EL ARTE SACRO Y LA BELLEZA
En la Constitución de la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, está escrito que las obras de arte sacro “Por su naturaleza, están relacionadas con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera por medio de obras humanas. Y tanto más pueden dedicarse a Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras para orientar santamente los hombres hacia Dios” (n.122).
Las obras de arte religiosa y sacra, deben, por tanto y “de cualquier forma” expresar la belleza divina, la infinita belleza divina, con la que mantienen una relación natural, que es propia de su naturaleza. A través de la expresión de la belleza, y en la manera en que se orientan hacia la Belleza infinita, pueden explicar su “único”fin de dirigir “religiosamente” las almas a Dios.
Pero, ¿qué es la belleza?
La tradición -pero incluso antes que esta hay en su base una auténtica reflexión sobre cuanto consta en la experiencia común- vincula la belleza a una experiencia de los sentidos que excede a los mismos. Ya en la especulación platónica, la belleza está descrita en su complejidad de realidad ideal visible a través de los ojos. En el Fedro leemos: “En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he dicho, entre todas las demás esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos por el más luminoso de nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos del cuerpo. No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble nuestro amor por ella, si su imagen y las imágenes de las otras esencias, dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra vista, tan distintas y tan vivas como son. Pero al presente sólo la belleza tiene el privilegio de ser a la vez un objeto tan sorprendente como amable”.
También la tradición escolástica, analiza la belleza como un disfrute que parte del conocimiento sensorial superándolo después, como en el pensamiento de santo Tomás, la famosa afirmación “Pulchrum est quod visum placet (Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 1um), indica que de lo bello importa la aprehensión y en modo especial el disfrute: lo bello es “agradable al conocimiento”, porque lo bello exige ser “conocido” por un ser que tenga alma racional.
La belleza se caracteriza, para santo Tomás como “integritas sive proportio”, es decir la certeza, en la “debita proportio sive consonantia”,o la armonía proporcional, y como la “claritas”, o en el esplendor corpóreo o espiritual. Todo esto se traduce en un estrecho vínculo entre belleza y orden; ya san Agustín afirmaba que: “No hay nada ordenado que no sea bello: como dice el Apóstol, todo orden viene de Dios”.
El placer causado por la belleza reúne no sólo a los sentidos, sino a toda la persona: emociones y pasiones; razón e intelecto; y se trata de un placer no destinado a lo útil, por tanto es un placer desinteresado, un placer por placer: es decir un probar placer frente a cualquier cosa que se conoce, sin quererla comprar, poseer, modificar, firmar.
El placer que se disfruta en el conocimiento de lo bello, encuentra razón en el hecho de que las cosas bellas son además verdaderas y buenas. De hecho, nos gustan los originales, no las imitaciones, nos gustan las cosas buenas, no las malas.
También para los griegos, el tema de la belleza, investigado principalmente desde la visión ontológica se encuentra indisolublemente unido al bien.
Según santo Tomás, lo bello y lo bueno “se identifican en el sujeto, porque se basan en la misma realidad, es decir en la forma, y por esto lo que es bueno es alabado como bello”. Lo bello implica una forma que despierta admiración y se refiere al intelecto, mientras que el bien implica una forma que atrae y se refiere a la voluntad. Podemos decir que el disfrute de la belleza es alegría en el conocimiento del bien: une conocimiento y alegría, participando toda la persona.
La belleza de la realidad es un signo de la belleza del Creador. Las perfecciones de Dios son conocidas por nosotros a partir del conocimiento de la realidad creada. Toda belleza es participación de la belleza divina.
Juan Pablo II en la Carta a los Artistas, escribió: “Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”.
Las artes de la pintura, escultura y de la arquitectura colocadas en el pensamiento cristiano, tienen también el deber de escrutar y describir tal belleza, traduciéndola, a través de los medios propios de cada disciplina, en un canto de alegría, que expresando el amor de Dios hacia el hombre, sea capaz de ser el canto, hecho con arte, que toda la Iglesia levanta al cielo, como agradecimiento.
Por tanto, el artista no sólo debe conocer la belleza, sino que debe contemplarla; por este motivo el artista es el primer testigo de la verdad de la belleza. Además el artista de obras de arte sacro, por su particular condición, no puede ser otra cosa que un verdadero cristiano, que vive su propia vocación artística en constante oración.
EL ARTE COMO INSTRUMENTO DE LA ESPIRITUALIDAD: LA PERSPECTIVA
La gran mística de San Francisco, al inicio del siglo XIII, realiza una gran contribución también en la parte artística, revalorizando de fuerte y original manera, la experiencia de la visión como una auténtica experiencia espiritual. Esta innovación forma parte de la renovación generalizada vivida y alcanzada por el Santo de Asís. De hecho en el contexto de la sobriedad austera de la vida monacal, san Bernardo de Chiaravalle, a mitades del siglo precedente, sabiamente exponía su preocupación de que la belleza de las imágenes esculpidas, expuestas en las iglesias, pudiera distraer a los monjes de la meditación sobre las escrituras.
