Juan Pedro Rivero González
Presentación
Para proceder a la canonización de un fiel se efectúa un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Es un tema que la Iglesia se toma muy en serio, pues en él se pone en juego tanto la infalibilidad del Santo Padre, como la verdad de la vida litúrgica de los fieles que piden la intercesión de los santos.
Quisiera agradecer a los organizadores de las Jornadas de Historia que hayan asumido este extraordinario tema como objeto de la presente edición. En ocasiones leemos la historia olvidando la vida real. Lo que en la narrativa civil han introducido las series y novelas históricas, ofreciendo la posibilidad de establecer el rostro del tiempo en sus personajes generales, más allá de los reyes y nobles, obispos y jerarcas, en los que se realiza la vida ordinaria.
La techumbre de una catedral, las vidrieras y artesonados, las columnas que los sostienen y la decoración artística de sus paredes, no son nada, ni se sostendrían siquiera, sin la invisible labor de soporte de los cimientos de esa catedral. Ha habido grandes personajes que con sus decisiones han modificado el rumbo del acontecer, claro que sí. Pero la historia de los pueblos la elaboran los pueblos, con sus gentes sencillas que cultivaban, que rezaban, que festejaban, que generaban esa hermosa dinámica que denominamos cultura. Son esos otros protagonistas de la historia, tantas veces olvidados, sin los que las grandes enciclopedias no se sostendrían.
Lo mismo ocurre con la historia de la Iglesia y la santidad. La Iglesia es santa por Jesús, el Santo de los santos, y por la historia de hombres y mujeres que hicieron de la comunión con Dios su identidad personal y fuente de amor al prójimo. La Iglesia es la historia de la santidad de sus miembros.
Hay santidad canonizada, y de ella queremos hablar hoy a petición de la organización, pero hay santidad más allá del Calendario Romano que incluye la lista de hombres y mujeres que han vivido la santidad de vida en el silencio de un monasterio, en la radicalidad de la misión ad gentes, en el trabajo diario alimentado por las virtudes del Evangelio, en la generación y educación de los hijos, en la amistad fiel y en la generosidad con los más pobres de los pobres. Y muchas veces de manera anónima, sin que la prensa los cite o sin que los mismos obispos lo sepan.
Cuando un fiel cristiano es canonizado, o sea, declarado santo por un proceso canónico, es decir, canónicamente declarado santo, se convierte de alguna manera en un paradigma de otros miles y miles de hombres y mujeres que han vivido como él y que han compartido la heroicidad de sus virtudes. Alegra saber de ese ejército de santos anónimos que hacen rebosar de gracia la nave de la Iglesia y han dado color y sabor a la vida social.
Por canonización se entiende el acto pontificio por el que el Santo Padre declara que un fiel ha alcanzado la santidad. El proceso de canonización es uno de los procesos especiales que están regidos por una norma específica. Por la canonización se autoriza al pueblo cristiano la veneración del nuevo santo de acuerdo con las normas litúrgicas. La canonización actualmente es un acto reservado exclusivamente a la autoridad pontificia. Pero –sin dejar de ser de competencia exclusiva del Pontífice– al acto de la canonización precede un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Baste decir que una causa de canonización se desarrolla generalmente durante decenios, y no es extraño encontrar causas que han durado siglos; para llegar a la canonización de un fiel se siguen varios procesos ante diversos tribunales –muchas veces en países distintos– e intervienen diversos organismos de la Santa Sede. Con el paso de los años, hasta llegar a la declaración de canonización, pueden haber intervenido decenas de jueces y oficiales especializados de la Santa Sede que examinan con detalle todos y cada uno de los pasos que se han dado.
El canon 1403 declara que el proceso que se sigue en las causas de canonización se rige por una ley especial:
Canon 1403 § 1: Las causas de canonización de los Siervos de Dios se rigen por una ley pontificia peculiar.
El procedimiento que se debe seguir en las causas de canonización fue inicialmente recogido en la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, de 25 de enero de 1983 (AAS 75 (1983) 349-355) y en las Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum promulgadas por la Congregación para las Causas de los Santos el 7 de febrero de 1983 (AAS 75 (1983) 396-403). Estas normas modifican y actualizan lo relativo a las causas de canonización, normas que recogen a veces experiencias muy antiguas. Actualmente nos regimos por la Instrucción sobre el Procedimiento instructorio diocesano o Eparquial en las Causas de los santos, Sanctorum Mater, de 17 de mayo de 2007.
