperar nada a cambio?
Éstas son sólo algunas pistas para el diálogo. Se puede compartir aquellas ideas que más nos han llamado la atención u otras reflexiones nuevas sobre el tema.
Fuente: mercaba.org