11/04/10

Sobre la familia
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Leonardo Bruna Rodríguez

El Papa Juan Pablo II, en su bella y profunda Carta a las Familias, decía que es necesario, hoy más que nunca, «anunciar la novedad y la belleza de la verdad divina sobre la familia» (n. 18 y 23). Respecto de la familia, como de cualquier realidad creada, hay verdad natural, asequible a la luz de la razón humana y verdad sobrenatural, cognoscible por la fe en la Revelación divina. El matrimonio y la familia tienen su ser y orden propio natural (esencia, propiedades y fines), pero la comprensión plena solo es posible cuando se los mira desde la fe, pues el hombre ha sido creado para un fin sobrenatural, que es la vida en Cristo. Vida que asume, reordena y eleva la vida humana a un orden superior que, trascendiendo el tiempo, perdurará por toda la eternidad. Como expresión de amor y agradecimiento al recordado Pontífice, van unas líneas ordenadas a recordar o expresar algunas verdades fundamentales sobre la familia en el plan de Dios.
En la Suma Teológica (I, 93, 3), Santo Tomás de Aquino enseña que, si bien los ángeles son más semejantes a Dios que el hombre, en cuanto son personas puramente espirituales, bajo otro respecto el hombre es más semejante a Dios que el ángel, en cuanto que, por ser persona corpórea, es capaz de engendrar y constituir familia, como Dios es familia. En efecto, el misterio de la Santísima Trinidad consiste en que Dios es una Familia. Es un Padre que engendra eternamente un Hijo, un Hijo eternamente engendrado por el Padre, un Amor (Espíritu Santo) eterno y mutuo del Padre y del Hijo. Tres Personas distintas subsistentes en una sola Naturaleza divina. El ser personal humano, por el cuerpo, puede engendrar y es capaz de familia, como Dios es familia.
Pero Dios no es familia a semejanza de la familia terrena, sino que la familia en la tierra es a semejanza de la Familia divina, por cuanto toda perfección creada es una participación finita de la misma Perfección divina. La paternidad humana es, por tanto, una semejanza participada de la Paternidad divina. Por esto dice San Pablo: «doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (3, 15). Dios es la Causa eficiente, ejemplar y final todo lo que existe, también de la familia. Si Dios no fuese familia, no existiría familia en la tierra. La izquierda hegeliana tenía clara la relación de semejanza. Pero Fueuerbach la afirmaba al revés, la familia divina no es más que una proyección ideal, alienación religiosa, de la familia humana. Y Marx, que intenta la desalienación, no solo en el orden teórico, sino fundamentalmente en el práctico, queriendo acabar con aquello que en la tierra más remite a Dios, decía que «cuando se ha descubierto que el secreto de la familia celestial es la familia terrenal, se debe destruir primero a esta en la teoría y en la práctica» (Tesis IV sobre Feuerbach).
Como Dios es el ejemplar de la familia en la tierra, lo esencial de ella son las relaciones paterno-filiales, fundadas en la generación. Por ello, el matrimonio es sólo principio de la familia. Sin hijos, aún no es familia de un modo perfectamente actual, sino solo potencial o germinal. El matrimonio se actualiza como familia por la generación de los hijos. Esta es la razón de que, en la sexualidad, el fin unitivo se ordene al fin procreativo. Y que, en el matrimonio, donde se realiza ordenadamente la sexualidad, la mutua ayuda y unidad conyugal se ordenen, como medio a fin, a la procreación y educación de los hijos. El fin último de la sexualidad humana es la paternidad, que sólo es posible si el matrimonio se constituye en familia. La perfección de la paternidad humana consiste en ser semejante a la Paternidad divina que, en la tierra, se encuentra como dividida y distribuida en la paternidad del varón y en la de la mujer, que llamamos maternidad. Ambas dimensiones, diversas y complementarias, de la paternidad humana tienen en la Paternidad divina su principio eficiente, ejemplar y final. Por ello, para ser perfectamente padres en la tierra, «deja el varón a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn. 2, 24). "Una sola carne" significa una sola persona, un solo sujeto paterno que pueda convenientemente reflejar y ser principio eficiente a semejanza de la Paternidad divina. El modo propio de darse de aquellos que, por el matrimonio, se han hecho "una sola carne", es la paternidad, esto es, la generación y educación de los hijos. Y la mutua ayuda de los esposos, en cuanto tales, es en orden a esto. La diversidad sexual (física, psicológica y racional) del ser personal humano se ordena al matrimonio y este a la constitución de una familia, como Dios es familia.
