12/31/11


VIVIR NUESTRA VOCACIÓN FILIAL BAJO LA BENDICIÓN DE DIOS Y DE MARÍA SANTÍSIMA



Pedro Mendoza


"Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios". Gal 4,4-7


Comentario



La solemnidad de María Madre de Dios corona la octava navideña. El pasaje de la carta a los Gálatas, escogido para el inicio del año nuevo, nos recuerda una vez más la extraordinaria iniciativa de Dios: el envío de su Hijo al mundo, celebrada en la fiesta de la Navidad. Esto ha tenido lugar "al llegar la plenitud de los tiempos", esto es en el momento culmen de la historia de la salvación llevada a término por Dios desde los siglos precedentes.
A la pregunta sobre la naturaleza de este Hijo que Dios nos ha enviado, responde san Pablo indicando su condición "divina" y su preexistencia, pues este Hijo participa de la misma naturaleza de Dios. Por un lado, Él no es "hijo por adopción" como lo somos todos los demás que hemos recibido la filiación "adoptiva". Y por otro lado, su envío es paralelo al otro envío por parte del Padre de otra de las personas divinas, "el Espíritu de su Hijo".
Si se habla de dos envíos, es natural desear saber si entre ellos existe alguna relación. San Pablo resuelve la cuestión afirmando que estos dos "envíos", el del Hijo y el del Espíritu, están en una relación estrecha, con prioridad por parte del primero. En efecto el don del Espíritu, acontecido en un segundo momento, ha sido posible por la obediencia redentora de Cristo. Algunos otros pasajes del Nuevo Testamento confirman esta interpretación (cf. Gal 3,13-14; Jn 16,7; Hch 2,33). Es interesante notar que se refiere al Espíritu (santo) como "el Espíritu de su Hijo" haciendo ver claramente que la relación que establece este Espíritu comunicado a los creyentes es, por tanto, la relación filial, y por eso grita en nuestros corazones: "¡Abbá, Padre!". El Espíritu está en relación estrecha con Dios, que lo manda, y con el Hijo, al cual pertenece; así los creyentes son colocados en relación íntima con el Espíritu, con el Hijo y con Dios mismo.
Precisando todavía más las características de este "envío" vemos que éste no es de tipo glorioso, sino de carácter humillante para con relación al Hijo, por el modo como éste se realiza: en primer lugar, "haciéndose hijo de una mujer" y, en segundo lugar, lo hace sujetándose "a la ley". Mientras que la expresión "hijo de una mujer" revela la fragilidad de la naturaleza divina que asume el Verbo Encarnado, la otra expresión: "nacido bajo la ley" indica todavía un grado más abajo de este descendimiento: el Hijo de Dios no solamente es hombre, sino hombre debajo de una ley, sometido a una norma exterior.
Sin embargo, esa misma humillación abrazada por amor por parte del Hijo de Dios se transforma de forma paradójica en medio para alcanzar dos resultados positivos: en primer lugar, el Hijo de Dios ha "nacido bajo la ley" para rescatar a cuantos están sujetos a la ley. Y, en segundo lugar, se ha hecho "hijo de una mujer" para que todos los nacidos de mujer se conviertan en hijos de Dios, por adopción.
Conviene precisar el modo de comprender la "filiación adoptiva" de la cual hemos sido hecho partícipes por medio de Jesucristo. La "adopción divina", a diferencia de la adopción humana, no consiste en una mera decisión jurídica, que no cambia interiormente la persona adoptada, pues su naturaleza genética continúa siendo distinta por completo de la de sus padres adoptivos. En la "adopción divina", en cambio, Dios interviene de forma decisiva comunicándonos una nueva vida, haciéndonos partícipes de la vida filial de Cristo resucitado. Así lo expresa san Pablo antes en la carta a las Gálatas: "Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí" (2,20). Es una vida filial animada por el Espíritu santo, que clama en nosotros "¡Abbá, Padre!".
La invocación "¡Abbá, Padre!" aparece tres veces en el Nuevo Testamento, la primera vez en labios de Jesús en su agonía en Getsemaní (Mc 14,36), las otras dos veces en la oración de los cristianos (Rom 8,15; Gal 4,6). Destaca en el contexto porque se trata de una palabra aramea acompañada de la traducción griega. La palabra "Abbá" era un apelativo familiar, equivalente a nuestro "papacito". Los judíos no utilizaban este término para dirigirse a Dios, por un sentido de respeto reverencial hacia Él. Pero Jesús se dirige a Dios con este apelativo familiar "Abbá" (Mc 14,36), manifestando de este modo su consciencia de estar en relación filial íntima con Dios, una relación nueva por completo (cf. Mt 11,27; Lc 10,22; Jn 10,30.38). Los primeros cristianos han tomado conciencia de haber recibido, por medio de su adhesión a Cristo, el Espíritu filial en sus corazones y de haber sido asociados por Él a la oración de Jesús y a su relación filial con el Padre.

Aplicación

Vivir nuestra vocación filial, bajo la bendición de Dios y de María Santísima.
En el primer día del año la Iglesia nos invita a celebrar la solemnidad de María Madre de Dios. Quiere de este modo colocar todo el año bajo la protección de nuestra Madre, la Sma. Virgen María. Al mismo tiempo, la Iglesia nos hace los mejores augurios de inicio de año: esto es lo que la primera lectura nos presenta; mientras la segunda lectura y el evangelio centran su atención en el misterio de la maternidad divina de María.
La primera lectura, tomada del libro de los Números (6,22-27) recoge los augurios de año nuevo. En ella encontramos el relato de la bendición sacerdotal del Antiguo Testamento. Los sacerdotes del pueblo hebreo tenían la misión de transmitir la bendición divina, que era tan decisiva para toda la existencia humana: con su bendición Dios favorece la vida, la prosperidad y la felicidad de los hombres. Al iniciar este nuevo año, también nosotros queremos implorar esta triple bendición divina. La primera: "Dios te bendiga y te guarde", esto es que te preserve de todo peligro, en particular de sucumbir a la tentación de cometer el mal. La segunda: "ilumine Dios su rostro sobre ti y te sea propicio", esto es que manifieste su benevolencia sobre ti y tú reconozcas su generosidad y su amor para ti. Y la tercera: "Dios te muestre su rostro y te conceda la paz", esto es que el Señor te colme no sólo de ausencia de conflictos, sino con la abundancia de sus bienes, que es toda clase de prosperidad. Acojamos, pues, con gozo este augurio que nos viene dirigido por parte del Señor. Sintámonos amados por Dios, pues lo somos, y que este hecho constituya nuestro gozo más profundo.
Precisamente este amor de Dios se nos ha hecho tangible en el "envío" de su Hijo al mundo, como nos relata el evangelio de san Lucas (2,16-21), que nos viene presentado una vez más. Este evangelio nos conduce de nuevo, como en el día de Navidad, al pesebre de Belén. Como los pastores que acuden presurosos al encuentro del Niño de Belén, contemplemos a Jesús que yace ahí en el pesebre y reconozcamos ese modo tan humilde como Dios lleva a cumplimiento sus proyectos tan sublimes. Así valoraremos más toda la generosidad y el amor que Dios tiene para con cada uno de nosotros, sus hijos adoptivos.
Esta iniciativa del "envío" de su Hijo al mundo es la más importante por parte de Dios en relación con la humanidad, como nos dice san Pablo (Gal 4,4-7) en la segunda lectura que hemos comentado. El Hijo de Dios se ha hecho hijo de mujer, para que nosotros pudiéramos convertirnos en hijo de Dios. Aquí está la síntesis de todo el plan de Dios: un plan maravilloso, de una generosidad extraordinaria. En todo ello María ocupa un papel de extraordinaria importancia, pues con su "sí" incondicional ha sido posible la realización de ese plan divino. Al inicio de este año coloquémonos bajo la protección materna de María para que nos ayude a vivir en plenitud nuestra vocación de hijos de Dios en Cristo.

12/30/11


L'Osservatore Romano publica resultados de
investigación sobre la Sábana Santa de Turín
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 En la edición de ayer del L'Osservatore Romano, diario oficioso
 de la Santa Sede, fue publicado un resumen de los resultados
 de 5 años de investigación del Enea, (Agencia Nacional
para las Nuevas Tecnologías, la Energía y el Desarrollo Económico
 Sostenible de Italia) sobre la Sábana Santa de Turín.

