Carta del Prelado
(febrero 2011)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Con gran alegría, como innumerables hijos de la Iglesia y tantas otras personas del mundo entero, hemos recibido la noticia de la próxima beatificación del Siervo de Dios Juan Pablo II, el próximo día 1 de mayo. Esa fecha, memoria litúrgica de San José Artesano, coincide este año con el Domingo II de Pascua, dedicado a la Misericordia divina, de la que aquel inolvidable Pontífice era tan devoto.
Me venía al pensamiento que el mejor modo de dar gracias a la Trinidad, por este nuevo don a la Iglesia y a la humanidad, se resume en reemprender con nuevo impulso, llenos de gozo, el camino de la santificación en las circunstancias ordinarias de la vida, que hemos aprendido de San Josemaría y que Juan Pablo II, en la Carta apostólica dedicada al nuevo milenio, indicó como el principal desafío dirigido a todos los cristianos sin excepción. «Este ideal de perfección —advertía— no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos "genios" de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno (...). Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección»[1]. Y lo mismo manifestó en la Bula de canonización de nuestro Padre, definiéndole como «el santo de la vida ordinaria».
De esta urgente necesidad se hace eco la liturgia de los próximos domingos del Tiempo ordinario, en los que leemos el capítulo 5 del Evangelio de San Mateo. Hace dos días, se proclamaba el pasaje de las bienaventuranzas, con el que da comienzo el Sermón de la Montaña; y en los domingos siguientes escucharemos las consecuencias de esa llamada a la santidad, que el Señor expone mostrando a todos cómo su doctrina conduce a plenitud la Ley que Dios había entregado a Moisés en el monte Sinaí. Al final del capítulo, sintetiza así sus enseñanzas: sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.
Sin Jesucristo, no podríamos aspirar a esa meta: sine me nihil potestis facere[4], puntualiza en el Evangelio de San Juan. Y cada uno ha de colaborar libremente, abrirse a la gracia del Espíritu Santo que nos llega especialmente por medio de los sacramentos, a través de signos sensibles que la bondad y sabiduría del Señor ha establecido para acercarse a sus criaturas. Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas, decía Benedicto XVI; y proseguía: puesto que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Y como es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. Luego, refiriéndose a las reacciones de temor ante la santidad divina, que se leen en el Antiguo Testamento, el Papa añadía que, desde que el Mesías vino a la tierra, la santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador, que todo lo sana.
La fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, que celebramos mañana día 2 de febrero junto a la Presentación de Jesús en el Templo, nos habla precisamente de la necesidad de purificarnos de nuestros pecados, paso primero e imprescindible para caminar por la senda de la santidad. Se considera esta escena evangélica en el cuarto misterio gozoso del Rosario, que San Josemaría nos enseñó a contemplar invitándonos aentrar en ese episodio de la vida de María. Recordémoslo: tras haber mencionado el relato de San Lucas, nuestro Padre escribe: esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. —¿Te fijas? Ella —¡la Inmaculada!— se somete a la Ley como si estuviera inmunda.
La fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, que celebramos mañana día 2 de febrero junto a la Presentación de Jesús en el Templo, nos habla precisamente de la necesidad de purificarnos de nuestros pecados, paso primero e imprescindible para caminar por la senda de la santidad. Se considera esta escena evangélica en el cuarto misterio gozoso del Rosario, que San Josemaría nos enseñó a contemplar invitándonos aentrar en ese episodio de la vida de María. Recordémoslo: tras haber mencionado el relato de San Lucas, nuestro Padre escribe: esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. —¿Te fijas? Ella —¡la Inmaculada!— se somete a la Ley como si estuviera inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón.
Han transcurrido más de veinte siglos desde la encarnación redentora del Hijo de Dios y, por desgracia, el pecado sigue presente en el mundo. Aunque Cristo lo ha vencido mediante su muerte en la cruz y su resurrección gloriosa, la aplicación de esos méritos infinitos depende también de nuestra colaboración: creados a imagen y semejanza de Dios, cada una y cada uno ha de esforzarse por hacer propios los merecimientos del Salvador, colaborando con Él en la aplicación de la redención. Especialmente espera ese servicio de quienes deseamos seguirle de cerca en su Iglesia Santa, medio e instrumento de salvación para la humanidad entera. ¿Te empeñas en apartar lo que de Dios te aparta? ¿Cultivas diariamente el afán de alcanzar una mayor intimidad con el Señor?
La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea (2 Cor 12, 9), te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba.
El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día.
Lucharemos eficazmente contra el pecado y sus consecuencias, en nuestra vida personal, acudiendo verdaderamente contritos a la confesión sacramental, con la oportuna frecuencia, y sabiendo además que este sacramento de la misericordia divina ha sido instituido por Nuestro Señor, no sólo para perdonar los pecados graves, sino también para fortalecer nuestras almas a la hora de la pelea contra los enemigos de nuestra santificación. De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio.
