2/03/11

¿Por qué ser tomista?

 
Mons. João Scognamiglio Clá Dias, E.P.



"Eterna es la fidelidad del Señor" (Sl 116, 2).

Uno de los síntomas por los cuales podemos discernir cómo Dios crea el alma humana con vistas a la vida eterna es la inextinguible sed de eternidad que brota de su más profundo núcleo. Y eso acontece a pesar del hombre constatar hasta qué punto es efímera su existencia terrenal, tal cual dice el Eclesiástico: "La duración de la vida humana es cuando mucho de cien años. En el día de la eternidad estos breves años serán contados como una gota de agua del mar, como un grano de arena" (Eclo 18, 8).

El hombre tiene sed de perpetuar su recuerdo 


Entretanto, arde en el hombre el deseo de prolongar establemente su recuerdo junto a los que con él viven, como también entre aquellos que en el futuro habrán de existir. La angustia, muchas veces, impregna el espíritu de quien se coloca en la perspectiva de ser enteramente olvidado por los suyos y por la posteridad. Es simplemente considerar este versículo del Eclesiastés: "No hay memoria de lo que es antiguo, y nuestros descendientes no dejarán memoria junto a aquellos que vendrán después de ellos" (Ecle 1, 11); casi siempre hay cierta amargura en el fondo del alma de quien experimenta la progresiva cercanía de la muerte.

Este es el pánico psíquico que estuvo en la raíz de la ansiosa búsqueda del éxito de parte de tantos infelices. Ellos más encontraron frustración que felicidad y, lo que es peor, ‘ad perpetuam rei memoriam'. Más aún, ese recuerdo que ansiaban se fijó en las estelas de la Historia, bien al extremo opuesto de la gloria divina que deseaban. Los tiempos que nos precedieron están cuajados de ilustraciones de esta triste situación. Algunas, sin embargo, se tornaron paradigmáticas como es, por ejemplo, el caso de Alejandro Magno (356 - 323 a.C.).
Nos cuenta la Historia, que él llegó a exigir de sus súbditos un culto de idolatría, considerándose dios. Pero, ¿de qué le valieron la sucesión de magníficas victorias, la fundación del Imperio Griego y el haberse tornado el dominador absoluto del Oriente Próximo? [1]
De paso recordemos otro nombre, cargado de significado, para ilustrar los desastrosos resultados a los que conduce este malvado delirio de autopromoción. Recordemos cómo el emperador Calígula se volvió famoso por los excesos de crueldad. Su memoria permaneció - y así se prolongará hasta el final de los tiempos - manchada por los peores crímenes y atrocidades, y jamás dejará de ser objeto de horror y abyección.

"Eterna será la memoria del justo"

¡Cuánto erraron estos y tantos otros hombres! Pues el camino para perpetuar la memoria es totalmente otro, tal cual afirma el Salmista: "Eterna será la memoria del justo" (Sl 111, 6), o el propio Libro de la Sabiduría: "Más vale una vida sin hijos, pero rica de virtudes: su memoria será inmortal, porque será conocida de Dios y de los hombres" (Sb 4, 1). Aún más nimbada de gloria será la inmortalidad de su memoria, si de sus labios o de su pluma brotan sabias y elevadas explicitaciones según los recursos de la razón humana, sobre las últimas causas, el mundo, el hombre y la propia existencia de Dios, como también de sus atributos. Y si ese esfuerzo no se apoya exclusivamente en la inteligencia sino, de manera especial, en las luces que nos proporciona la Revelación, el fulgor de ahí resultante será mayor.

Perfecta unión entre filosofía y teología

Un indiscutible ejemplo de quien, en esa línea, marcó los acontecimientos de la Iglesia y fue aureolado de la mejor fama es Santo Tomás de Aquino. Por un rico soplo del Espíritu Santo, supo él conjugar las verdades filosóficas y teológicas como procedentes de la Verdad Creadora e Inteligencia Suprema. Y eso porque la Filosofía es la más importante de las ciencias para servir a la Teología, siendo ésta la primera entre todas ellas. Una estudia el orden de la naturaleza y la otra, el orden de la gracia. Ambas muy armónicas, pues, de ellas, uno solo es el creador: ¡Dios! Él es el autor de la verdad natural, como también de la revelada, y de ahí que hay un necesario y perfecto entrelazamiento entre razón y fe.
En el corazón del Doctor Angélico, la lógica adquiere alas sin perder su contacto con la tierra, y las ciencias físicas, metafísicas y filosóficas, con toda humildad, se inclinan delante de la autoridad divina para servir a la Teología. En su mente encontramos un inocente resumen de toda la ciencia de la Edad Media, e incluso de la del mundo antiguo, purificada y santificada; allí estaban la Filosofía y la Teología conducidas a una perfecta unión, la razón sometida a la fe con nuevo vigor y energía. Por eso no debemos considerar sus obras como simples ensayos de Teología o de Filosofía, pero sí un monumento-síntesis de enorme envergadura y profundidad, esplendor de una gran época. De ahí se vuelve comprensible también hoy el motivo por el cual se debe buscar en Santo Tomás una de las más bellas aplicaciones del método, o mejor aún, de la lógica en toda la fuerza de su claridad y penetración, y nunca con las barreras con que la envolvieron en los siglos posteriores.

La Suma Teológica marcó su época y la posteridad

Ya sea en el alma de los santos, ya sea en la voz del Magisterio de la Iglesia, siempre hubo un reconocimiento del genio divino con el cual Santo Tomás elaboró su Suma Teológica, discerniendo y desarrollando todos los ramos del conocimiento humano, agrupándolos, entrelazándolos y entregándolos al servicio de la fe. Es en esta perspectiva que encontramos a Santo Alberto Magno abismado delante de la Suma Teológica producida por su ex-alumno, cuando con mucho esfuerzo intentaba él hacer avanzar la suya, que hace cierto tiempo comenzara.
"Cuando Alberto leyó la Suma de su antiguo alumno, exclamó maravillado: ‘¡Esto es perfecto y definitivo!' Y se abstuvo de continuar la suya. El Concilio de Trento confirmó su parecer: sobre la mesa de la sala colocó, a lado de la Biblia, la Suma de Santo Tomás, como testamento de la Edad Media". [2]


1. Cf. Gran Enciclopedia Rialp, Vol. I, Madrid: Rialp SA, 1971.
2. WEISS, J. B. Historia Universal, Barcelona, Tip. de la Educación, 1929, Vol. VII, p. 170.
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