Como ya había sido noticiado por Gaudium Press, 5 fueron
los científicos de esta agencia implicados en la investigación:
 Di Lazzaro, Murra, Santoni, Nichelatti e Baldacchini. Ellos
 tuvieron como problema de trabajo "la coloración similar
 a la que presenta la Sábana Santa de tejidos de lino por
medio de radiación de ultravioleta lejano", es decir, en
términos legos, se trataba de comprender cómo la imagen
 del lino de la Sábana Santa de Turín había quedado
 estampada. Los investigadores deseaban "conocer los
 procesos físicos y químicos que pueden generar una
 coloración similar a la de la imagen de la Sábana Santa".

Dice el informe de los científicos que "la doble imagen
 (frontal y dorsal) de un hombre flagelado y crucificado,
 que aparece a duras penas en el paño de lino de la Sábana
de Turín, presenta numerosas características físicas y químicas
 de tal manera peculiares que actualmente hacen imposible
 obtener en el laboratorio una coloración idéntica en todos sus
 componentes, como indica el debate abierto con numerosos
 artículos, enumerados en las referencias". Si hoy, con todos
 los adelantos científicos es imposible, muchísimo más
 para cualquier "falsificador medieval".

La Iglesia Católica nunca se ha expresado definitivamente en
 el sentido de que la Sábana Santa de Turín es el lienzo que
 cubrió el cuerpo de Cristo después de su muerte. Entretanto,
 el tejido ha recibido la visita de tres Papas contemporáneos:
 Pablo VI en 1973, Juan Pablo II en 1998 y Benedicto XVI en 2010
.

12/29/11


La Sagrada Familia, icono de la Iglesia doméstica


Aquella casa es una escuela de oración, donde se aprende a escuchar y a descubrir el significado profundo de la manifestación del Hijo de Dios, a ejemplo de Jesús, José y María

      La oración en la Sagrada Familia de Nazaret fue el tema de la catequesis de la audiencia general de ayer miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI y en la que participaron 7.000 personas.
      
«La casa de Nazaret, dijo el Papa, es una escuela de oración en que se aprende a escuchar, a meditar, a penetrar en el significado profundo de la manifestación del Hijo de Dios, a través del ejemplo de María, José y Jesús».

«La contemplación de Cristo alcanza su modelo insuperable en María» que «vive con los ojos puestos en Cristo y atesora cada palabra suya (...) El evangelista Lucas nos hace conocer el corazón de María, su fe, su esperanza y obediencia, su interioridad y su oración, así como su libre adhesión a Cristo. Y todo ello procede del Espíritu Santo que descenderá sobre ella como sobre los apóstoles según la promesa de Cristo. Esta imagen de María la presenta como el modelo de los creyentes que conserva y confronta las palabras y las acciones de Jesús, una confrontación que es siempre un progresar en el conocimiento de Cristo».
      
La capacidad de María para vivir de la mirada de Dios es "contagiosa". Y el primero que lo experimenta es José.«Efectivamente con María —explicó el Santo Padre— y sobre todo después, con Jesús, comienza una forma nueva de relacionarse con Dios, de acogerlo en su vida, de entrar en su proyecto de salvación, cumpliendo su voluntad».
      
Benedicto XVI recordó que aunque el Evangelio no haya conservado ninguna palabra de José, su presencia es «silenciosa pero fiel, constante, activa» y que José «cumplió plenamente su papel paterno en todos los aspectos». Entre ellos el Papa habló de cómo José habría educado a Jesús a la oración llevándolo consigo a la sinagoga los sábados y dirigiendo la oración doméstica por las mañanas y al atardecer. «Así, en el ritmo de las jornadas transcurridas en Nazaret, entre la casa y el taller de José, Jesús aprendió a alternar oración y trabajo y a ofrecer también a  Dios la fatiga para ganar el pan que necesitaba la familia».
      
Después, Benedicto XVI citando la peregrinación de María, José y Jesús al templo de Jerusalén, narrada en el evangelio de San Lucas  afirmó que «la familia judía, como la cristiana, reza en la intimidad doméstica, pero también reza junto con la comunidad, reconociéndose parte del Pueblo de Dios en camino»
      
Las primeras palabras de Jesús: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?»pronunciadas cuando María y José lo encuentran enseñando a los doctores en el Templo, son la llave de acceso a la oración cristiana, «A partir de aquel momento en la vida de la Sagrada Familia se intensificó aún más la oración porque, a través de Jesús (...) no cesará de difundirse y reflejarse en María y José el sentido profundo de la relación con Dios Padre. La familia de Nazaret es el primer modelo de la Iglesia en que, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación, todos viven en relación filial con Dios que transforma también las relaciones interpersonales».
      
«La Sagrada Familia —concluyó— es un icono de la Iglesia doméstica, llamada a rezar unida. La familia es la primera escuela de oración. En ella los niños, desde pequeños, aprenden a percibir el sentido de Dios, gracias a las enseñanzas y al ejemplo de los padres (...) Una educación auténticamente cristiana no puede prescindir de la experiencia de la oración. Si no se aprende a rezar en la familia, será difícil después colmar este vacío. Por eso invito a todos a redescubrir la belleza de rezar juntos como familia siguiendo la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret».
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12/28/11



La escatología revelada, que anuncia una salvación ‘trascendente’ y ‘personal’, cuya raíz es el ‘amor misericordioso’ de Dios, dará lugar necesariamente a una conducta moral específica

      A lo largo del conocido debate sobre la especificidad de la ética cristiana, que adquirió especial intensidad en los años 70, fueron muchos los autores que llamaron la atención sobre la escatología como elemento especificador de la moral predicada por Cristo. El planteamiento que subyace casi siempre en sus argumentaciones es que el fin último en el que cree la persona constituye un elemento determinante de su conducta moral. Todo sistema ético depende de una escatología, entendida como objetivo final y omnicomprensivo de la existencia humana. Este objetivo debe afectar necesariamente a todos los demás objetivos de la persona, y es uno de los ejes de su escala de valores.
      Dentro de cada ética, la condición indispensable para que la conducta adquiera precisamente su carácter ético, es que sea coherente con el objetivo último de la vida. Ahora bien, como el fin último es considerado por las diversas éticas de un modo diferente, su comprensión de la vida moral será también diverso. En el caso del cristianismo, la escatología revelada, que anuncia una salvación trascendente personal, cuya raíz es el amor misericordioso de Dios, dará lugar necesariamente a una conducta moral específica.
      De las muchas consecuencias que la escatología tiene para la ética señalamos algunas que actualmente revisten especial interés, tratando de poner de relieve la diferencia que existe entre la ética cristiana y aquellas que sitúan el objetivo último de la persona en cualquier tipo de realización inmanente.

La tragedia de la moral

      La vida moral tiene como objetivo la realización del hombre en su dimensión individual e interpersonal. Este objetivo exige, por una parte, un esfuerzo continuo para alcanzar el perfecto dominio de uno mismo, y, por otra, una lucha incesante para conseguir que el estado de cosas en el mundo responda a los deseos de la persona. Ahora bien, la moral no puede realizar íntegramente su propia intención, su proyecto radical, y en esto consiste precisamente su tragedia. Su objetivo es inalcanzable, no sólo de hecho, sino también de derecho. La acción nunca realiza plenamente el deseo. A ello se añade que la acción puede también producir efectos que el sujeto no ha deseado ni previsto. El hombre tiene que hacerse, pero, al mismo tiempo, es consciente de que nunca se hará plenamente. En cada momento de su historia personal, se encuentra con que nunca es lo que debería ser, y el precio de reconocer este hecho con sinceridad es la experiencia de una profunda insatisfacción.
      Pero además del esfuerzo moral para luchar contra el mal que hay en uno mismo, el hombre debe enfrentarse a un estado de cosas que no sólo no responde a sus deseos sino que no puede explicar ni justificar. El sufrimiento aparece muchas veces sin sentido, y la muerte se presenta como la destrucción misma de todo proyecto moral. En una lógica inmanente, esta situación lleva al absurdo y a la rebelión.
      Ante esta situación verdaderamente trágica que toda ética inmanente debe tener la valentía de reconocer, la esperanza escatológica cristiana hace saber al hombre que la acción moral no es vana, que su intención moral puede tener cumplimiento, y que en todo momento se le otorga la ayuda divina para perseguir su objetivo sin desanimarse ni desesperar. De este modo, para el cristiano, la moral se convierte en un momento de la esperanza. El sufrimiento y el fracaso se presentan con un rostro completamente nuevo: el que han adquirido con la muerte de Cristo en la Cruz. La vida del hombre no es una tragedia, sino un drama en el que la lucha tiene como horizonte la victoria.
      La experiencia cristiana responde, de este modo, al deseo más profundo de la persona. Elegir el misterio del Dios cristiano es a la vez rechazar el absurdo del mundo y esperar con alegría la plena realización del hombre.