Veamos brevemente cómo es el proceso:
El proceso
Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado de manera heroica las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores. Juan Pablo II decía que «Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia».
Las etapas del proceso de Canonización son cuatro:
1. Siervo de Dios
El Obispo diocesano y el Postulador de la Causa piden iniciar el proceso de canonización. Y presentan a la Santa Sede un informe sobre la vida y las virtudes de la persona. La Santa Sede, por medio de la Congregación para las Causas de los Santos, examina el informe y dicta el Decreto diciendo que nada impide iniciar la Causa (Decreto «Nihil obstat»). Este Decreto es la respuesta oficial de la Santa Sede a las autoridades diocesanas que han pedido iniciar el proceso canónico. Obtenido el Decreto de «Nihil obstat», el Obispo diocesano dicta el Decreto de Introducción de la Causa del ahora Siervo de Dios.
2. Venerable
Esta parte del camino comprende cinco etapas:
a) La primera etapa es el Proceso sobre la vida y las virtudes del Siervo de Dios. Un Tribunal, designado por el Obispo, recibe los testimonios de las personas que conocieron al Siervo de Dios. Ese Tribunal diocesano no da sentencia alguna; esta queda reservada a la Congregación para las causas de los santos.
b) La segunda etapa es el Proceso de los escritos. Una comisión de censores, señalados también por el Obispo, analiza la ortodoxia de los escritos del Siervo de Dios.
c) La tercera etapa se inicia terminados los dos procesos anteriores. El Relator de la Causa nombrado por la Congregación para las Causas de los Santos, elabora el documento denominado «Positio». En este documento se incluyen, además de los testimonios de los testigos, los principales aspectos de la vida, virtudes y escritos del Siervo de Dios.
d) La cuarta etapa es la Discusión de la «Positio». Este documento, una vez impreso, es discutido por una Comisión de Teólogos consultores, nombrados por la Congregación para las Causas de los Santos. Después, en sesión solemne de Cardenales y Obispos, la Congregación para las Causas de los Santos, a su vez, discute el parecer de la Comisión de Teólogos.
e) La quinta etapa es el Decreto del Santo Padre. Si la Congregación para las Causas de los Santos aprueba la «Positio», el Santo Padre dicta el Decreto de Heroicidad de Virtudes. El que era Siervo de Dios pasa a ser considerado Venerable.
3. Beato o Bienaventurado
a) La primera etapa es mostrar al «Venerable» a la comunidad como modelo de vida e intercesor ante Dios. Para que esto pueda ser, el Postulador de la Causa deber probar ante la Congregación para las Causas de los Santos:
- La fama de santidad del Venerable. Para ello elabora una lista con las gracias y favores pedidos a Dios por los fieles por intermedio del Venerable.
- La realización de un milagro atribuido a la intercesión del Venerable. El proceso de examinar este «presunto» milagro se lleva a cabo en la Diócesis donde ha sucedido el hecho y donde viven los testigos.
Generalmente, el Postulador de la Causa presenta hechos relacionados con la salud o la medicina. El Proceso de examinar el «presunto» milagro debe abarcar dos aspectos: a) la presencia de un hecho (la sanación) que los científicos (los médicos) deberán atestiguar como un hecho que va más allá de la ciencia, y b) la intercesión del Venerable Siervo de Dios en la realización de ese hecho que señalarán los testigos del caso.
b) Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina el milagro presentado.
Dos médicos peritos, designados por la Congregación, examinan si las condiciones del caso merecían un estudio detallado. Su parecer es discutido por la Consulta médica de la Congregación para las Causas de los Santos (cinco médicos peritos).
El hecho extraordinario presentado por la Consulta médica es discutido por el Congreso de Teólogos de la Congregación para las Causas de los Santos. Ocho teólogos estudian el nexo entre el hecho señalado por la Consulta médica y la intercesión atribuida al Siervo de Dios.
