VIVIR NUESTRA VOCACIÓN FILIAL BAJO LA BENDICIÓN DE DIOS Y DE MARÍA SANTÍSIMA
Pedro Mendoza
"Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios". Gal 4,4-7
Comentario
La solemnidad de María Madre de Dios corona la octava navideña. El pasaje de la carta a los Gálatas, escogido para el inicio del año nuevo, nos recuerda una vez más la extraordinaria iniciativa de Dios: el envío de su Hijo al mundo, celebrada en la fiesta de la Navidad. Esto ha tenido lugar "al llegar la plenitud de los tiempos", esto es en el momento culmen de la historia de la salvación llevada a término por Dios desde los siglos precedentes.
A la pregunta sobre la naturaleza de este Hijo que Dios nos ha enviado, responde san Pablo indicando su condición "divina" y su preexistencia, pues este Hijo participa de la misma naturaleza de Dios. Por un lado, Él no es "hijo por adopción" como lo somos todos los demás que hemos recibido la filiación "adoptiva". Y por otro lado, su envío es paralelo al otro envío por parte del Padre de otra de las personas divinas, "el Espíritu de su Hijo".
Si se habla de dos envíos, es natural desear saber si entre ellos existe alguna relación. San Pablo resuelve la cuestión afirmando que estos dos "envíos", el del Hijo y el del Espíritu, están en una relación estrecha, con prioridad por parte del primero. En efecto el don del Espíritu, acontecido en un segundo momento, ha sido posible por la obediencia redentora de Cristo. Algunos otros pasajes del Nuevo Testamento confirman esta interpretación (cf. Gal 3,13-14; Jn 16,7; Hch 2,33). Es interesante notar que se refiere al Espíritu (santo) como "el Espíritu de su Hijo" haciendo ver claramente que la relación que establece este Espíritu comunicado a los creyentes es, por tanto, la relación filial, y por eso grita en nuestros corazones: "¡Abbá, Padre!". El Espíritu está en relación estrecha con Dios, que lo manda, y con el Hijo, al cual pertenece; así los creyentes son colocados en relación íntima con el Espíritu, con el Hijo y con Dios mismo.
Precisando todavía más las características de este "envío" vemos que éste no es de tipo glorioso, sino de carácter humillante para con relación al Hijo, por el modo como éste se realiza: en primer lugar, "haciéndose hijo de una mujer" y, en segundo lugar, lo hace sujetándose "a la ley". Mientras que la expresión "hijo de una mujer" revela la fragilidad de la naturaleza divina que asume el Verbo Encarnado, la otra expresión: "nacido bajo la ley" indica todavía un grado más abajo de este descendimiento: el Hijo de Dios no solamente es hombre, sino hombre debajo de una ley, sometido a una norma exterior.
Sin embargo, esa misma humillación abrazada por amor por parte del Hijo de Dios se transforma de forma paradójica en medio para alcanzar dos resultados positivos: en primer lugar, el Hijo de Dios ha "nacido bajo la ley" para rescatar a cuantos están sujetos a la ley. Y, en segundo lugar, se ha hecho "hijo de una mujer" para que todos los nacidos de mujer se conviertan en hijos de Dios, por adopción.
Conviene precisar el modo de comprender la "filiación adoptiva" de la cual hemos sido hecho partícipes por medio de Jesucristo. La "adopción divina", a diferencia de la adopción humana, no consiste en una mera decisión jurídica, que no cambia interiormente la persona adoptada, pues su naturaleza genética continúa siendo distinta por completo de la de sus padres adoptivos. En la "adopción divina", en cambio, Dios interviene de forma decisiva comunicándonos una nueva vida, haciéndonos partícipes de la vida filial de Cristo resucitado. Así lo expresa san Pablo antes en la carta a las Gálatas: "Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí" (2,20). Es una vida filial animada por el Espíritu santo, que clama en nosotros "¡Abbá, Padre!".