El valor de la acción

      En una ética cerrada a la trascendencia, el sentido de la existencia humana no puede ser otro que la consecución de un objetivo intramundano, que depende del efecto externo de la acción. Ahora bien, el efecto de la acción no depende exclusivamente de la decisión personal libre. Existen muchos elementos que condicionan los resultados. El éxito no está enteramente en poder de la persona. Esta realidad tiene importantes consecuencias en la vida moral. Cuando la acción se valora por el éxito, si los resultados no son los previstos, la conducta queda sin sentido. La acción humana no tiene valor en cuanto acción de la persona, sino que está en función de condiciones que sólo en parte dependen de la propia libertad. Por otra parte, el valor de la acción no se encuentra en el presente sino en un futuro todavía desconocido. Pero aunque el éxito corone todas las acciones, todas están igualmente destinadas a perder su valor, pues la última palabra la tiene la muerte, destrucción de todo éxito subjetivo y, por tanto, mal absoluto e inevitable. La psiquiatría ha señalado las consecuencias de esta «tensión»: la persona que no vive en presente, sino en una constante ansiedad necesitada de comprobación, acaba frecuentemente en el desequilibrio psíquico.
      En la moral cristiana, el valor de la acción no depende del futuro, y, a la vez, su fruto y su recompensa sólo se manifiestan plenamente en un futuro trascendente. Cuando la persona vive de fe y movida por la caridad, cada una de sus acciones tiene valor sobrenatural. Independientemente de los resultados, del éxito material o de los frutos comprobables, la acción tiene valor y sentido en sí misma. El éxito futuro no es determinante del valor de la acción pasada, y la muerte no puede destruir ese valor. El fracaso material no es el fracaso del valor moral de la acción ni, por tanto, el fracaso de la persona. Por el contrario, el fracaso adquiere el mismo sentido que tiene el «fracaso» de la Cruz: un fracaso según los parámetros meramente racionales, pero la mayor victoria a los ojos de Dios.
      Esto no quiere decir que al cristiano no le interese el éxito de la acción. Quiere decir, únicamente, que la acción moral tiene un valor en sí misma, previo al éxito.
      A la vez, la acción moral del cristiano unido a Cristo tiene, por la comunión de los santos, una dimensión universal que la ética humana nunca podría imaginar. Cada una de las acciones que el cristiano realiza tiene un valor salvífico universal, porque forma parte del plan de salvación de Dios para el mundo. Para el cristiano no existe ninguna actividad cuyo valor sea exclusivamente intramundano. Al mismo tiempo que construye la ciudad terrena está contribuyendo a la realización del Reino de Dios, desapareciendo así la disociación en el núcleo mismo de la acción moral.
      En la ética cristiana, lo decisivo para el enjuiciamiento moral es la realización de la acción en la medida en que se basa en la determinación libre de la persona y, con ello, en la fe, esperanza y caridad. Si en la ética inmanente la intención interior tiende a perder su importancia, en la ética cristiana es decisiva. Esta trascendencia de la intención última se manifiesta en una actitud propiamente cristiana que implica, a la vez, distanciamiento y empeño. Distanciamiento respecto a la situación externa, a los resultados, que siempre aparecen como relativos. Empeño, sin embargo, porque la fe y el amor tienen que expresarse y realizarse en el trabajo en servicio de los demás.
      Este último aspecto debe ser subrayado frente a aquellos autores que reducen la especificidad cristiana llevados por el afán de mostrar que el cristiano no puede apartarse del mundo. La dimensión escatológica no suprime ni resta importancia a los valores terrenos. La vida fuera del mundo constituye una vocación particular. Pero la vocación de la mayor parte de los cristianos consiste precisamente en la búsqueda de la santidad en medio del mundo. Es más, si a pesar de la brevedad de la vida, el cristiano puede hacer sitio en su vida a los valores terrenos, es porque pueden ser integrados en la esperanza mesiánica.

El perdón y la culpa

      Si se entiende la culpa desde la perspectiva del éxito exterior de la acción no cabe una superación plena de los errores que se cometen. El hombre tiene que vivir con su culpa, y lo más que puede hacer es tratar de que los demás la olviden con la obtención de un éxito que supere al error. La ausencia de perdón se encontraría también en una ética en la que la culpa se viese sólo en relación con el prójimo. Si éste niega el perdón, la culpa se convierte en imborrable. En ambos casos, la salvación está siempre en manos de los demás. Pero tal vez sea peor aún el estado subjetivo de aquel que hace depender el perdón de sí mismo, identificándolo de algún modo con la ausencia del sentimiento de culpabilidad.
      Frente a esta situación en la que la culpa oprime al pecador, la doctrina cristiana sobre el pecado y el perdón aparece como profundamente liberadora. La escatología cristiana se caracteriza por el hecho de que Dios es un juez misericordioso, que ama tanto al hombre que, para librarlo del pecado, no escatimó ni la muerte de su propio Hijo. El hombre puede estar seguro de la misericordia de Dios cuando se vuelve a Él con el corazón contrito. Si su salvación no depende del éxito de sus acciones, ni de la aceptación por parte de los demás, ni de los propios sentimientos, sino sólo de Dios, el perdón de sus culpas no tiene por qué esperar a la realización de efectos positivos ni a los sentimientos de misericordia que tal vez no se den en el corazón del prójimo. Ni tiene el hombre que llevar sobre sus espaldas el pesado fardo de un sentimiento de culpabilidad que ya no corresponde a nada real, porque el pecado ha sido abolido. Se transforma, en cambio, en deseos de agradar al Padre y de unirse con amor al sufrimiento y a la muerte de Cristo, causados por nuestros pecados. De este modo, el pecado se convierte en camino de santidad: «Si tus errores te hacen más humilde —afirma el B. Josemaría Escrivá—, si te llevan a buscar con más fuerza el asidero de la mano divina, son camino de santidad: “felix culpa!” —¡bendita culpa!, canta la Iglesia». Una afirmación ésta que la ética humana no alcanza a comprender, porque tampoco comprende el verdadero sentido del pecado.

El sentido de la libertad

      Allí donde el sentido de la vida humana se pone en un objetivo intramundano, es decir, en una meta que puede ser obtenida por los efectos externos de la acción, la libertad está radicalmente amenazada. La razón es sencilla, aunque pueda escandalizar a los que, tal vez inconscientemente, viven según la lógica de una ética inmanente: la coacción puede ser justificada. En efecto, si la meta depende de la acción externa, coaccionar a alguien para que la realice puede tener sentido, pues lo que importa es alcanzar los resultados, y no el valor de la acción como acción de la persona. En la lógica de la ética utilitarista, donde la verdad se mide por los efectos positivos de la acción, la libertad es, en cuanto supone un riesgo para el éxito, un estorbo. La inmanencia lleva siempre consigo el germen del totalitarismo.
      En cambio, cuando el carácter moral de la acción no se juzga por el efecto exterior sino por su relación con la trascendencia, la libertad adquiere un papel central. En este caso no tiene ningún sentido la coacción, pues no se puede obligar a nadie a tomar una decisión libre. Que a lo largo de la historia se haya utilizado la coacción por parte de algunos cristianos, sólo indica que esos cristianos no han vivido, al menos en algún aspecto, la moral predicada por Cristo.
      También desde otro punto de vista, la esperanza escatológica afecta a la libertad. Sólo cuando se vive de fe, y se sabe que la realización plena está más allá de esta vida, se puede actuar con libertad frente a la situación presente, para juzgar si responde o no a la verdad. Con una eternidad por delante, el cristiano puede tener la grandeza de ánimo que lleva a evitar por igual el conformismo y la desesperación.