Todos los antecedentes y los juicios de la Consulta Médica y del Congreso de Teólogos son estudiados y comunicados por un Cardenal (Cardenal «Ponente») a los demás integrantes de la Congregación, reunidos en Sesión. Luego, en Sesión solemne de los cardenales y obispos de la Congregación para las Causas de los Santos se da su veredicto final sobre el «milagro». Si el veredicto es positivo el Prefecto de la Congregación ordena la confección del Decreto correspondiente para ser sometido a la aprobación del Santo Padre.
c) En la tercera etapa y con los antecedentes anteriores, el Santo Padre aprueba el Decreto de Beatificación.
d) En la cuarta etapa el Santo Padre determina la fecha de la ceremonia litúrgica.
e) La quinta etapa es la Ceremonia de Beatificación.
4. Santo
a) La primera etapa es la aprobación de un segundo milagro.
b) Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina este segundo milagro presentado. Se requiere que este segundo hecho milagroso haya sucedido en una fecha posterior a la Beatificación. Para examinarlo la Congregación sigue los mismos pasos que para el primer milagro.
c) En la tercera etapa el Santo Padre, con los antecedentes anteriores, aprueba el Decreto de Canonización.
d) La cuarta etapa es el Consistorio Ordinario Público, convocado por el Santo Padre, donde informa a todos los Cardenales de la Iglesia y luego determina la fecha de la canonización.
e) La última etapa es la Ceremonia de la Canonización.
En el año 2005, el Vaticano estableció nuevas normas para ceremonias de beatificación. En octubre del año 2005, la Congregación para las Causas de los Santos dio a conocer cuatro disposiciones nuevas para las ceremonias de beatificación entre las que destaca su celebración en la diócesis que haya promovido la causa del nuevo beato.
Las disposiciones son fruto del estudio de las razones teológicas y de las exigencias pastorales sobre los ritos de beatificación y canonización aprobadas por Benedicto XVI.
La primera norma indica que mientras el Papa presidirá los ritos de canonización, que atribuye al beato el culto por parte de toda la Iglesia, los de beatificación –considerados siempre un acto pontificio– serán celebrados por un representante del Santo Padre, normalmente por el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.
La segunda disposición establece que el rito de beatificación se celebrará en la diócesis que ha promovido la causa del nuevo beato o en otra localidad considerada idónea.
En tercer lugar se indica que por solicitud de los obispos o de los «actores» de la causa, considerando el parecer de la Secretaría de Estado, el mismo rito de beatificación podrá tener lugar en Roma.
Por último, según la cuarta disposición, el mismo rito se desarrollará en la Celebración Eucarística, a menos que algunas razones litúrgicas especiales sugieran que tenga lugar en el curso de la celebración de la Palabra y de la Liturgia de las Horas.
Pero miremos un poco a la historia con perspectiva eclesiológica:
La historia de un proceso
La Iglesia, Madre de los Santos, custodia desde siempre su memoria, presentando a los fieles esos ejemplos de santidad en la sequela Christi. A través de los siglos, los Romanos Pontífices han establecido normas adecuadas para facilitar que se alcance la verdad en esta materia tan importante para la Iglesia.
Desde sus orígenes, cuando la Iglesia toma la decisión de canonizar a un difunto, lo que en realidad hace, además de enaltecer obviamente la memoria del nuevo santo, es presentar al personaje canonizado como modelo del ideal humano y religioso que la misma Iglesia pretende proponer ante la sociedad, para que el proyecto original de Jesús y su Evangelio se realice en las condiciones actuales de vida que lleva consigo el mundo presente. Lo cual significa, que el grupo social que es la Iglesia se expresa de la manera más elocuente en el hecho de su santoral. Las preferencias de la Iglesia, al canonizar a una persona, cuya vida ya ha dado de sí todo lo que podía dar como ejemplaridad, expresan las opciones más profundas de la misma Iglesia.
