4/13/23

Niños, libertad y progreso

José Miguel Granados


El escritor inglés Gilbert Keith Chesterton puede considerarse prácticamente, un “profeta de la familia”. Su agudo análisis de las consecuencias de un sociedad marcada por el egoísmo en las relaciones familiares enlazan, de manera natural, con la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia.

Obviedad

Gilbert Keith Chesterton afirmaba con énfasis esta profunda y paradójica verdad: “El triángulo obvio de padre, madre e hijo no puede ser destruido; en cambio, puede destruir las civilizaciones que lo obvian”.

En efecto, constatamos con pena que las ideologías y políticas anti-familiares resultan suicidas para la sociedad, hasta incluso amenazar su ocaso. En cambio, los matrimonios bien constituidos, unidos en el amor fiel y dispuestos para la procreación y educación de los hijos, despliegan un enorme potencial de humanización y se configuran como esperanza firme de los pueblos.

Por otro lado, las excusas para impedir la prole humana ofrecen con frecuencia argumentos falaces y manipuladores, que esconden egoísmos y materialismos que degradan al hombre y contaminan las culturas.

Milagro de libertad

Con su ingenio característico, el mismo Chesterton desenmascara dichas falacias, al tiempo que ensalza la opción de la procreación: “Un niño es el signo y el sacramento de la libertad personal. Es algo que sus padres han decidido producir libremente y que libremente han decidido proteger. Es la contribución propia y creadora de los padres a la obra de la creación. Quienes prefieren los placeres mecánicos a un milagro como ése, están desalentados y esclavizados. Son ellos los que están abrazando las cadenas de la vieja esclavitud; y es el niño el que está preparado para el nuevo mundo”.

Como enseñaba Juan Pablo II, la libertad “posee una esencial dimensión relacional. Es un don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro” (Carta encíclica El evangelio de la vida, n. 19). En efecto, la libertad verdadera se ordena al bien de la comunión.

El sentido de la vida consiste en darse para dar vida, lo cual conlleva la grandeza y la fecundidad de la entrega. De este modo se forman familias conforme al proyecto del Creador, inscrito en el significado esponsalicio del cuerpo humano. Por eso, la apertura confiada de los esposos al nacimiento de los hijos contribuye al crecimiento de las personas y de las naciones con pujanza creativa.

Acogida del don

El rechazo del hijo, que denota habitualmente actitudes injustas e inmorales, aboca a sociedades tristes, desesperanzadas y agonizantes. Pues cada niño es un valor incalculable para la comunidad: su mayor riqueza personal, un tesoro que merece el cuidado y la ayuda de todos. La acogida y la promoción de la vida humana débil constituye el baremo del verdadero progreso social y de la auténtica civilización de la vida y del amor.

El hijo ha de ser querido y cuidado siempre. Como señalaba el Papa Francisco, “cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado costoso o grande. El don de un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la acogida, prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como destino final el gozo de la vida eterna. Una mirada serena hacia el cumplimiento último de la persona humana, hará a los padres todavía más conscientes del precioso don que les ha sido confiado” (Exhortación apostólica La alegría del amor, n. 166).

La encomienda divina originaria de ser “una sola carne” (cf. Gén 2,24) para formar un hogar se halla grabada como promesa y vocación en el dinamismo afectivo del eros, que aparece como amor de atracción y deseo intenso del corazón. Normalmente, los padres comprenden que engendrar, criar y educar a los hijos llena de sentido su existencia, al contribuir al desarrollo de la comunidad civil y eclesial. Por ello, para cumplir las funciones parentales los matrimonios deberían recibir siempre reconocimiento y apoyo efectivo por parte de las legislaciones y de las autoridades.

Belleza gratuita

El Señor ha querido que la comunión conyugal, constituida mediante el compromiso y la donación recíproca del marido y la mujer, sea como la tierra fértil y bendecida para recibir de Dios la semilla del hijo. “El hijo es el don más precioso del matrimonio, de la familia y de la entera sociedad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2378). De esta forma, los esposos -y, después, el resto de los miembros de la sociedad- adquieren la conciencia de su identidad y vocación en la lógica del don personal recibido y ofrecido.

El hijo que nace reclama una bienvenida de asombro y gratitud: suscita en los padres la responsabilidad y la misión de ayudarle a desarrollar el potencial de su humanidad. “La familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios. Cada nueva vida nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de que lleguen” (La alegría del amor, n. 166).

Sueño de Dios

En efecto, Dios “nos amó primero” (1 Jn 4,19), con generosidad desbordante. Además, ha establecido a lo largo de la historia de la salvación una alianza de amor fiel y misericordioso con su pueblo elegido.

Los padres están llamados a entrar en esta orientación fundamental de querer al hijo desde el comienzo, desinteresadamente, colaborando así a que todos descubran y respeten la dignidad personal de todos. De este modo, cooperan a la realización del sueño de Dios para la gran familia humana: llamar a la vida plena de amor eterno a una muchedumbre de hijos.

En definitiva, cada recién nacido podrá enriquecer a los demás con su aportación propia. Realmente, los hijos traen al mundo novedad, futuro y alegría.

Fuente: omnesmag.com