El valor de la persona

      Todo sistema ético presupone una determinada visión de la persona. Si la persona no tiene una meta trascendente, su vida sólo puede tener valor en la media en que le aporte experiencias positivas, y el esfuerzo de sus acciones sea coronado por el éxito. En este caso, una vida infeliz y llena de dolor tiende a ser considerada carente de valor. Pero si existe una salvación trascendente, el valor de la vida humana se determina por criterios radicalmente diferentes: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (Gaudium et spes, 19). En consecuencia, todas las personas tienen el mismo valor, pues todas están llamadas a la misma vocación de los hijos de Dios: «Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Ga 3, 28).

Escatología y normas morales

      El hecho innegable de que la escatología cristiana sea un elemento especificador de la moral cristiana, ¿lleva consigo que esta moral sea específicamente nueva desde el punto de vista material? Dicho de otro modo: ¿la escatología cristiana constituye únicamente una nueva motivación para la ética, o implica además nuevas normas o contenidos morales concretos con respecto a una ética simplemente humana? A esta cuestión, formulada esencialmente en los mismos términos, algunos autores responden negativamente. Admiten que la esperanza escatológica proporciona una nueva intencionalidad para la conducta; pero afirman al mismo tiempo que ésta, en sí misma, materialiter, no se distinguiría de la conducta del no cristiano, de modo que la perspectiva escatológica no modificaría intrínsecamente la moral humana. Otros, en cambio, defienden decididamente la novedad cristiana no sólo en el orden trascendental o formal sino también en el categorial.
      La polémica sobre esta cuestión es compleja, y en un breve estudio no podríamos siquiera resumir razonablemente los argumentos de las distintas posiciones. Por eso, nos limitaremos a señalar el camino que, en nuestra opinión, podría llevar a una respuesta aceptable. Ese camino debe pasar por la superación de la ética de tipo normativo a través de la adopción del punto de vista del sujeto agente, pues sólo así se puede reconocer el verdadero papel de la intencionalidad en la vida moral. Sólo desde el punto de vista del sujeto agente cabe explicar adecuadamente la relación de las acciones concretas con las intenciones generales en la conducta moral. Desde esta perspectiva, la intención no aparece como algo que se añade a la acción ya constituida para darle un nuevo sentido —idea que está en la base de los argumentos de algunos autores que niegan la especificidad plena de la ética cristiana—, sino como uno de los elementos esenciales de la acción.
      Cuando el sujeto moral ha de obrar aquí y ahora, cuando ha de ocuparse de la acción concreta precisamente en cuanto es una acción particular y contingente, su juicio práctico último está en función no sólo de las normas universales, sino de otros elementos que, en la práctica, pueden ser más determinantes. Entre ellos se encuentra su concepción del mundo y del hombre, una concepción que puede llamarse sapiencial, en cuanto valora las cosas, las personas y los acontecimientos desde el punto de vista del ideal de la perfección humana. Pero la concepción de este ideal es inseparable de la esperanza escatológica.
      Si se explica de este modo el ejercicio de la razón práctica se puede concluir que no existe una ética neutra, sino sólo éticas cualificadas, específicas, pues los principios son interpretados, en cada ética, según una concepción sapiencial diversa, y, en consecuencia, originan con frecuencia normas concretas diversas. Incluso, aunque las distintas éticas coincidiesen materialmente en las normas concretas, la identidad se reduciría únicamente a la acción exterior, no a la descripción interior que dirige la gestación de la elección y que desemboca en esa acción exterior. La diversidad de motivaciones, por tanto, no es algo que toque de modo superficial el obrar en su moralidad total, sino que determina su novedad de valor y de significado.
      Puede decirse que, aunque un cristiano y un no cristiano coincidiesen en la misma norma específica y en la misma acción exterior justa, su elección tendría un significado existencialmente distinto, pues llegan a ella a partir de concepciones sapienciales diversas. Y para la identidad existencial de la persona, para su perfección, lo que cuenta principalmente es ese significado. No se puede decir que lo único importante es la acción exterior, porque la acción moral no se puede calificar sin tener en cuenta la intención y la elección, es decir, el acto interior.
      La esperanza escatológica lleva, por tanto, al cristiano a una conducta moral específica si se considera la acción en su totalidad, y en muchas ocasiones le lleva también a acciones que la ética humana no puede explicar racionalmente, porque tienen su fuente precisamente en la luz que proporcionan la prudencia sobrenatural y los dones del Espíritu Santo.



    [1] Se puede citar, entre otros, a los siguientes: J. LACROIX, Moralemétaphysique et religion, en AA.VV., Morale humaine,morale chrétienne, XVIII Semaine des Intellectuels Catholiques (marzo de 1966), «Recherches et Débats» 55, Desclée de Brouwer, Bruxelles 1966, 103-118; Ch. ROBERT, Morale et Ecriture: Nouveau Testament, «Seminarium» 23 (1971) 596-621; Ph. DELHAYE, Thèmes fondamentaux d’une éthique chrétienne, en J. RATZINGER, Ph. DELHAYE, Principes d’éthique chrétienne, Éditions Lethielleux, Paris-Culture et Vérité, Namur 1979, 34-35; ID., La exigencia cristiana según S. Pablo, «Scripta Theologica» 15 (1983) 725-737; M. RHONHEIMER, Moral cristiana y desarrollo humano. Sobre la existencia de una moral de lo humano específicamente cristiana, en La misión del laico en la Iglesia y en el mundoVIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1987, 936; P. BOURGY, Loi et grâce dans l’Église d’aujourd’-hui, en AA.VV., Loi et ÉvangileCongreso Internacional de los PP. Dominicos, profesores de Teología Moral, Alemania (marzo de 1969), «Supplément» 22 (1969) 363. Pero fue sobre todo H. Rotter quien buscó en la escatología la solución al debate de la especificidad: cfr. H. ROTTER, Die Eigenart der christlichen Ethik, «Stimmen der Zeit» 191 (1973) 407-417.
    [2] Este aspecto de la moral ha sido puesto de relieve, de modo especial, dentro del debate sobre la especificidad de la ética cristiana, por J. LACROIX, Moralemétaphysique et religion, 103-118.
    [3] Sobre el valor de la acción y su relación con el éxito intramundano en la ética cristiana, ver H. ROTTER, Die Eigenart der christlichen Ethik, 412; y M. RHONHEIMER, Moral Cristiana y desarrollo humano, 936.
    [4] Cfr. Ph. DELHAYE, La exigencia cristiana según S. Pablo, 735.
    [5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 187.
    [6] Sobre este tema se puede encontrar una amplia exposición en la conocida obra de G. ABBÀ, Felicidadvida buena y virtud, Eiunsa, Barcelona 1992, passim

12/27/11


NAVIDAD ES EPIFANÍA


Homilía del Papa en la "Misa del Gallo"

