12/24/11


Meditar los tres deseos del Papa, con san Josemaría


      Benedicto XVI ha formulado tres deseos antes de encender las luces de un árbol de Navidad: elevar la mirada a Dios; buscar la verdadera luz para la vida; y ser “luz” para los demás. Ofrecemos una selección de textos de san Josemaría en torno a estos temas.

Mi primer deseo es que nuestra mirada no se detenga solamente en el horizonte de este mundo, en las cosas materiales, sino que se dirija a Dios.

      He procurado siempre, al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de esta manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía es Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle de este modo: porque debo aprender de El. Y para aprender de El, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús. (Es Cristo que pasa, 14)

      El Señor sabe que dar es propio de enamorados, y Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: "dame, hijo mío, tu corazón". ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor. (Es Cristo que pasa, 35)

      Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro está aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores, porque "donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón". (Es Cristo que pasa, 35)

      Espero —con estas líneas— impulsaros a que busquéis con mayor esfuerzo la presencia, la conversación, el trato y la intimidad con Dios Señor Nuestro, Trino y Uno, a través de la devoción familiar a la "trinidad de la tierra": que esta habitual confianza con Jesús, María y José sea para nosotros y para quienes nos rodean como una continua catequesis, un libro abierto que nos ayude a participar en los misterios, misericordiosamente redentores, del Dios hecho Hombre. (Carta 14-II-1974)

El segundo deseo es que nos recuerde que también nosotros necesitamos una luz que ilumine el camino de nuestra vida y nos infunda esperanza, especialmente en épocas en que sentimos con más fuerza el peso de las dificultades.

      "Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus", hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. (Es Cristo que pasa, 12)

      Nuestro Señor se encarnó, para manifestarnos la voluntad del Padre. Y he aquí que, ya en la cuna, nos instruye. Jesucristo nos busca —con una vocación, que es vocación a la santidad— para consumar, con Él, la Redención. (Es Cristo que pasa, 31)

      Dios nos ha llamado clara e inequívocamente. Como los Reyes Magos, hemos descubierto una estrella, luz y rumbo, en el cielo del alma. (Es Cristo que pasa, 32)

      La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía. (Es Cristo que pasa, 45)

      "Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle". Es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio. (Es Cristo que pasa, 32)

      Si la estrella luce de antemano, para orientarnos en nuestro camino de amor de Dios, no es lógico dudar cuando, en alguna ocasión, se nos oculta. Ocurre en determinados momentos de nuestra vida interior, casi siempre por culpa nuestra, lo que pasó en el viaje de los Reyes Magos: que la estrella desaparece. Conocemos ya el resplandor divino de nuestra vocación, estamos persuadidos de su carácter definitivo, pero quizá el polvo que levantamos al andar —nuestras miserias— forma una nube opaca, que impide el paso de la luz. (Es Cristo que pasa, 34)

      Si no se pierde la fe, si se mantiene la esperanza en Jesucristo que estará con nosotros "hasta la consumación de los siglos", la estrella reaparece. Y, al comprobar una vez más la realidad de la vocación, nace una mayor alegría, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y el amor. (Es Cristo que pasa, 35)

      "Entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y, arrodillados, le adoraron". Nos arrodillamos también nosotros delante de Jesús, del Dios escondido en la humanidad: le repetimos que no queremos volver la espalda a su divina llamada, que no nos apartaremos nunca de El; que quitaremos de nuestro camino todo lo que sea un estorbo para la fidelidad; que deseamos sinceramente ser dóciles a sus inspiraciones. Tú, en tu alma, y también yo —porque hago una oración íntima, con hondos gritos silenciosos— estamos contando al Niño que anhelamos ser tan buenos cumplidores como aquellos siervos de la parábola, para que también a nosotros pueda contestarnos: "alégrate, siervo bueno y fiel". (Es Cristo que pasa, 35)

El último deseo es que cada uno de nosotros aporte algo de luz en los ambientes en que vive.

      "Iesus Christus, Deus Homo", Jesucristo Dios-Hombre. Una de las ‘magnalia Dei’, de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad. (Es Cristo que pasa, 13)

      Hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación.

      Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón. (Es Cristo que pasa, 167)

      Como Cristo pasó haciendo el bien por todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz. Será la mejor prueba de que a vuestro corazón ha llegado el reino de Dios: nosotros conocemos haber sido trasladados de la muerte a la vida —escribe el Apóstol San Juan— en que amamos a los hermanos. (Es Cristo que pasa, 166)

      Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? (Es Cristo que pasa, 21)

      San José, Padre y Señor nuestro, castísimo, limpísimo, que has merecido llevar a Jesús Niño en tus brazos, y lavarle y abrazarle: enséñanos a tratar a nuestro Dios, a ser limpios, dignos de ser otros Cristos.

      Y ayúdanos a hacer y a enseñar, como Cristo, los caminos divinos —ocultos y luminosos—, diciendo a los hombres que pueden, en la tierra, tener de continuo una eficacia espiritual extraordinaria. (Forja, 553)