San Francisco, sin embargo, escribe y predica dirigiéndose a todos, cultos e incultos. Propone un tipo de meditación que parte de la contemplación de la creación para llegar a los dolores de la Cruz. Exactamente en tal meditación, aparece la gran innovación artística y espiritual, de la sagrada representación de la Natividad: el Presepe di Greccio. La propuesta litúrgico-espiritual del Presepe coloca en el centro de la experiencia espiritual, el sentido de la vista, como medio eficaz para la contemplación. Además el realismo representativo se convierte en una forma de participación afectiva de los fieles a los hechos narrados en los Evangelios. La vista viene exaltada como un sentido espiritual y la representación artística como un instrumento de espiritualidad
La cuestión de las imágenes se afronta explícitamente en el Capítulo general de la orden franciscana, presidido por Bonaventura da Bagnoregio, en Narbona en 1260; en las Constituciones viene afirmado que las pinturas y las esculturas que decoran las iglesias no deben poseer elementos “superfluos” o “insólitos”. La imagen no debe, por tanto, incitar a la fantasía, o servir al sentimentalismo, sino que debe ser sobrio instrumento de devoción, de meditación y de formación. Como confirmación de ésto, asistimos a la floritura, en el interior de las iglesias de toda la orden, de obras artísticas del lenguaje narrativo, rico en detalles realistas: las imágenes, así como el Presepe di Greccio, deben hacer presente el suceso evangélico y, sobre todo, deben ayudar al fiel a estar presente, él mismo, en el sagrado evento.
Una consecuencia clara de este clima artístico, es el retablo del altar que representa San Francesco e sei episodi della sua vita de Bonaventura Berlinghieri, realizado en el 1235 para la iglesia de San Francisco en Pescia; vemos, por tanto, que la característica narrativa es el centro de la representación pictórica, así como la descripción de la naturaleza y de los animales. Este tipo de imágenes se definen en términos pictóricos como el “realismo” narrativo de la Vita Prima, escrita por Tommaso da Celano, que invade las posteriores biografías. El sentido realista de la narración se convierte en una característica de la espiritualidad occidental, y no sólo aparece en el ámbito franciscano y en las artes figurativas: por ejemplo en los Laudes del franciscano fray Jacopone da Todi o también en las Meditationes Vitae Christi, texto ampliamente distribuido, en el que la vida de Cristo narrada en los Evangelios se traduce en imágenes ricas en detalles; también la Legenda Aurea, escrita al final del Duecento por el obispo dominico monseñor Jacopo da Varazze, exprime la necesidad narrativa y se convierte, por otro lado, en un instrumento de realismo artístico, de hecho la Legenda Aurea es, indudablemente, una de las mayores fuentes iconográficas para los artistas durante todo el siglo XVII.
La exigencia espiritual de representar la realidad corpórea y de contar los sucesos históricos, de manera que sirvan para la predicación y la meditación, implican una lenta revalorización del arte a favor de una mayor capacidad mimética. En este contexto artístico y espiritual, el fondo con pan de oro, típico en los iconos bizantinos, destinado hacer presente una dimensión espiritual atemporal, está considerado menos adecuado para la reproducción de los hechos narrados en los textos sagrados. Aparece también la voluntad de representar de manera visible y efectiva la “contemporaneidad” de los fieles con las narraciones evangélicas; por ésto Cristo y los santos aparecen presentes en medio de los fieles y, a su vez, los fieles viven, a través de una dimensión espiritual “afectiva”, una mayor implicación contemplativa.
Este matiz espiritual está presente también en los textos devocionales, y está explícitamente abordado en trabajos teóricos como el Mitrale de monseñor Sicardo, obispo de Cremona, que reflexionando sobre la tridimensionalidad de las esculturas, concluye que ésta, concretamente por sus grandes relieves, son percibidas como algo presente y familiar para los fieles, invitándoles a acciones virtuosas, gracias a su naturaleza. También el dominico Tomás de Aquino fomenta el uso de las imágenes, no sólo como instrumento de formación a los incultos, sino también para provocar en los fieles una mayor devoción. También en el Rationale escrito por un canonista de la curia romana, monseñor Guillelme Durand, obispo de Mende, se explicita que la imagen es superior a la escritura porque implica la participación de la vista.
La complejidad de estos elementos, nacidos en ámbito espiritual y pastoral, son absorbidos por los artistas que colaboran en la construcción de nuevas iglesias y catedrales. La exigencia de representar el mundo real con una adecuada capacidad mimética se traduce en una mayor atención a las luces y sombras para representar mejor los volúmenes de los cuerpos; ésto sucede por ejemplo en la obra de Giotto y de sus seguidores.
Sobre todo la espiritualidad del Duecento implica una particular construcción geométrica del espacio representado, capaz de hacer presente la escena, y es, en este punto, donde aparece la perspectiva. La prueba de este suceso histórico se puede encontrar en la Basílica superior de Asís, en los dos frescos que se interponen cronológicamente entre las decoraciones más antiguas y las intervenciones decorativas de Giotto, como también en los frescor que reproducen Le storie di Isacco.
El autor, conocido como el Maestro di Isacco, realiza, de hecho, una maravillosa representación del espacio, demostrando que posee una técnica compleja de perspectiva. Sólo se encuentra
este modo de concebir el espacio en su contemporáneo Arnolfo di Cambio; una hipótesis fascinante y avanzada a su tiempo (de A. M. Romanini), afirma que el Maestro di Isacco es el mismo Arnolfo, o sea el inventor de la perspectiva moderna. En cualquier caso, lo que resulta patente es que la gran innovación que supone la perspectiva aparece en la pintura por motivos de orden espiritual, para hacer presentes los eventos sagrados y para involucrar a los fieles de la época en los hechos narrados.