La invocación "¡Abbá, Padre!" aparece tres veces en el Nuevo Testamento, la primera vez en labios de Jesús en su agonía en Getsemaní (Mc 14,36), las otras dos veces en la oración de los cristianos (Rom 8,15; Gal 4,6). Destaca en el contexto porque se trata de una palabra aramea acompañada de la traducción griega. La palabra "Abbá" era un apelativo familiar, equivalente a nuestro "papacito". Los judíos no utilizaban este término para dirigirse a Dios, por un sentido de respeto reverencial hacia Él. Pero Jesús se dirige a Dios con este apelativo familiar "Abbá" (Mc 14,36), manifestando de este modo su consciencia de estar en relación filial íntima con Dios, una relación nueva por completo (cf. Mt 11,27; Lc 10,22; Jn 10,30.38). Los primeros cristianos han tomado conciencia de haber recibido, por medio de su adhesión a Cristo, el Espíritu filial en sus corazones y de haber sido asociados por Él a la oración de Jesús y a su relación filial con el Padre.
Aplicación
Vivir nuestra vocación filial, bajo la bendición de Dios y de María Santísima.
En el primer día del año la Iglesia nos invita a celebrar la solemnidad de María Madre de Dios. Quiere de este modo colocar todo el año bajo la protección de nuestra Madre, la Sma. Virgen María. Al mismo tiempo, la Iglesia nos hace los mejores augurios de inicio de año: esto es lo que la primera lectura nos presenta; mientras la segunda lectura y el evangelio centran su atención en el misterio de la maternidad divina de María.
La primera lectura, tomada del libro de los Números (6,22-27) recoge los augurios de año nuevo. En ella encontramos el relato de la bendición sacerdotal del Antiguo Testamento. Los sacerdotes del pueblo hebreo tenían la misión de transmitir la bendición divina, que era tan decisiva para toda la existencia humana: con su bendición Dios favorece la vida, la prosperidad y la felicidad de los hombres. Al iniciar este nuevo año, también nosotros queremos implorar esta triple bendición divina. La primera: "Dios te bendiga y te guarde", esto es que te preserve de todo peligro, en particular de sucumbir a la tentación de cometer el mal. La segunda: "ilumine Dios su rostro sobre ti y te sea propicio", esto es que manifieste su benevolencia sobre ti y tú reconozcas su generosidad y su amor para ti. Y la tercera: "Dios te muestre su rostro y te conceda la paz", esto es que el Señor te colme no sólo de ausencia de conflictos, sino con la abundancia de sus bienes, que es toda clase de prosperidad. Acojamos, pues, con gozo este augurio que nos viene dirigido por parte del Señor. Sintámonos amados por Dios, pues lo somos, y que este hecho constituya nuestro gozo más profundo.
Precisamente este amor de Dios se nos ha hecho tangible en el "envío" de su Hijo al mundo, como nos relata el evangelio de san Lucas (2,16-21), que nos viene presentado una vez más. Este evangelio nos conduce de nuevo, como en el día de Navidad, al pesebre de Belén. Como los pastores que acuden presurosos al encuentro del Niño de Belén, contemplemos a Jesús que yace ahí en el pesebre y reconozcamos ese modo tan humilde como Dios lleva a cumplimiento sus proyectos tan sublimes. Así valoraremos más toda la generosidad y el amor que Dios tiene para con cada uno de nosotros, sus hijos adoptivos.
Esta iniciativa del "envío" de su Hijo al mundo es la más importante por parte de Dios en relación con la humanidad, como nos dice san Pablo (Gal 4,4-7) en la segunda lectura que hemos comentado. El Hijo de Dios se ha hecho hijo de mujer, para que nosotros pudiéramos convertirnos en hijo de Dios. Aquí está la síntesis de todo el plan de Dios: un plan maravilloso, de una generosidad extraordinaria. En todo ello María ocupa un papel de extraordinaria importancia, pues con su "sí" incondicional ha sido posible la realización de ese plan divino. Al inicio de este año coloquémonos bajo la protección materna de María para que nos ayude a vivir en plenitud nuestra vocación de hijos de Dios en Cristo.