Se salpica injustamente a la Iglesia...
Homilía de monseñor Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo
En estas últimas semanas hemos asistido al conocimiento de casos bien lamentables, donde hermanos nuestros, sacerdotes y religiosos, han cometido unos de los pecados más deleznables: abusar de los más pequeños, de modo torpe y cobarde. Jesús en el Evangelio hablaba de que más le valdrían a los tales que les colgasen una rueda de molino al cuello y los tiraran al mar. Esto lo decía el manso y dulce Jesús, que cuando se trata de defender lo más indefenso, como son los niños, no usa de paños calientes. Que sobre quienes han cometido semejantes pecados den cuenta ante Dios y ante los tribunales lo que les corresponda. Pero dicho esto, con toda nuestra fuerza, hemos de decir que es otro exceso el presentar semejante pecado como si fuera un pecado del clero católico, vertiendo la sospecha de que cualquier cura o fraile puede ser presunto pederasta. Salpicar así el nombre de la Iglesia y el nombre de las inmensísima, abrumadoramente inmensa comunidad de sacerdotes católicos es algo que tiene una intencionalidad y bien lo saben quienes la orquestan.
Todo mi respeto hacia nuestros curas, que incluso tienen que sortear la sospecha y hasta el desprecio, por verse metidos en este cajón de desastre, de modo injusto y falso. La pederastia no es un pecado cristiano, ni un pecado de nuestro clero, aunque haya quienes bautizados como nosotros y sacerdotes igual que nosotros hayan cometido semejante y terrible improperio. Hace mucho más daño un árbol podrido que cayendo produce ruido y destrozo, que un entero bosque que nos da su frescor y su fruto creciendo en silencio. No vamos a mirar hacia otro lado ante estos árboles viciados e infectos, pero no nos cansaremos de seguir agradeciendo la bondad y salud del mejor bosque que sabe darse por entero.
Por eso tengo que decir que me he encontrado, y muchísimo más, con curas llenos de ilusión, con ganas de seguir trabajando por Dios y por los demás, cuidando todo lo que implica una vida sacerdotal por dentro y por fuera; curas que rezan, que estudian, que se dan de veras a quienes como ministros del Señor están sirviendo; que aman a la Iglesia a la que nunca pretenden dar lecciones; que están dispuestos y disponibles para lo que Dios precise y la diócesis esté necesitando de ellos. Curas muy jóvenes o tal vez con muchos años, sanos y lozanos o enfermos y con achaques, que dan ese testimonio sencillo y precioso de seguir en la brecha, con buen humor y mucho amor, sin poner ningún precio a su tiempo y a su entrega. Y es precioso ver en la mirada casi sin estrenar de un sacerdote joven o en la mirada gastada de un cura de mucha edad, la alegría que contagia esperanza y gusto por la vida, que sabe acompañar a la gente más machacada y herida, que sabe brindar por lo que es hermoso y sabe ofrecer lo que nos pone a prueba y purifica.
Es un año jubilar [el año sacerdotal] que estamos concluyendo en el que volver a poner esa oración en los labios: haznos santos, Señor, santos sacerdotes. Y que todo nuestro pueblo, haga suya esta plegaria también: danos sacerdotes, Señor, según tu Corazón. Curas que sepan tener su oído orante en el pecho del Maestro y sus manos en el palpitar de los hermanos. De estos curas tenemos necesidad, y estos son los curas que marcan el sendero, los únicos que nos provocan la bondad en un sincero deseo de ser cristianamente buenos.