Tal como se ha realizado la canonización de los santos en la Iglesia hasta nuestros días, resulta patente que, en la historia de las canonizaciones, nos encontramos ante un fenómeno, que es mucho más elocuente de lo que seguramente imaginamos. Elocuente, para conocer cuáles son las verdaderas intenciones y proyectos de la Iglesia y de sus pastores, en el gobierno de la Iglesia. Donde mejor se conoce la Iglesia, que se quiere, es en el modelo de santos que se canonizan. Como es igualmente cierto que el tipo de Iglesia, que no se quiere, donde mejor se expresa es en el modelo de santos que no se canonizan. Porque, a fin de cuentas, tanto los que suben a la gloria de los altares, como los que no, unos y otros, están donde están, porque los unos han pasado y los otros no han podido pasar el filtro de exámenes, juicios, controles, informes y documentos, analizados con lupa, interpretados y vueltos a interpretar, por expertos y jueces, teólogos, obispos y cardenales, que acaban con el dictamen final del Sumo Pontífice, «a quien únicamente compete el derecho de decretar» si el «siervo de Dios», en cuestión, merece o no merece ser propuesto como ejemplo y modelo para “la devoción y la imitación de los fieles.
Con todo esto queremos decir que la historia de las canonizaciones no es un asunto que pueda interesar simplemente a la historia de la Iglesia. Ni que pueda afectar solamente a la espiritualidad, a la piedad o a la religiosidad de los fieles. Todo eso es cierto, no cabe duda. Pero es un hecho mucho más profundo. Porque en realidad lo que en la historia de las canonizaciones se expresa, es una de las manifestaciones más claras y más fuertes de la eclesiología. Es decir, en los santos que la Iglesia canoniza o deja de canonizar, en ese hecho, es donde seguramente se pone en evidencia con más fuerza el modelo de Iglesia que tenemos y, sobre todo, el modelo de Iglesia que se quiere proponer. Porque, cuando hablamos de los santos que se han canonizado o se han dejado de canonizar, no estamos hablando de teorías o de especulaciones teológicas, sino que nos estamos refiriendo a formas de vivir y de situarse en la sociedad. Formas de vida, que, en unos casos, se magnifican hasta glorificarlas y ponerlas como modelo. Y formas de vida, que, en otros casos, se marginan o simplemente se dejan caer en el olvido. He ahí la Iglesia que se quiere. Y también la Iglesia que se rechaza. En esto radica la importancia teológica más elocuente de las canonizaciones.
Como es lógico, la historia del fenómeno que acabo de describir de forma muy resumida, ha evolucionado notablemente a lo largo de los siglos. Pero también esta evolución es significativa en cuanto manifestación de una determinada eclesiología. En efecto, como es sabido, durante los primeros tiempos de la Iglesia, la decisión de venerar a un difunto tributándole culto público no dependía de ningún poder central de la institución eclesiástica, sino que provenía de los fieles. Es decir, era la comunidad creyente la que tomaba la decisión de venerar a los mártires. Cosa que se hacía casi espontáneamente. Más tarde, a partir del s. IV, cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos, lógicamente disminuyó el culto a los mártires. Y empezaron a ser considerados como santos determinados personajes (monjes, ascetas, hombres de Dios y mujeres piadosas) que, en una determinada región, eran tenidos como tales por la población creyente. Este procedimiento popular duró casi todo el primer milenio. Así consta en el calendario romano del 354 y en el primer martirologio que se conoce, del año 431. Lo mismo que en la recopilación de santos que, antes del 735, hizo Beda el Venerable o el que, hacia el 875, recogió Usardo de San Germán.
Fue en el año 993, cuando por primera vez un santo fue canonizado por un papa. Ocurrió con la canonización de san Ulrico, obispo de Ausburgo, que fue declarado santo por el papa Juan XV. Sin embargo, aun después de esta primera canonización papal, se siguieron designando santos por el tradicional procedimiento popular o, en algunos casos, por el reconocimiento de un obispo. Este estado de cosas se prolongó hasta el año 1171, cuando el papa Alejandro II prohibió a los obispos la designación de santos «sin la autoridad de la Iglesia Romana». Pero la regulación del procedimiento exclusivamente papal, para las canonizaciones, es mucho más reciente. La normativa sobre este asunto fue dictada por el papa Urbano VIII, en 1634 (Decretalium, lib. III, tit. 45, c. 1. Friedberg II, 650). Cosa que no parece casual. Eran tiempos de Contrarreforma, magnificados culturalmente por los esplendores del Barroco.