“Queridos hermanos y hermanas: La lectura que acabamos de escuchar, tomada de la Carta de san Pablo Apóstol a Tito, comienza solemnemente con la palabra apparuit, que también encontramos en la lectura de la Misa de la aurora: apparuit – ha aparecido. Esta es una palabra programática, con la cual la Iglesia quiere expresar de manera sintética la esencia de la Navidad. Antes, los hombres habían hablado y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo había hablado a los hombres de diferentes modos (cf. Hb 1,1: Lectura de la Misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: Él ha aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que habita. Él mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era la gran alegría de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo una idea, algo que se ha de intuir a partir de las palabras. Él «ha aparecido». Pero ahora nos preguntamos: ¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él realmente? La lectura de la Misa de la aurora dice a este respecto: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3,4). Para los hombres de la época precristiana, que ante los horrores y las contradicciones del mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino que podría ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era una verdadera «epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura bondad. Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en la fe se preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es verdaderamente bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el bien y lo bello, que en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro cosmos. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: ésta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos da en Navidad.
En las tres misas de Navidad, la liturgia cita un pasaje del libro del profeta Isaías, que describe más concretamente aún la epifanía que se produjo en Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites» (Is 9,5s). No sabemos si el profeta pensaba con esta palabra en algún niño nacido en su época. Pero parece imposible. Este es el único texto en el Antiguo Testamento en el que se dice de un niño, de un ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre. Nos encontramos ante una visión que va, mucho más allá del momento histórico, hacia algo misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda su debilidad, es Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre perpetuo. Y la paz será «sin límites». El profeta se había referido antes a esto hablando de «una luz grande» y, a propósito de la paz venidera, había dicho que la vara del opresor, la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serían pasto del fuego (cf. Is 9,1.3-4).
Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia y lleva un mensaje que es paz. En este momento en que el mundo está constantemente amenazado por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre hay de nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas, clamemos al Señor: Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro.
La Navidad es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. Francisco de Asís llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» – más que todas las demás solemnidades – y la celebró con «inefable fervor» (2 Celano, 199: Fonti Francescane, 787). Besaba con gran devoción las imágenes del Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como hacen los niños, nos dice Tomás de Celano (ibíd.). Para la Iglesia antigua, la fiesta de las fiestas era la Pascua: en la resurrección, Cristo había abatido las puertas de la muerte y, de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado para el hombre un lugar en Dios mismo. Pues bien, Francisco no ha cambiado, no ha querido cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura interna de la fe con su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por él y por su manera de creer, ha sucedido algo nuevo: Francisco ha descubierto la humanidad de Jesús con una profundidad completamente nueva. Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del todo evidente en el momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La resurrección presupone la encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo de Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del todo nueva. En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo centro en una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón.
Todo eso no tiene nada de sensiblería. Precisamente en la nueva experiencia de la realidad de la humanidad de Jesús se revela el gran misterio de la fe. Francisco amaba a Jesús, al niño, porque en este ser niño se le hizo clara la humildad de Dios. Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha nacido en la pobreza del establo. En el niño Jesús, Dios se ha hecho dependiente, necesitado del amor de personas humanas, a las que ahora puede pedir su amor, nuestro amor. La Navidad se ha convertido hoy en una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes esconden el misterio de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez. Roguemos al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas deslumbrantes de este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén, para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz.
Francisco hacía celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y la mula (cf. 1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente, sobre este pesebre se construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los animales comían paja, los hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87: Fonti, 471). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los espléndidos cantos navideños de los frailes, la celebración parecía toda una explosión de alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470). Precisamente el encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad crea la verdadera fiesta.
Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse.
Me parece que en eso se manifiesta una cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios. Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos así la liturgia de esta Noche santa y renunciemos a la obsesión por lo que es material, mensurable y tangible. Dejemos que nos haga sencillos ese Dios que se manifiesta al corazón que se ha hecho sencillo. Y pidamos también en esta hora ante todo por cuantos tienen que vivir la Navidad en la pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, para que aparezca ante ellos un rayo de la bondad de Dios; para que les llegue a ellos y a nosotros esa bondad que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el establo, ha querido traer al mundo. Amén”.

LA NAVIDAD SEGÚN SAN AGUSTÍN


Un belén teológico

Con los sermones agustinianos sobre el nacimiento del Señor es posible reconstruir un belén que recuerda las reflexiones del santo sobre el misterio de su aparición temporal. Es un belén teológico o cristológico donde la presencia de Dios ilumina todo al mismo tiempo que proyecta sombras profundas: Un mirador de grandes contrastes y paradojas.
«Mirad hecho hombre al Creador del hombre para que mamase leche el que gobierna el mundo sideral, para que tuviese hambre el pan, para que tuviera sed la fuente, y durmiese la luz, y el camino se fatigase en el viaje, y la Verdad fuese acusada por falsos testigos, y el juez de vivos y muertos fuera juzgado por juez mortal, y la justicia, condenada por los injustos. y la disciplina fuera azotada con látigos, y el racimo de uvas fuera coronado de espinas, y el cimiento, colgado en el madero; la virtud se enflaqueciera, la salud fuera herida, y muriese la misma vida» (Sermo 191,1: PL 38,1010).
En la dialéctica, san Agustín quiere que los cristianos suban de lo temporal a lo eterno, del mundo visible al mundo invisible: «Jesús yace en el pesebre, pero lleva las riendas del gobierno del mundo; toma el pecho, y alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, y nos viste a nosotros de inmortalidad; está mamando, y lo adoran; no halló lugar en la posada, y Él fabrica templos suyos en los corazones de los creyentes. Para que se hiciera fuerte la debilidad, se hizo débil la fortaleza... Así encendemos nuestra caridad para que lleguemos a su eternidad». (Sermo 190,4: PL 38,1009). 
Humildad de Cristo
De maravilla en maravilla, de paradoja en paradoja, san Agustín va a dar siempre en la humildad de Dios, de tanto escándalo para los paganos: «Es la misma humildad la que da en rostro a los paganos. Por eso nos insultan y dicen: ¿Qué Dios es ése que adoráis vosotros, un Dios que ha nacido? ¿Qué Dios adoráis vosotros, un Dios que ha sido crucificado? La humildad de Cristo desagrada a los soberbios; pero si a ti, cristiano, te agrada, imítala; si le imitas, no trabajarás, porque Él dijo: Venid a mí todos los que estáis cargados». (Enarrat. in ps. 93,15: PL 37,1204).
La doctrina de la humildad es la gran lección del misterio de Belén: «Considera, hombre, lo que Dios se hizo por ti; reconoce la doctrina de tan grande humildad aun en un niño que no habla» (Sermo 188, 3: PL 38,1004).
La Madre Virgen y la Iglesia jubilosa
Juntamente con el Hijo de Dios y su Madre siempre virgen, en el belén agustiniano está presente la Iglesia, o la humanidad entera que salta de júbilo.
A todos debe contagiar la alegría del nacimiento: «Salten de júbilo los hombres, salten de júbilo las mujeres; Cristo nació varón y nació de mujer, y ambos sexos son honrados en Él. Retozad de placer, niños santos, que elegisteis principalmente a Cristo para imitarle en el camino de la pureza; brincad de alegría, vírgenes santas; la Virgen ha dado a luz para vosotras para desposaros con Él sin corrupción. Dad muestras de júbilo, justos, porque es el natalicio del Justificador. Haced fiestas vosotros los débiles y enfermos, porque es el nacimiento del Salvador. Alegraos, cautivos; ha nacido vuestro redentor. Alborozaos, siervos, porque ha nacido el Señor. Alegraos, libres, porque es el nacimiento del Libertador. Alégrense los cristianos, porque ha nacido Cristo» (Sermo 184,2: PL 38,996).
La alegría, pues, tiene una expresi6n de desbordamiento incontenible en el belén de san Agustín para toda clase de personas. Toda la humanidad tiene parte en este gozo: «Todos los grados de los miembros fieles contribuyeron a ofrecer a la Cabeza lo que por su gracia pudieron llevarle» (Sermo 192,2: PL 38,1012).
Epifanía del Señor
Aunque el nombre de Epifanía se reserva hoy para la festividad de los Magos, en un principio comprendía las dos fiestas del nacimiento y de la adoración de los Magos, porque los «dos días pertenecen a la manifestación de Cristo» (Sermo 204,1: PL 38,1037). Primero se manifestó visiblemente en su carne a los judíos, y luego a los gentiles, representados por los Magos del Oriente. Desde entonces, el recién nacido comenzó a ser piedra angular de la profecía donde se juntaban las dos paredes, los judíos y los gentiles.
Las grandes paradojas de Belén continúan en este misterio: «¿Quién es este Rey tan pequeño y tan grande, que no ha abierto aún la boca en la tierra, y está ya proclamando edictos en el cielo?» (Sermo 199,2: PL 38,1027). El misterio del Niño Dios se enriquecía de nuevas luces: «Yacía en el pesebre, y atraía a los Magos del Oriente; se ocultaba en un establo, y era dado a conocer en el cielo, para que por medio de él fuera manifestado en el establo, y así este día se llamase Epifanía, que quiere decir manifestación; con lo que recomienda su grandeza y su humildad, para que quien era indicado con claras señales en el cielo abierto, fuese buscado y hallado en la angostura del establo, y el impotente de miembros infantiles, envuelto en pañales infantiles, fuera adorado por los Magos, temido por los malos» (Sermo 220,1: PL 38,1029).

