4/30/11

Intenciones del Papa confiadas al Apostolado de la Oración


Para el próximo mes de mayo, que comienza mañana, Benedicto XVI pide a los fieles que recen por cuantos trabajan en el sector de los medios de comunicación.

Esta es, de hecho, la propuesta que hace en las intenciones de oración para el quinto mes del año, contenidas en la carta pontificia que ha confiado al Apostolado de la Oración, iniciativa que siguen casi 50 millones de personas en los cinco continentes.
“Para que cuantos trabajan en los medios de comunicación respeten siempre la verdad, la solidaridad y la dignidad de toda persona”, dice la intención general.
Cada mes, el Pontífice propone también una intención misionera.
La de mayo dice así: “Para que el Señor conceda a la Iglesia en China perseverar en la fidelidad al Evangelio y crecer en la unidad”.

EL ÚLTIMO DÍA DE JUAN PABLO II


Testimonio de la enfermera que le asistió

“Me llamaron a última hora de la mañana. Corrí, tenía miedo de no llegar a tiempo. En cambio, él me esperaba. 'Buenos días, Santidad, hoy luce el sol' le dije en seguida, porque era la noticia que en el hospital le alegraba”.
Así recuerda Rita Megliorin, ex enfermera jefe del servicio de reanimación en el Policlínico Gemelli, la mañana del 2 de abril, cuando fue llamada al apartamento pontificio, a la cabecera de Juan Pablo II, el papa agonizante.
“No creí que me reconociese. Él me miró. No con esa mirada inquisitiva que usaba para entender en seguida cómo iba su salud. Era una mirada dulce, que me conmovió”, añade la mujer.
“Sentí la necesidad de apoyar la cabeza sobre su mano, me permití el lujo de tomar su última caricia posando su mano si fuerzas sobre mi rostro mientras él miraba fijamente el cuadro del Cristo sufriente que estaba colgado en la pared frente a su cama”.
Mientras tanto, oyendo desde la plaza los cantos, las oraciones, las aclamaciones de los jóvenes que se hacían cada vez más fuertes, la mujer preguntó al cardenal Dziwisz, si esas voces no importunaban acaso al papa. “Pero él, llevándome a la ventana, me dijo: 'Rita, estos son los hijos que han venido a despedir al padre'”.
Se conocieron en enero de 2005, cuando las condiciones de salud de Wojtyla se habían agravado. Megliorin explica que en aquellos días de comienzo de año, llegando al hospital para entrar en servicio e ignorando que el papa hubiera sido ingresado, se le dijo que se diera prisa, que fuese a la décima planta porque allí había “un huésped especial”.
“Pensad – dice la mujer – en un lugar donde no existe el espacio y donde no existe el tiempo, y pensad sólo en mucha luz”. La misma luz que acompañó las jornadas del pontífice.
“En aquellos meses, cada mañana entraba en su habitación encontrándole ya despierto, porque rezaba ya desde las 3. Yo abría las persianas y dirigiéndome a él decía: 'Buenos días, Santidad, hoy luce el sol'. Me acercaba y él me bendecía. Arrodillándome, él me acariciaba el rostro”.
Este era el ritual que daba inicio a las jornadas de Wojtyla. “Por lo demás yo era una enfermera inflexible y él un enfermo inflexible. Quería estar al corriente de todo, de la enfermedad, de su gravedad. Si no entendía, me miraba como pidiendo que le explicara mejor”.