La razón profunda del amor conyugal y del matrimonio es cooperar con Dios en la generación de hombres que han de ser sus hijos, y constituirse los padres terrenos en un fiel reflejo de la Paternidad divina para sus hijos. Estos, desde el Bautismo, son más hijos de Dios Padre que nuestros, y el sentido de la paternidad humana es participar y cooperar con la Paternidad divina. Los padres son para los hijos, en la tierra, el primer anuncio de Dios Padre y el camino natural para conocer y vivir prácticamente, en Cristo, su filiación divina que perdurará por toda la eternidad. Nuestra paternidad terminará con la muerte, la de Dios Padre permanecerá para siempre. ¡Qué don más grande se puede hacer al hijo que ayudarlo, mediante la propia paternidad, a vivir para siempre su filiación divina! Miembros de la Familia divina, hijos de Dios Padre, en el Hijo, viviendo para siempre, por el Espíritu Santo, la comunión de amor con el Padre, que es la misma vida de Cristo. Esta es, ni más ni menos, la finalidad última de los hijos y, por tanto, el sentido pleno de la paternidad cristiana, que se concreta en la generación y educación por la fe y los sacramentos.
El gran acto educativo de los padres a sus hijos es el testimonio del amor fiel hasta la muerte. La plena fidelidad de los esposos a su promesa conyugal es la condición necesaria para la completa fidelidad del amor paterno, pues el amor fiel del que viven los hijos, en cuanto hijos, no es el amor de uno solo, sino de sus dos padres. El sacramento del matrimonio confiere gracia suficiente para manifestar los esposos, por su mutua fidelidad, la indestructible fidelidad del amor de Cristo por su Iglesia, del amor de Dios por el hombre. Y esta fidelidad conyugal es el principio eficiente y la garantía de la fidelidad paterna, signo fuerte y convincente del amor fiel de Dios Padre por sus hijos. Este es el testimonio necesario en nuestros días: La certeza de la fidelidad del amor paterno. ¡Cuánto niños y jóvenes para quienes la fe en la Paternidad divina es difícil porque fueron privados de su primer anuncio en la familia! Y, por otra parte, ¡qué grande y bella responsabilidad de los padres! Ciertamente, aquí está el sentido último de las dos propiedades del matrimonio: Unidad e indisolubilidad.
La familia es el ámbito naturalmente primario y fundamental en el que la persona humana es conocida y amada por sí misma. El saberse valioso en la propia singularidad, porque ha sido amado gratuitamente por sí mismo, es la clave para entender el sentido de la propia existencia y el aliento vital del desarrollo, seguro y confiado, del ser personal. Por ello, la familia es donde se realiza la más profunda, perdurable e irreemplazable educación de la persona. En ella recibe la existencia, conoce vitalmente su valor personal, recibe el testimonio del amor fiel hasta la muerte y el primer anuncio de la Paternidad divina. La familia es el camino natural, sanado y elevado por la gracia del matrimonio, por el que los hijos ascienden en el tiempo a la plenitud de su vida cristiana en la eternidad de la Familia divina.
Y el más pleno reflejo en la tierra de la Familia divina es la Sagrada Familia de Nazaret. En María y José encontramos la realización más perfecta de la Paternidad divina, en los modos de la maternidad femenina y paternidad masculina. Jesús, Nuestro Señor, es el Hijo eterno del Padre que ha manifestado al mundo la perfección infinita de la Filiación divina, amando, honrando y obedeciendo a Dios Padre, mediante sus padres terrenos. Dios Padre se nos ha hecho visible en María y José. Dios Hijo, en Cristo, el Verbo de Dios hecho Hombre. Dios Espíritu Santo, en el amor paterno-filial de la Sagrada Familia de Nazaret, encarnación perfecta de la Familia que es Dios y modelo supremo de toda familia humana.