12/26/11


EL ANTIGUO HIMNO DE LA CALENDA


En la Liturgia Romana se anuncia la Natividad de Jesucristo mediante el llamado pregón o Calenda de Navidad, que se canta en el coro a la hora canónica de Prima al comenzar el Martirologio del día 24 de diciembre (ya que cada día se leen los elogios de los santos del día siguiente). La Calenda tal como figura en la edición tradicional del Martirologio parece tener como antecesora la mención que hace del Nacimiento de Cristo el manuscrito del Chalki de Hipólito (que, es auténtico, supone ya la celebración romana de la Navidad a comienzos del siglo III).
El himno en latín dice así: Anno a creatione mundi, quando in principio Deus creavit caelum et terram, quinquies millesimo centesimo nonagesimo nono; a diluvio autem, anno bis millesimo nongentesimo quinquagesimo septimo; a nativitate Abrahae, anno bis millesimo quintodecimo; a Moyse et egressu populi Israel de Aegypto, anno millesimo quingentesimo decimo; ab unctione David in Regem, anno millesimo trigesimo secundo; Hebdomada sexagesima quinta, juxta Danielis prophetiam; Olympiade centesima nonagesima quarta; ab urbe Roma condita, anno septingentesimo quinquagesimo secundo; anno Imperii Octaviani Augusti quadragesimo secundo, toto Orbe in pace composito, sexta mundi aetate, Jesus Christus, aeternus Deus aeternique Patris Filius, mundum volens adventu suo piissimo consecrare, de Spiritu Sancto conceptus, novemque post conceptionem decursis mensibus, in Bethlehem Judae nascitur ex Maria Virgine factus Homo. Nativitas Domini nostri Jesu Christi secundum carnem.
En el año cinco mil ciento noventa y nueve de la creación del mundo, cuando Dios hizo el cielo y la tierra; en el dos mil novecientos cincuenta y siete desde el Diluvio; en el año dos mil quince desde el nacimiento de Abraham; en el año mil quinientos diez desde Moisés y el éxodo de Egipto del pueblo de Israel; en el año mil treinta y dos desde la unción del rey David; en la semana sexagésimoquinta según la profecía de Daniel; en la centésimononagésima Olimpíada; en el año setecientos cincuenta y dos desde la fundación de Roma; en el año cuadragésimo segundo del imperio de Octaviano Augusto, estando todo el mundo en paz, en la sexta edad del mundo, Jesucristo, eterno Dios e Hijo del eterno Padre, queriendo santificar la creación por su advenimiento, concebido por obra del Espíritu Santo y transcurridos nueve meses después de ser engendrado, nace hecho Hombre de María Virgen en Belén de Judá. Natividad de Nuestro Señor Jesucristo según la carne.

12/25/11


EL PRÍNCIPE DE LA PAZ CONCEDA PAZ Y ESTABILIDAD A LA TIERRA


Mensaje papal por Navidad

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero:
Cristo nos ha nacido. Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres que él ama. Que llegue a todos el eco del anuncio de Belén, que la Iglesia católica hace resonar en todos los continentes, más allá de todo confín de nacionalidad, lengua y cultura. El Hijo de la Virgen María ha nacido para todos, es el Salvador de todos.
Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos. Este es el clamor del hombre de todos los tiempos, que siente no saber superar por sí solo las dificultades y peligros. Que necesita poner su mano en otra más grande y fuerte, una mano tendida hacia él desde lo alto. Queridos hermanos y hermanas, esta mano es Cristo, nacido en Belén de la Virgen María. Él es la mano que Dios ha tendido a la humanidad, para hacerla salir de las arenas movedizas del pecado y ponerla en pie sobre la roca, la roca firme de su verdad y de su amor (cf. Sal 40,3).
Sí, esto significa el nombre de aquel niño, el nombre que, por voluntad de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, del ponerse en concurrencia con Dios y ocupar su puesto, del decidir lo que es bueno y es malo, del ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3,1-7). Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es implorándole: «Veni ad salvandum nos - Ven a salvarnos».
Ya el mero hecho de esta súplica al cielo nos pone en la posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f [griego]). Dios es el Salvador, nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico, nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien que escucha, y que pueda venir en nuestro auxilio.
Jesucristo es la prueba de que Dios ha escuchado nuestro clamor. Y, no sólo. Dios tiene un amor tan fuerte por nosotros, que no puede permanecer en sí mismo, que sale de sí mismo y viene entre nosotros, compartiendo nuestra condición hasta el final (cf. Ex 3,7-12). La respuesta que Dios ha dado en Jesús al clamor del hombre supera infinitamente nuestras expectativas, llegando a una solidaridad tal, que no puede ser sólo humana, sino divina. Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios podía optar por salvarnos por esta vía, que es sin duda la más larga, pero es la que respeta su verdad y la nuestra: la vía de la reconciliación, el diálogo y la colaboración.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo, dirijámonos en esta Navidad 2011 al Niño de Belén, al Hijo de la Virgen María, y digamos: «Ven a salvarnos». Lo reiteramos unidos espiritualmente tantas personas que viven situaciones difíciles, y haciéndonos voz de los que no tienen voz.
Invoquemos juntos el auxilio divino para los pueblos del Cuerno de África, que sufren a causa del hambre y la carestía, a veces agravada por un persistente estado de inseguridad. Que la comunidad internacional no haga faltar su ayuda a los muchos prófugos de esta región, duramente probados en su dignidad.
Que el Señor conceda consuelo a la población del sureste asiático, especialmente de Tailandia y Filipinas, que se encuentran aún en grave situación de dificultad a causa de las recientes inundaciones.
Y que socorra a la humanidad afligida por tantos conflictos que todavía hoy ensangrientan el planeta. Él, que es el Príncipe de la paz, conceda la paz y la estabilidad a la Tierra en la que ha decidido entrar en el mundo, alentando a la reanudación del diálogo entre israelíes y palestinos. Que haga cesar la violencia en Siria, donde ya se ha derramado tanta sangre. Que favorezca la plena reconciliación y la estabilidad en Irak y Afganistán. Que dé un renovado vigor a la construcción del bien común en todos los sectores de la sociedad en los países del norte de África y Oriente Medio.
Que el nacimiento del Salvador afiance las perspectivas de diálogo y la colaboración en Myanmar, en la búsqueda de soluciones compartidas. Que el nacimiento del Redentor asegure estabilidad política en los países de la región africana de los Grandes Lagos y fortalezca el compromiso de los habitantes de Sudán del Sur para proteger los derechos de todos los ciudadanos
Queridos hermanos y hermanas, volvamos la vista a la gruta de Belén: el niño que contemplamos es nuestra salvación. Él ha traído al mundo un mensaje universal de reconciliación y de paz. Abrámosle nuestros corazones, démosle la bienvenida en nuestras vidas. Repitámosle con confianza y esperanza: «Veni ad salvandum nos».


RECOMENZAR DESDE EL PRINCIPIO: LA OLEADA DE EVANGELIZACIÓN EN MARCHA


Cuarta meditación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa

1. Un nuevo destinatario del anuncio
“Prope est iam Dominus: venite, adoremus”: El Señor está cerca: venid adoremos. Iniciamos esta meditación como empieza la Liturgia de las horas en estos días que preceden a la Navidad, de modo que sea también ella parte de nuestra preparación a la solemnidad.
He buscado reconstruir, en la meditación anterior, tres grandes oleadas evangelizadoras en la historia de la Iglesia. Ciertamente, se podrían recordar otros grandes empeños misioneros, como aquel iniciado por San Francisco Xavier en el siglo XVI en Oriente – la India, la China y el Japón-, así como la evangelización del continente africano, en el siglo XIX, a cargo de Daniel Comboni, del cardenal Guillermo Massaia y tantos otros… Hay sin embargo razón más para la elección hecha, la que espero haya surgido del desarrollo de estas reflexiones.

