Discurso del Papa al Consejo Pontificio para la Cultura
Al término de la celebración de la Asamblea Plenaria anual
Señores cardenales, venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:
Estoy contento de encontraros al término de la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para la Cultura, durante el transcurso de la cual habéis profundizado en el tema: “Cultura de la comunicación y nuevos lenguajes”. Doy las gracias a su presidente, monseñor Gianfranco Ravasi, por sus hermosas palabras, y saludo a todos los participantes, agradecido por la contribución ofrecida al estudio de esta temática, muy relevante para la misión de la Iglesia. Hablar de comunicación y de lenguaje significa, de hecho, no sólo tocar uno de los nudos cruciales de nuestro mundo y de sus culturas, sino, para nosotros los creyentes, significa acercarse al misterio mismo de Dios que, en su bondad y sabiduría, quiso revelarse y manifestar su voluntad a los hombres (Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, 2). En Cristo, de hecho, Dios se nos reveló como Logos, que se comunica y nos interpela, enlazando la relación que funda nuestra identidad y dignidad de personas humanas, amadas como hijos por el único Padre (cfr Ex. ap. postsinodal Verbum Domini, 6.22.23). Comunicación y lenguaje son también dimensiones esenciales de la cultura humana, constituida por informaciones y nociones, por creencias y estilos de vida, pero también por reglas, sin las cuales difícilmente las personas podrían progresar en la humanidad y en la socialidad. He apreciado la decisión original de inaugurar la Plenaria en la Sala de la Protomoteca en el Campidoglio, corazón civil e institucional de Roma, con una mesa redonda sobre el tema: "En la Ciudad a la escucha de los lenguajes del alma”. De esta forma, el Dicasterio ha querido expresar una de sus tareas esenciales: ponerse a la escucha de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, para promover nuevas ocasiones de anuncio del Evangelio. Escuchando, por tanto, las voces del mundo globalizado, nos damos cuenta de que está en curso una profunda transformación cultural, con nuevos lenguajes y nuevas formas de comunicación, que favorecen también nuevos y problemáticos modelos antropológicos.
En este contexto, los Pastores y los fieles advierten con preocupación algunas dificultades en la comunicación del mensaje evangélico y en la transmisión de la fe, dentro de la propia comunidad eclesial. Como he escrito en la Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini: "muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio" (n. 96). Los problemas parecen a veces aumentar cuando la Iglesia se dirige a los hombres y a las mujeres alejados o indiferentes a una experiencia de fe, a los cuales el mensaje evangélico llega de manera poco eficaz y convincente. En un mundo que hace de la comunicación la estrategia principal, la Iglesia, depositaria de la misión de comunicar a todas las gentes el Evangelio de la salvación, no permanece indiferente y extraña; intenta, por el contrario, de valerse con renovado empeño creativo, pero también con sentido crítico y discernimiento atento, de los nuevos lenguajes y de las nuevas modalidades comunicativas.
La incapacidad del lenguaje de comunicar el sentido profundo y la belleza de la experiencia de fe puede contribuir a la indiferencia de muchos, sobre todo los jóvenes; puede convertirse en motivo de alejamiento, como afirmaba ya la Constitución Gaudium et spes, reconociendo que una presentación inadecuada del mensaje esconde más que manifiesta el genuino rostro de Dios y de la religión (cfr n. 19). La Iglesia quiere dialogar con todos, en la búsqueda de la verdad; pero para que el diálogo y la comunicación sean eficaces y fecundos es necesario sintonizarse en una misma frecuencia, en ámbitos de encuentro amistoso y sincero, en ese “Atrio de los Gentiles” ideal que propuse, hablando a la Curia Romana hace un año, y que el Dicasterio está realizando en diversos lugares emblemáticos de la cultura europea. Hoy no pocos jóvenes, aturdidos por las infinitas posibilidades ofrecidas por las redes informáticas o por otras tecnologías, establecen formas de comunicación que no contribuyen al crecimiento en humanidad, sino que al contrario, corren el riesgo al contrario de aumentar el sentido de soledad y de desorientación. Ante estos fenómenos, he hablado muchas veces de emergencia educativa, un desafío al que se puede y se debe responder con inteligencia creativa, empeñándose en promover una comunicación humanizadora, que estimule el sentido crítico y la capacidad de valoración y de discernimiento.
También en la cultura tecnológica actual, es el paradigma permanente de la inculturación del Evangelio el que hace de guía, purificando, sanando y elevando los mejores elementos de los nuevos lenguajes y de las nuevas formas de comunicación. Para esta tarea, difícil y fascinante, la Iglesia puede acudir al extraordinario patrimonio de símbolos, imágenes, ritos y gestos de su tradición. En particular, el rico y denso simbolismo de la liturgia debe resplandecer en toda su fuerza como elemento comunicativo, hasta tocar profundamente la conciencia humana, el corazón y el intelecto. La tradición cristiana, además, ha unido siempre estrechamente a la liturgia el lenguaje del arte, cuya belleza tiene una particular fuerza comunicativa propia. Lo experimentamos también el pasado domingo, en Barcelona, en la Basílica de la Sagrada Familia, obra de Antoni Gaudí, que conjugó genialmente el sentido de lo sagrado y de la liturgia con formas artísticas tanto modernas como en sintonía en las mejores tradiciones arquitectónicas. Con todo, más incisiva aún que el arte y que la imagen en la comunicación del mensaje evangélico es la belleza de la vida cristiana. Al final, sólo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los santos, de los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en plenitud haba sin palabras. Necesitamos hombres y mujeres que hablen con su vida, que sepan comunicar el Evangelio, con claridad y valor, con la transparencia de las acciones, con la pasión gloriosa de la caridad.
Tras haber ido peregrino a Santiago de Compostela y haber admirado en miles de personas, sobre todo jóvenes, la fuerza convincente del testimonio, la alegría de ponerse en camino hacia la verdad y la belleza, auguro que muchos contemporáneos nuestros puedan decir, volviendo a escuchar la voz del Señor, como los discípulos de Emaús: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). Queridos amigos, os doy las gracias por cuanto hacéis cada día con competencia y dedicación y, mientras os confío a la protección maternal de María Santísima, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.