“Nunca dejó de estudiar los problemas del hombre. Recuerdo los libros de genética, por ejemplo, que él consultaba y estudiaba con atención, incluso en aquellas condiciones”. Ese no querer rendirse, ese querer vivir la gracia de la vida recibida: “Cada día nos decíamos que 'todo problema tiene solución'”.
Y el papa lo decía también, y sobre todo, a las personas que encontraba, por las que sentía un amor paternal. “Y como todo padre, sentía una predilección por los más débiles. Por ejemplo, en la JMJ de Tor Vergata, en Roma, saludó a los jóvenes que estaban al fondo, pensando que no habrían podido ver mucho. También en el hospital, se entretenía con los más humildes y no con los grandes profesores, les preguntaba por sus familias, si tenían niños en casa”.
Recordando en cambio los últimos ingresos, la ex jefa de planta añade: “El papa vivió los momentos quizás más difíciles en el Policlínico”, pero “asistir a los enfermos es un don, al menos para quien cree en Dios. Y con todo, también para quienes no tienen fe es una experiencia única”.
Para quien comprende plenamente el sentido de lo que entiende Megliorin, resultan estridentes las preguntas de tantos periodistas, reunidos en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz para escuchar, en un encuentro con los medios de comunicación, el testimonio de la enfermera.
Hay quien pregunta si una película sobre la vida de Wojtyla se corresponde con la verdad, sobre todo el fragmento en que la película cuenta que el Papa tuvo espasmos en el momento de su muerte. Preguntas estrafalarias, a veces inoportunas si no fuesen de dudoso gusto. Y de hecho, la enfermera pregunta cuantas personas de la sala han asistido a la pérdida de un progenitor en los propios brazos: “No puedo responder – explica a regañadientes –. Quien no lo ha vivido no lo puede entender”.
Entonces, “¿la muerte fue un alivio?”, insiste otro. “La muerte nunca es un alivio – replica la mujer –. Como enfermera digo sólo que hay un límite en el tratamiento, más allá del cual esta se convierte en un tratamiento médico agresivo”. El morbo de saber si Wojtyla se ahogaba o tragaba, si tenía fuerzas para comer, beber o respirar, todo esto es una violación de la intimidad de un cuerpo, la sacralidad de una vida que ya no está. Su pensamiento vuelve a las palabras de Wojtyla que sin embargo, ha “restituido la dignidad al enfermo”, recuerda Megliorin.
En la Carta Apostólica Salvifici doloris de 1984, Juan Pablo II escribe que el dolor “es un tema universal que acompaña al hombre en todos los grados de la longitud y de la latitud geográfica: es decir que coexiste con él en el mundo”. También escribe el Papa, “el sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre: es uno de esos puntos, en lo que el hombre parece, en cierto sentido, 'destinado' a superarse a sí mismo, y llega a esto llamado de un modo misterioso”.
Juan Pablo II “en el último momento de su vida terrena – concluye Rita Megliorin – rescató su cruz, haciéndose cargo no sólo de la suya propia, sino también de todos los que sufren. Lo hizo con la alegría que nace de la esperanza de creer en un mañana mejor. Incluso creo que él tenía la esperanza de un hoy mejor”.