No hay, pues, que esforzarse demasiado para comprender que, con el paso de los tiempos, a medida que el poder se fue concentrando y enalteciendo en el papado, en esa misma medida la Iglesia Romana se fue alejando progresivamente de la sencillez del Evangelio y se fue auto-comprendiendo como un poder político y mundano. Como es lógico, en tales condiciones se vio necesario delimitar y fijar cuidadosamente las condiciones y cualidades que era necesario exigir, para proclamar a un cristiano difunto como ejemplo y modelo de lo que es y de lo que quiere ser la Iglesia. Sin duda alguna, este criterio estuvo presente y operativo, de forma más o menos consciente, en el control que, desde entonces, el papado viene ejerciendo en la canonización de los santos.
Así las cosas, se puede comprender que, desde que el papado asumió poder político, además de su autoridad estrictamente evangélica y espiritual, esta extraña y única forma de entender y ejercer el poder en este mundo se haya hecho sentir fuertemente, entre otros aspectos, en las canonizaciones de los cristianos que Roma ha propuesto como ejemplo. Bastan algunos ejemplos para ver hasta qué punto esto ha ocurrido así. Por ejemplo, cuando el papa Eugenio III canonizó, en 1146, al emperador Eugenio II de Baviera, en realidad, fueran las que fuesen las virtudes de aquel emperador, lo que parece bastante claro es que Roma quiso proponer un modelo de gobernante político, piadoso y sumiso a la Santa Sede, que respondía a lo que el papa esperaba del poder imperial. Por la misma razón, la canonización de Eduardo el Confesor por Alejandro III, en 1161, proponía un modelo de rey conforme a las pretensiones de la corte de un papa autoritario, que hizo todo lo posible para afirmar la preeminencia del poder pontificio sobre el poder imperial. Y cuando este mismo papa canonizó, en 1173, a Tomás Becket, solo tres años después de su muerte, todo el mundo entendió en Inglaterra que el papado elevaba a la dignidad de los altares a un obispo rebelde a la autoridad del rey Enrique II.
Otro ejemplo elocuente: una de las consecuencias de las Cruzadas fue la creación de una variante decisiva del ideal de santidad. Los santos militares muy populares, de los primeros tiempos de la Iglesia, habían adquirido su condición de tales renunciando a la guerra terrenal. A partir de las guerras contra los «infieles sarracenos», el hecho mismo de ser militar equivalía a alcanzar la santidad. Este espíritu se advierte en un fresco que todavía se puede contemplar en la cripta de la catedral de Auxerre, donde el obispo, un protegido del papa Urbano II, que tomó parte en la Primera Cruzada, encargó una pintura del Fin del Mundo en la que el propio Cristo aparecía retratado como soldado a caballo. Una imagen imposible de imaginar en los primeros siglos de la Iglesia. Los intereses de la Iglesia habían modificado radicalmente la imagen de la santidad. Eran los tiempos en los que en España se ensalzaba la imagen de Santiago, vestido de militar y montado en un caballo, matando moros con un fervor inimaginable. El «santo» era el «Caballero de Cristo», incluso el conquistador de todos los enemigos, como lo pinta san Ignacio de Loyola en su libro de los Ejercicios Espirituales.
Pero el caso más claro de la respuesta del papado, mediante la exaltación a la gloria de los altares, ante los peligros que Roma veía como amenazas a su poder, fue la canonización de Gregorio VII. Este papa murió en 1085, pero fue canonizado en 1728, o sea seis siglos y medio después de su fallecimiento. Como se sabe, con la mejor intención del mundo, Gregorio VII es el prototipo de la autoridad absoluta del pontificado. Este papa fue el que dio un giro completamente nuevo al ejercicio de la potestad papal en la Iglesia. De forma que, desde entonces, «obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa» (Y. Congar). Pues bien, ni siquiera el papado se atrevió a canonizar este posicionamiento durante más de seis siglos. Hasta que, en el s. XVIII, se produjo la recuperación de la Reforma, con la fuerza que consiguió el «pietismo» de hombres como August H. Franke (1663-1727) y más tarde Nikolaus L. G. Von zizendorf (1700-1760). El deslizamiento de la «luz interior» a la «luz de la razón» fue inevitable. Y la consecuencia fue el terreno abonado para que surgieran las ideas de Lessing, Kant, Schiller, Fichte, Höldering. Las armas que tenía el papado para ofrecer resistencia ante la incipiente modernidad eran muy escasas. Y pronto se vio que una de tales armas era precisamente la exaltación del propio papado. En estas condiciones, uno de los remedios que se encontraron fue recuperar y exaltar la memoria de un papa al que ya pocos podían recordar, pero que urgía dar a conocer. Fue entonces cuando Benedicto XIII canonizó a Gregorio VII.