Hace años, al comienzo de su pontificado, Benedicto XVI ponía en guardia contra una tentación frecuente en el día de hoy: la de pensar equivocadamente que la libertad de decir no [a Dios], el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra —decía el Papa—, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.
El engaño de este razonamiento —que a veces puede asomarse también al pensamiento de las personas que desean cumplir la Voluntad de Dios— se pone de manifiesto con sólo mirar al mundo que nos rodea. Por eso señalaba el Santo Padre: podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece.
En este contexto, cobra especial relieve la conmemoración litúrgica de la Virgen de Lourdes, que celebramos el día 11. En aquel rincón de los Pirineos, después de haberse aparecido Santa María muchas veces a una muchacha, indicándole que rezara e hiciera rezar por los pecadores, la Señora declaró su identidad: Yo soy la Inmaculada Concepción; es decir, la criatura que, por especial privilegio divino, para ser la digna Madre de Dios, fue preservada del pecado original y de toda mancha de pecado personal desde el primer momento de su concepción. Roguemos a tan gran Intercesora que nos mire con misericordia, que derrame sobre el mundo, tan necesitado de redención, las abundantes gracias que su Hijo nos ha merecido.
El empeño por vivir siempre en la gracia de Dios no aleja al cristiano de sus hermanos los hombres. Al contrario, le hace más sensible a las necesidades espirituales y materiales de los otros, le otorga un corazón bueno, capaz de compadecerse y gastarse por todos y cada uno. La cercanía de Dios lleva consigo, necesariamente, la cercanía a los demás, vecinos o lejanos. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque Ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.
Estas consideraciones pueden servirnos para aprovechar más y mejor las gracias que —así lo esperamos— nos prodiga la Virgen también ahora, cuando concluye el año mariano. Llegará a su fin el día 14, aniversario de dos intervenciones del Señor en la historia de la Obra: en la primera, mostró a San Josemaría que el Opus Dei era también para las mujeres; y en la segunda, le manifestó el modo de incardinar a los primerossacerdotes de la Obra. Preparémonos para que nuestra acción de gracias a Dios, por sus misericordias, brote de un corazón contrito y humillado[13], bien purificado por la recepción fructuosa del sacramento de la reconciliación. Acojamos el consejo de San Josemaría: pide a Jesús que te conceda un Amor como hoguera de purificación, donde tu pobre carne —tu pobre corazón— se consuma, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, vacío de ti mismo, se colme de Él. Pídele que te conceda una radical aversión a lo mundano: que sólo te sostenga el Amor.
Varios aniversarios se cumplen en este mes. En estas fechas, alcemos nuestras almas al Señor: ut in gratiarum semper actione maneamus!, en una acción de gracias permanente. Piensa que la Obra —hija mía, hijo mío— es tuya, de cada uno.
Se acerca la solemnidad de San José, de tanta raigambre en la Iglesia y en el Opus Dei. Siguiendo una devoción vieja y nueva, cuidemos los siete domingos que la piedad cristiana dedica a preparar esa fiesta. Recuerdo que nuestro Padre, al rellenar cada año su agenda de bolsillo, me pedía que le escribiera los dolores y gozos del Santo Patriarca, para meditarlos en cada uno de esos domingos. Era un modo de disponerse mejor para la fiesta de quien, con inmenso cariño y agradecimiento, llamaba mi Padre y Señor, a quien tanto quiero.
Me he escapado, con vosotras y vosotros, a Bruselas. Allí, de la mano de nuestro Padre, he visto cómo la Obra crece compacta, segura; y he pensado que tiene que ser así, con la correspondencia diaria de cada una y de cada uno, también porque nos llaman de muchísimos lugares: que no se pueda afirmar de ninguno que nos encogemos de hombros ante esta urgencia.
Acudamos a don Álvaro, que celebraba su santo el día 19 y desarrolló una acción apostólica cotidiana; su vida le empujó siempre a interesarse por todas las almas, y con esa urgencia trataba a quienes hablaba.
Ayer me ha recibido en Audiencia el Santo Padre; he ido con todas y con todos, y le he manifestado que, como nos enseñó nuestro Padre, deseamos vivir el omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! Me ha dicho que agradecía de corazón esa ayuda. Ha dado la bendición para todas y para todos. Ya que cuenta contigo, conmigo, gastemos nuestra vida secundando su Magisterio, unidos a su Persona y a sus intenciones. ¡Queramos mucho al Papa!
Antes de poner fin a estas líneas, vuelvo a suplicaros que tengáis muy presentes todas mis intenciones, encomendándolas de modo especial a la Virgen Inmaculada, Mater Pulchræ Dilectionis, Madre del Amor Hermoso.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier
Roma, 1 de febrero de 2011.