4/29/11

JUAN PABLO II Y LA ALEGRÍA PASCUAL


Monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España

La próxima Beatificación del Siervo de Dios Karol Wojtyla ha suscitado gran alegría y gozo en toda la Cristiandad, comenzando por el mismo Benedicto XVI que se manifestaba de esta manera: “Quienes le conocieron, quienes le estimaron y amaron, se alegrarán con la Iglesia por este acontecimiento. ¡Estamos felices!” (Ángelus 16.1.2011). La demanda de “¡Santo súbito!”, el día de su fallecimiento, 2 de abril de 2005, ha sido atendida con rigor y prontitud observando íntegramente las comunes disposiciones canónicas referentes a las Causas de beatificación y de canonización.
¿Por qué este júbilo? Pues sencillamente porque estamos ante un testigo apasionado de Cristo desde su juventud hasta su último aliento. Esta vida ejemplar la  percibieron no sólo los católicos, sino también los cristianos de otras confesiones y los hombres y mujeres más alejados de la Iglesia. El secreto de la santidad de Juan Pablo II es: su fe firme en Dios, su  amor y defensa de la verdad sobre el hombre, su confianza en Cristo como  esposo de la Iglesia y Señor de la historia, su cálida devoción a la María (“Totus Tuus”), su carisma de comunicador misionero de la Buena Noticia, su liderazgo moral internacional, su alegría constante en medio de tanto sufrimientos personales y eclesiales.
Desde el comienzo del Pontificado de este hijo de Polonia (16.10.1978), todos percibimos que algo nuevo había entrado en la Iglesia Católica. Aquella primera exclamación “No tengáis miedo, ¡abrid las puertas a Cristo!” marcará el tercer pontificado más largo de la historia de la cristiandad. Las diecisiete Cartas Apostólicas, las catorce Encíclicas, las once Exhortaciones, sus libros, y una multitud de discursos y homilías, sólo tienen un rostro: ¡Cristo salvador del hombre!
Su espíritu apostólico le llevó a realizar 104 viajes que cubrieron 130 países, además de las visitas hechas a diversas ciudades italianas y a las distintas parroquias romanas. Con él iba siempre un mensaje de liberación para el hombre, por eso condenará el capitalismo salvaje, será paladín de los oprimidos, de los derechos humanos y de la libertad religiosa, un gran luchador contra el nacionalsocialismo y el marxismo, de tal manera, que los historiadores reconocen el gran papel que  jugó en la caída del comunismo en Europa oriental en 1989. Habló siempre con verdad y libertad evangélica a los poderosos de la tierra fuesen del color político que fuesen. Como hombre pacífico y constructor de la paz convocará en Asís a los grandes líderes religiosos del mundo para hacer patente que no se puede utilizar la religión para enfrentarse entre los hermanos. Tampoco andará con ambigüedades cuando tenga que decir ¡no a la guerra! como sucedió en el 2003 en el caso de Irak. En su defensa por la justicia social reclamará un papel más digno de la mujer en las diversas esferas sociales y laborales, denunciará una globalización puramente económica que olvida la solidaridad entre los pueblos.
Amonestó con dulzura a aquellos que se desviaban del camino de la fe de la Iglesia. No regalo los oídos a los jóvenes, sino que, con amor de padre, les predicaba las exigencias del Reino de Dios, por ello, le seguían hasta congregar miles y millones en los diversos viajes y en las Jornadas Mundiales de la Juventud.
Hizo del perdón su bandera. Todos vimos como perdonaba al agresor del atentado del 13 de mayo de 1981 en la plaza de San Pedro, y de cómo no tuvo reparo de pedir perdón por los pecados históricos de los hijos de la Iglesia en el Año Jubilar del 2000. También su pasión por la Unidad de los Cristianos  y el Ecumenismo le llevará a predicar en una Iglesia protestante, hablar en una sinagoga y a pisar una mezquita.
En una fecha tan significativa para el Papa Wytyla como es el domingo de la Divina Misericordia, que además este año coincide con el 1 de mayo, su sucesor Benedicto XVI, proclamará cómo el gozo y la alegría de esta Pascua tiene un nombre: Beato Juan Pablo II, “el Magno”.
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4/28/11