Estos ejemplos que ponemos no significan que haya habido solo un proceso de manipulación de las canonizaciones y que fueran solo los intereses los que ofrecieran motivos de dichas canonizaciones. Pero son aspectos históricos que debemos considerar dentro de este itinerario histórico para no caer en el buenismo desinformado o en la inocente actitud ciega ante la realidad. Pero más allá de estos motivos espurios, los santos han sido y son motores de vida cristiana para la Iglesia.
En nuestro tiempo, el Sumo Pontífice Juan Pablo II promulgó el 25 de enero de 1983 la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, en la que, entre otras cosas, daba disposiciones sobre la tramitación de los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales realizados por los Obispos en vista de la beatificación y de la canonización de los Siervos de Dios.
En la misma Constitución Apostólica, el Sumo Pontífice concedió a la Congregación de las Causas de los Santos facultad para establecer unas normas peculiares acerca del desarrollo de dichos procedimientos que se refieren a la vida, las virtudes y la fama de santidad así como de gracias y favores (fama signorum); o tratan de la vida, el martirio y la fama de martirio y de gracias y favores de los Siervos de Dios; o tienen por objeto los supuestos milagros atribuidos a la intercesión de los Beatos y de los Siervos de Dios; o, finalmente, si el caso lo pide, investigan sobre el culto antiguo tributado a un Siervo de Dios.
El Pontífice abrogó también las disposiciones promulgadas por sus predecesores y las normas establecidas en los cánones del Código de Derecho Canónico de 1917 acerca de las causas de beatificación y canonización.
El 7 de febrero de 1983, el mismo Sumo Pontífice aprobó las Normae servandae in inquisitionibus ab Episcopis faciendis in Causis Sanctorum, que contienen la normativa peculiar que ha de observarse en los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales sobre las causas de beatificación y de canonización. Después de la promulgación de la Constitución Apostólica y de las Normae servandae, la Congregación, con la experiencia adquirida, publica la Instrucción Sanctorum Magister en 2007 para favorecer una colaboración más estrecha y eficaz entre la Santa Sede y los Obispos en las causas de los Santos.
Esta Instrucción tiene como finalidad aclarar las disposiciones de las leyes en vigor sobre las causas de los Santos, facilitar su aplicación e indicar la manera de llevar a cabo lo establecido en ellas, tanto en las causas recientes como en las antiguas. Por lo tanto, se dirige a los Obispos diocesanos, a los Eparcas, a quienes son equiparados a ellos por el derecho y a cuantos participan en la fase instructoria del procedimiento. Para tutelar de modo eficaz la seriedad del procedimiento instructorio diocesano o eparquial, la Instrucción expone los pasos sucesivos del mismo, determinados por las Normae servandae, subrayando de manera práctica y por orden cronológico el modo de su aplicación.
Se expone en primer lugar cómo se han de instruir los procedimientos diocesanos o eparquiales que tienen por objeto las virtudes heroicas o el martirio de los Siervos de Dios. Antes de aceptar la causa, el Obispo deberá hacer algunas averiguaciones previas, para comprobar si es o no conveniente instruirla. Tomada la decisión de admitir la causa, dará comienzo al procedimiento propiamente dicho, ordenando que se recojan las pruebas documentales de la causa. Si no aparecen obstáculos insuperables, se procederá al interrogatorio de los testigos y, finalmente, a clausurar el procedimiento instructorio y a enviar las actas a la Congregación, donde tendrá lugar la fase romana de la causa, o sea la fase de estudio y de juicio definitivo acerca de la misma.
Por lo que se refiere a los procedimientos acerca de supuestos milagros, la Instrucción pone en evidencia y aclara algunos aspectos de la aplicación de las normas que, en los últimos veinte años, han planteado a veces problemas prácticos.