Lo que cambia y distingue las diversas oleadas evangelizadoras de las que hemos hecho memoria, no es el objeto del anuncio –“la fe, que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre”, como lo llama la carta de san Judas-, sino los destinatarios de la misma, es decir, el mundo grecorromano, el mundo bárbaro y el nuevo mundo, o sea el continente americano.
Nos preguntamos entonces: ¿quién es el nuevo destinatario de la cuarta oleada de evangelización en acto hoy? La respuesta es el mundo occidental secularizado y en algunos aspectos postcristiano. Esta especificación que aparecía ya en los documentos del beato Juan Pablo II, se ha vuelto explícita en el magisterio del santo padre Benedicto XVI. En el motu proprio con el cual ha instituido el “Pontificio Consejo para la promoción de la nueva evangelización”, habla de “muchos países de antigua tradición cristiana, que se han vuelto reacios al mensaje evangélico”¹.
En el Adviento del año pasado, traté de indicar aquello que caracteriza a este nuevo destinatario del anuncio, resumiéndolo en tres puntos: el cientificismo, el secularismo y el racionalismo. Tres tendencias que llevan a un resultado común: el relativismo.
De forma paralela a la aparición sobre la escena, de un nuevo mundo por evangelizar, hemos asistido a la vez a la aparición de una nueva categoría de anunciadores: los obispos en los tres primeros siglos (sobre todo en el tercero), los monjes en la segunda oleada y los frailes en la tercera. También hoy asistimos a la aparición de una nueva categoría de protagonistas de la evangelización: los laicos. Evidentemente, no se trata de la sustitución de una categoría por otra, sino de un nuevo componente del pueblo de Dios que se une al otro, permaneciendo siempre los obispos, con el papa a la cabeza, como guías autorizados y responsables en última instancia, de la tarea misionera de la Iglesia.
2. Como la estela de un buque
He dicho que a través de los siglos han cambiado los destinatarios del anuncio, pero no el anuncio mismo. Pero debo precisar mejor esta última afirmación. Es verdad que no puede cambiar lo esencial del anuncio, pero puede y debe cambiar el modo de presentarlo, la prioridad, el punto desde el cual parte el anuncio.
Resumamos el camino recorrido por el anuncio evangélico para llegar hasta nosotros. Hay primero el anuncio hecho por Jesús, que tiene por objeto central una noticia: “Ha llegado a ustedes el Reino de Dios”. A esta etapa única e irrepetible que llamamos “el tiempo de Jesús”, le sigue, después de la Pascua, “el tiempo de la Iglesia”. En él, Jesús no es ya el anunciador, sino el anunciado; la palabra “Evangelio” no significa ya “la buena noticia portada por Jesús", sino la buena noticia sobre Jesús, es decir, que tiene por objeto a Jesús y, en particular, su muerte y resurrección. Esto es lo que significa siempre para san Pablo, la palabra “Evangelio”.
Conviene sin embargo, estar atentos y no separar demasiado los dos momentos y los dos anuncios, aquel de Jesús y el de la Iglesia, o como se viene usando hace tiempo, el “Jesús histórico” del “Cristo de la fe”. Jesús no es solo el objeto del anuncio de la Iglesia, lo anunciado. ¡Ay con reducirlo solo a esto! Significaría olvidar la resurrección. En el anuncio de la Iglesia, es el Cristo resucitado quien, con su Espíritu, sigue hablando; él es también la persona que anuncia. Como dice un texto del concilio: “Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla”2.
Partiendo del anuncio inicial de la Iglesia, es decir del kerygma, podemos resumir con una imagen el desarrollo sucesivo de la predicación de la Iglesia. Pensemos en la estela de una nave. Se inicia en un punto, la punta de la proa de la nave, que va ampliándose más, hasta perderse en el horizonte y tocar las dos orillas del mar. Eso es lo que pasó en el anuncio de la Iglesia; comenzó con un extremo: el kerygma “Cristo murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación” (cf. Rom. 4,25; 1 Cor. 15,1-3); y aún más conciso: “Jesús es el Señor” (Hch. 2, 36; Rom. 10,9).
Una primera expansión de esta estela se da con el nacimiento de los cuatro evangelios, escritos para explicar ese eslabón inicial, y con el resto del Nuevo Testamento; después de eso viene la tradición de la Iglesia, con su magisterio, teología, instituciones, leyes y espiritualidad. El resultado final es un inmenso legado que hace pensar justamente en la estela de la nave en su máxima expansión.
A este punto, si se quiere reevangelizar el mundo secularizado, se impone una elección. ¿De dónde empezar? De cualquier punto de la estela, o de la punta? La inmensa riqueza de la doctrina y de las instituciones pueden convertirse en un handicap si queremos presentarnos con eso al hombre, quien ha perdido todo contacto con la Iglesia y ya no sabe quién es Jesús. Sería como ponerle de repente a un niño, una de esas enormes y pesadas capas pluviales de brocado.
Se necesita ayudar a este hombre a establecer una relación con Jesús; hacer con el hombre moderno aquello que hizo Pedro el día de Pentecostés con las treinta mil personas allí presentes: hablarle de Jesús, a quien nosotros hemos crucificado y que Dios lo ha resucitado, llevarlo al punto en que también él, tocado en el corazón, pregunte: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” y nosotros responderemos, como respondió Pedro: “Arrepiéntanse, háganse bautizar si no lo son aún, o confiésense si ya son bautizados”.
Aquellos que responderán al anuncio se unirán, también hoy, como entonces, a la comunidad de los creyentes, escucharán las enseñanzas de los apóstoles y participarán en la fracción del pan; según la llamada y la respuesta de cada uno, podrán apodrarse poco a poco, de todo aquel inmenso patrimonio nacido del kerygma. No se acepta a Jesús por la palabra de la Iglesia sino que se acepta a la Iglesia por la palabra de Jesús.
Tenemos un aliado en este esfuerzo: el fracaso de todos los intentos realizados por el mundo secularizado para sustituir al kerygma cristiano con otros “gritos” y otros “carteles”. Comúnmente presento el ejemplo de la célebre obra del pintor noruego Edvard Munch, tituladoEl Grito. Un hombre sobre un puente, ante un fondo rojizo y con las manos alrededor de la boca abierta emite un grito que –se entiende inmediatamente-, es un grito de angustia, un grito vacío, sin palabras, solo sonido. Me parece que es la descripción más eficaz de la situación del hombre moderno que, habiendo olvidado el grito lleno de contenido que es el kerygma, debe gritar al vacío su propia angustia existencial. 
3. Cristo, contemporáneo nuestro
Ahora, me gustaría tratar de explicar por qué es posible, en el cristianismo, recomenzar, en cada momento, desde el extremo de la nave, sin que esto sea una ficción de la mente o una simple operación de arqueología. El motivo es simple: aquella nave sigue surcando el mar y la estela ¡empieza otra vez desde un punto!
Hay un punto en el cual no estoy de acuerdo con el filósofo Kierkegaard que ha dicho también cosas bellísimas sobre la fe y sobre Jesús. Uno de sus temas preferidos es el de la contemporaneidad de Cristo. Pero él concibe tal contemporaneidad, como un hacernos contemporáneos de Cristo. “Aquel que cree en Cristo –escribe--, está obligado a hacerse su contemporáneo en el abajamiento”3. Su idea es que para creer verdaderamente, con la misma fe exigida a los apóstoles, hay que prescindir de los dos mil años de historia de confirmaciones sobre Jesús y meterse en los zapatos de aquellos a quienes Jesús dirigía la palabra: “Vengan a mí, todos ustedes que están fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso” (Mt. 11,28). ¡Justamente él, un hombre que no tenía una piedra dónde reposar la cabeza!
La verdadera contemporaneidad de Cristo es otra cosa; es Él quien se hace nuestro contemporáneo, porque habiendo resucitado, vive en el Espíritu de la Iglesia. Si nosotros tuviéramos que hacernos contemporáneos de Cristo, sería una contemporaneidad solamente intencional; si es Cristo el que se hace nuestro contemporáneo, es una contemporaneidad real. Según un pensamiento osado de la espiritualidad ortodoxa, “la anamnesis es un recuerdo gozoso que hace el pasado aún más presente hoy de cuando fue vivido”. No es una exageración. En la celebración litúrgica de la Misa, el evento de la muerte y resurrección de Cristo se convierte en algo más real para mí, de cuanto lo fue para aquellos que asistieron de hecho y materialmente al acontecimiento, porque entonces era una presencia “según la carne”, y ahora se trata de una presencia “según el Espíritu”.
Lo mismo sucede cuando uno proclama con fe: “Cristo ha muerto por mis pecados, ha resucitado por mi justificación, él es el Señor”. Un autor del siglo IV escribió: “Para cada hombre, el principio de la vida es cuando Cristo se ha inmolado por él. Pero Cristo se ha inmolado por él en el momento en que él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la vida que obtuvo de aquella inmolación”4.
Me doy cuenta de que no es fácil y quizás ni siquiera posible decir estas cosas a la gente, menos aún al mundo secularizado de hoy; más bien es lo que debemos tener bien claro nosotros, evangelizadores, para sacar de él coraje y creer en la palabra del evangelista Juan que dice: “Aquél que está en ustedes es más fuerte que el que está en el mundo”. (1 Jn. 4,4).
4. Los laicos, protagonistas de la evangelización
Decía al inicio que, desde el punto de vista de los protagonistas, la novedad en el periodo moderno de la evangelización son los laicos. Su papel ha sido tratado por el concilio en la “Apostolicam Actuositatem”, por Pablo VI en la “Evangelii Nuntiandi” y por el beato Juan Pablo II en la “Christifidelis Laici”.
Los antecedentes de esta llamada universal a la misión se encuentran ya en el Evangelio. Después del primer envío de los apóstoles a la misión, Jesús, se lee en el evangelio de Lucas, “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1). Estos setenta y dos discípulos, probablemente eran todos aquellos que el había reunido hasta aquel momento, o al menos todos aquellos que estaban dispuestos a comprometerse seriamente por él. Por tanto, Jesús envía a todos sus discípulos.
He conocido a un laico de los Estados Unidos, un padre de familia que junto a su profesión desarrolla también una intensa evangelización. Es una persona llena de sentido del humor y evangeliza al son de las carcajadas, como sólo los estadounidenses saben hacerlo. Cuando va a un lugar nuevo, empieza diciendo muy serio: “Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han pedido que venga a anunciarles el evangelio”. Naturalmente, la gente siente curiosidad. A continuación, él explica que los dos mil quinientos obispos son los que participaron en el concilio Vaticano II y escribieron el decreto sobre el apostolado de los laicos, en el cual se exhorta a cada laico cristiano a participar de la misión evangelizadora de la Iglesia. Tenía perfecta razón de decir “me lo han pedido”. No son palabras al viento, a todos y a ninguno, están dirigidas de modo personal a cada laico católico.
Hoy conocemos la energía nuclear que se libera de la “fisión” del átomo. Un átomo de uranio viene bombardeado y “partido” en dos por la colisión de una partícula llamada neutrón, liberando en este proceso energía. Se inicia desde allí una reacción en cadena. Los dos nuevos elementos fisionan, es decir, rompen a su vez otros dos átomos, estos otros cuatro y así sucesivamente en miles de millones de átomos; así, al final, la energía “liberada” es enorme. Y no necesariamente es energía destructiva, porque la energía nuclear puede ser usada también para fines pacíficos, a favor del hombre.
En este sentido, podemos decir que los laicos son una especie de energía nuclear de la Iglesia en lo espiritual. Un laico alcanzado por el Evangelio, viviendo junto a otros, puede “contagiar” a otros dos, estos a otros cuatro, y ya que los laicos no son solo algunas decenas de miles como el clero, sino centenares de millones, ellos pueden desempeñar un papel de veras decisivo en la propagación de la luz beneficiosa del evangelio en el mundo. 
Del apostolado de los laicos no se ha comenzado a hablar solo con el concilio Vaticano II, se hablaba de ellos ya hacía tiempo. Pero lo que el concilio ha aportado de nuevo en este campo, se refiere al título con el cual los laicos contribuyen al apostolado de la jerarquía. Ellos no son simples colaboradores llamados a dar su aporte profesional, su tiempo y recursos: son portadores de carismas, con los cuales, dice la Lumen Gentium, “son aptos y están prontos para ejercer las diversas obras y tareas que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”5.