LA LECCIÓN DE LA BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II


Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel


VER
Al aproximarse la beatificación del Papa Juan Pablo II, recuerdo varios momentos en que tuve la gracia de estar cerca de él y valoro los dones que Dios nos concedió en su persona.
Siendo aún presbítero, cuando vino a México la primera vez, en enero de 1979, estuve en su encuentro con los sacerdotes en la Basílica de Guadalupe. Acompañé a los seminaristas de Toluca para estar con él en Guadalajara. En sus visitas posteriores, en las últimas ya como obispo, pude estar más cerca. En el Sínodo Mundial de Obispos de 1990, sin serlo yo todavía, casi a diario gozamos de su presencia; fui nombrado por él como experto en la formación sacerdotal en los Seminarios de América Latina. Por grupos, nos invitaba a tomar los alimentos con él. Participé en la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, en 1992, que él inauguró. Durante la Visita Ad limina en 1994, conversé con él durante quince minutos. Estuve cerca de él durante el Sínodo para América, en 1997, delegado por mis hermanos obispos mexicanos. Lo saludé en algunas audiencias generales en Roma. Por su medio, el Espíritu Santo me llamó al episcopado en Tapachula, el 7 de febrero de 1991.
El 12 de enero del 2000, recibí una carta de su parte, firmada por el Prefecto de la Congregación para los Obispos, en que me preguntaba cuál era mi disponibilidad para ser trasladado de Tapachula a San Cristóbal de Las Casas, como sucesor de Mons. Samuel Ruiz García. Respondí que no me consideraba capaz para ese servicio y le di mis razones; le sugerí a otros; pero le manifesté mi disposición a acatar la voluntad de Dios, manifestada en mis legítimos superiores. Pasaron tres meses y parecía que nada pasaba. El 12 de marzo, estando en Bogotá como Secretario General del CELAM, recibí una llamada en que se me pedía ir a Roma, para hablar personalmente con el Papa y sus colaboradores sobre el asunto. Con toda bondad me recibió y me escuchó; le repetí lo mismo que le había dicho en mi carta. En ese momento, nada me resolvió. El día 20 de marzo se fue a Israel, para celebrar el Gran Jubileo de la Encarnación, y estando en Jerusalén rumbo a Nazaret, entre el 24 y 25, días y lugares muy significativos, pidió que la Nunciatura me preguntara por tercera vez si estaba dispuesto al cambio. Reiteré lo mismo y el 31 de marzo de 2000 se publicó mi traslado a la diócesis donde ya llevo once años de ministerio episcopal. Juan Pablo II, pues, ha sido una providencia muy especial para mí. Cuando voy a Roma, estoy un buen rato en su sepulcro, en conversación familiar con él.
JUZGAR
Más allá de anécdotas personales, en Juan Pablo II nos regaló Dios un legítimo Sucesor de Pedro, un sacrificado Vicario de Cristo, un diligente Pastor universal, un solícito Obispo de Roma, que hizo cuanto pudo para cimentarnos en un como trípode: Cristo, Iglesia, Hombre. Desde su mensaje inaugural en Puebla, lo delineó claramente. Su insistencia en la necesidad de una nueva evangelización en su ardor, en sus métodos y en su expresión, nos acicateó para llevar a Cristo a la cultura y alentar una promoción humana integral, como nos dijo en Santo Domingo.
Me fascina su convicción de la centralidad de Cristo, y sobre todo de la necesidad de un encuentro vivo con El, como lo describe en su Exhortación Postsinodal La Iglesia en América y en tantos otros momentos. Su preocupación por la justicia para los pobres, por los derechos de los trabajadores, y en particular su defensa de los pueblos indígenas; su tierno amor a la Virgen María, su entrega sacrificada y firme hasta el final de sus capacidades, sus sufrimientos por la Iglesia, su pasión misionera, son legados que no podemos olvidar.
ACTUAR
Lo podemos invocar como intercesor ante Dios, para pedir milagros y gracias; pero sobre todo hemos de cuestionarnos qué nos quiso decir el Señor por su medio. La gran fiesta por su beatificación no debe quedarse en algo exterior y transitorio, sino ayudarnos a profundizar en su mensaje, que el Papa Benedicto XVI continúa con toda profundidad. Que el reconocimiento eclesial a su testimonio de fidelidad al Evangelio, nos impulse a ser mejores discípulos y misioneros de Jesús.

4/27/11

El Valor de la Libertad y los Valores

Thomas Williams 


Pocos valores tienen un atractivo tan universal como la libertad. Esta palabra ha sido tan traída y llevada como el birdie en un juego de bádminton. El ideal de la libertad parece que jamás estará fuera de moda. Es difícil encontrar una campaña revolucionaria o una constitución nacional que no proponga la libertad como uno de sus máximos logros.

Hoy día, con la caída del comunismo, la expansión de la democracia, el fácil acceso a la información y el progreso tecnológico el género humano está desarrollando un agudo sentido de la libertad. La cultura occidental rinde homenaje a la libertad en todos los sectores de la civilización. Existen estatuas y naves espaciales que llevan su nombre, monedas acuñadas en su honor, champús y dentífricos que prometen más libertad a quien los compra.

La palabra libertad casi tiene un talismán adherido. Hay ciertas palabras que poseen una especie de carga positiva o negativa, como los iones. Términos como «opción», «creatividad», «nuevo», «original» y «libertad» llevan una carga positiva: de antemano estamos predispuestos favorablemente a ellos, aunque no sepamos a qué se refieren. Otras palabras nos provocan aversión, y desde fuera tiñen negativamente nuestra actitud ante alguna frase. Si hemos de ser objetivos, debemos superar el impacto emocional para considerar el verdadero valor que puede haber detrás de una expresión.