La Congregación de las Causas de los Santos esperaba que la Instrucción constituyera una ayuda valiosa para los Obispos, con el fin de que el pueblo cristiano, siguiendo más de cerca el ejemplo de Cristo, Divinus perfectionis Magister, testimonie al mundo el Reino de los Cielos. La Constitución dogmática del Concilio Ecuménico Vaticano II Lumen Gentium enseña:
Teniendo en cuenta la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, encontramos un motivo más para sentirnos estimulados a buscar la ciudad futura y, a la vez, aprendemos un camino segurísimo, por el que, a través de la mudable realidad del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir a la santidad, según el estado y la condición propia de cada uno.
Un inciso personal que ilumina
La incursión que hemos hecho en el estudio del Derecho Canónico nace de una necesidad. Nos propusieron actuar como colaborador externo en la Causa de Canonización de la Sierva de Dios Sor María de Jesús de León, una monja dominica de clausura del Monasterio de Santa Catalina de Siena en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, y sentíamos que la formación canónica era, entre otras, muy necesaria para responder adecuadamente a aquella solicitud. Por tanto, fue la santidad la que nos acercó al Derecho.
Por otra parte, en la actual coyuntura pastoral de la Iglesia, la santidad es la dimensión fundamental de la actual urgencia pastoral si queremos responder a la hora de Dios. Juan Pablo II nos propuso cruzar el umbral del tercer milenio con la mirada puesta en ella como aspecto fundamental de cualquier programación pastoral.
Por otra parte, considero que son cuantitativamente escasos los estudios al respecto, no solo en el ámbito canónico, sino en la reflexión teológica en general de este último decenio. De ahí que debemos cuidar mucho la relación entre Santidad y Derecho.
He dedicado algún tiempo a trabajar el tema de los «medios de santificación» por varios motivos. Los medios de santificación encierran un interés especial al que poder responder con la legislación canónica en la mano, especialmente en situaciones pastorales en las que, como es el caso de los divorciados en nueva unión, se les limita el acceso a la comunión eucarística proponiéndoseles la posibilidad de acceder a otros medios de santificación. Así concluía el Papa Juan Pablo II el nº 84 de Familiaris Consortio:
La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.
La imposibilidad de participar en la comunión eucarística no les expulsa de la Iglesia ni les impide seguir buscando la santidad de su vida cristiana, perseverando en los medios de santificación, las conocidas como obras de piedad –oración, ayuno y limosna–, como medios de acceder a la conversión y a la salvación. La santidad es, en la Iglesia, patrimonio de todos los bautizados. Todos, según su peculiar situación, hemos sido llamados a la santidad. La Constitución dogmática del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, en su número 42 lo afirma con toda claridad desarrollando explícitamente a qué medios nos referimos al hablar de «medios de santificación»:
(...) todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia. Participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo.
El mismo Papa Benedicto XVI lo indicaba en la Exhortación Apostólica Post-sinodal Sacramentum Caritatis con claridad meridiana:
El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10, 2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos.
Terminamos dando gracias a quienes nos han permitido compartir estas ideas. Termino reconociendo que es en los santos donde se juega la verdadera identidad eclesial. Que serlo es la tarea, aunque no alcancemos la inmensa mayoría la gloria de los altares de culto. Pero la santidad de la puerta de enfrente, esa sí que la podemos alcanzar todos. Y desde ya…, con la misericordia del Señor.
Permítanme terminar con un poema de Marilina Rébora que nos ayude a desear…
Los santos...
Quisiera saber, madre, de san Marcos y el león; de san Roque y su perro, san Francisco y las aves; san Huberto y el ciervo, san Jorge y el dragón; de san Pedro y el gallo, con sus signos y claves. De san Martín de Porres, que barriendo su alcoba a las graciosas lauchas se prodigaba tierno para que se durmieran tranquilas en la escoba, de sí mismo olvidándose, aterido en invierno. No me digas que no, ni te rías tampoco.
Háblame de los santos, di por qué se les reza; quisiera parecérmeles, conocerlos un poco, tener un corderito para mi compañía, llevar, lo mismo que ellos, un nimbo en la cabeza y estar en los altares contigo, madre, un día.
Fuente: dialnet.unirioja.es/