Jesús quiso que sus apóstoles fueran pastores de ovejas y pescadores de hombres. Para nosotros, pertenecientes al clero, es más fácil ser pastores que pescadores; es decir, nutrir con la palabra y los sacramentos a aquellos que vienen a la iglesia, que no ir a la búsqueda de los alejados, en los  ambientes más dispares de la vida. La parábola de la ovejita extraviada se presenta hoy invertida: noventa y nueve ovejas se han alejado y una ha quedado en el redil. El peligro es pasar todo el tiempo alimentando a la única que quedó y no tener tiempo, también por la escasez de clero, de ir a la búsqueda de las extraviadas. En esto, la aportación de los laicos se revela providencial.
Los llamados movimientos eclesiales postconciliares son una expresión de esta novedad y debemos reconocer que están a la vanguardia en la obra de la evangelización. Muchas conversiones de personas adultas y el retorno a la práctica religiosa de los cristianos nominales, se producen hoy en el ámbito de estos movimientos.
Recientemente, el santo padre Benedicto XVI volvió sobre la importancia de la familia en vista de la evangelización, hablando de un “protagonismo de la familia cristiana” en este terreno. “Y del mismo modo que están en relación el eclipse de Dios y la crisis de la familia, así la nueva evangelización es inseparable de la familia cristiana”6.
Comentando el texto de Lucas, donde se dice que Jesús “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1), san Gregorio Magno escribe que los manda de dos en dos “porque menos que entre dos no puede haber amor”, y el amor es aquello por lo que los hombres podrán reconocer que somos discípulos de Cristo. Esto vale para todos, pero en modo especial para los padres de familia. Si no pueden hacer nada más para ayudar a sus hijos en la fe, ya sería mucho si, viéndolos, ellos pudiesen decir entre sí: “Mira cómo se aman papá y mamá”. “El amor es de Dios”, dice la Escritura (1 Jn. 4,7) y esto explica por qué, donde sea que haya un poco de amor, allí siempre será anunciado Dios.
La primera evangelización comienza dentro de las paredes de la casa. A un joven que se preguntaba qué cosa debía hacer para salvarse, Jesús le respondió un día: “Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres…, después ven y sígueme” (Mc. 10, 21); pero a otro joven que quería dejar todo y seguirlo, no se lo permitió, sino le dijo: “Vete a tu casa, con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti” (Mc. 5,19).
Existe un famoso canto espiritual negro titulado “There is a balm in Gilead” “Hay un bálsamo en Gilead”. Algunas de sus palabras podrían alentar a los laicos, y no solamente a ellos, en la tarea de una evangelización de persona a persona, de puerta a puerta. 
Dice así: “If you cannot preach like Peter, if you cannot preach like Paul, go home and tell your neighbor: He died to save us all”. (Si no sabes predicar como Pedro; si no sabes predicar como Pablo, anda a tu casa y diles a tus vecinos: Jesús ha muerto para salvarnos a todos”.

Dentro de dos días será Navidad. Resulta reconfortante para los hermanos laicos, recordar que alrededor de la cuna de Jesús, además de María y José, estaban solo sus representantes, los pastores y los magos.
La Navidad nos trae de nuevo a la punta de la proa que inicia la estela de la nave, porque todo comenzó a partir de allí, de aquel Niño en el pesebre. En la liturgia escucharemos proclamar “Hodie Christus natus est, hodie Salvator apparuit”, “Hoy ha nacido Cristo, hoy apareció el Salvador”. Escuchándolo, recordemos aquello que habíamos dicho de la anamnesis, “que hace el pasado aún más presente de cuando fue vivido”. Sí, Cristo nace hoy, porque él nace de verdad para mí en el momento en el cual reconozco y creo en el misterio. “¿De qué me sirve que Cristo haya nacido una vez de Maria en Belén, si no nace de nuevo por la fe en mi corazón?”; son palabras pronunciadas por Orígenes y repetidas por san Agustín y por san Bernardo7.
Hagamos nuestra la invocación elegida por nuestro santo padre para su saludo natalicio de este año, y repitámosla con todo el anhelo de nuestro corazón: “Veni ad salvandum nos”, “¡Ven, Señor, y sálvanos!”.
Notas
1 Benedicto XVI, motu proprio “Ubicunque et Semper”.
2 Sacrosanctum concilium, n. 7.
3 S. Kierkegaard, Esercizio del cristianesimo, I, E (L’arresto) (in Opere, a cura di C. Fabro, Firenze 1972, p. 708).
Homilía Pascual del año 387 (SCh 36, p. 59 s.)
L.G., 12.
6 Benedicto XVI, Discurso a la Plenaria del Consejo Pontificio para la Familia, en “L’Osservatore Romano”, 2 Dicembre, p.8.
7 Orígenes, Comentario al Evangelio de Lucas, 22,3 (SCh. 87, p. 302).