Las diversas caras de la libertad

Este mismo principio se aplica al concepto de libertad. Es un término análogo, que tiene muchas aplicaciones. En algunos casos, la libertad se refiere simplemente a la ausencia de elementos perniciosos, como en el caso de los alimentos dietéticos que son libres de azúcar. Aquí la libertad no tiene un valor propio. Aunque conserva su atractivo, su valor depende directamente de la repulsividad que produce el elemento ausente. Que el café no tenga cafeína es un atributo positivo siempre y cuando se considere la cafeína un ingrediente nocivo. ¿Iríamos, en cambio, a un parque de atracciones libre de diversión? ¿Intentaríamos nadar en una piscina libre de agua?

Cuando el Papa Juan Pablo II habla de la libertad como raíz de la dignidad humana, se está refiriendo a una realidad que va mucho más allá de la mera libertad de movimiento o de la ausencia de constricción externa. La libertad específicamente humana es un ingrediente esencial de la naturaleza del hombre que lo distingue radicalmente del resto de la creación. Los seres humanos son esencialmente libres aunque estén en un calabozo o haciendo trabajos forzados en un campo de concentración; un animal no es verdaderamente libre, aunque esté surcando plácidamente el aire o rumiando a sus anchas en las llanuras del Serengeti. La naturaleza, en cuanto tal, no es libre, pues obedece a una serie de leyes fijas. El agua correrá siempre hacia abajo. El fuego no puede encenderse en el vacío. La combinación de sodio y cloro producirá sal, pero jamás nos dará pimienta.

La libertad humana no se identifica con la libertad de pensamiento o con la libertad física, sino con la libertad de la voluntad -o libre voluntad- por la que gobernamos nuestras propias acciones. Un acto humano es un acto libre.

Estrictamente hablando, los «actos del hombre» difieren de los «actos humanos». Acto humano significa un acto realizado con conocimiento y libertad, es decir, un acto específicamente humano. Algunas veces nuestras acciones son deliberadas y plenamente conscientes; otras veces actuamos inadvertidamente o incluso hacemos cosas de forma involuntaria. Cuando la cajera de la farmacia te devuelve accidentalmente el doble del cambio que te debía dar, no ha realizado una acto humano, porque no fue intencional. Pero si, al llegar a tu coche, te das cuenta del error y regresas para devolver lo que en realidad no es tuyo, tu acto es humano porque lleva impreso el sello de tu conciencia y libertad.

La libertad humana incluye la libertad moral. En virtud de ella existen el bien y el mal, la virtud y el vicio. Un gesto de bondad para con tu hermano pequeño tiene valor y mérito porque es un acto libre. La libertad no es como un examen de matemáticas, donde se trata de «escoger» la respuesta correcta -una computadora lo haría tal vez igual o mejor que tú-. Tampoco se identifica con una pura espontaneidad para escoger entre diversas posibilidades sin valor moral, como hace un gorrión cuando «escoge» en qué árbol y en qué rama construir su nido. La libertad humana encuentra su máxima expresión cuando tiene que elegir entre varias cosas buenas y, especialmente, entre el bien y el mal.

Tres niveles de libertad 

Dado que la palabra libertad tiene varios significados, es necesario distinguir y aclarar cuáles son las diversas dimensiones de la libertad.

Libertad de constricción

La libertad se aplica en este caso al hecho de estar libre de impedimentos o de interferencias externas para hacer algo. Es la acepción de libertad que más se emplea. Es la autonomía, en contraposición con el control externo. Un adolescente ansía que sus padres le dejen un amplio espacio de libertad. Las industrias tratan de librarse de las restricciones del gobierno. El preso de la cárcel sueña en el día en que por fin podrá saborear una vez más la libertad. La libertad, aunque es un bien en sí misma, puede ser mal empleada. Cuando una persona pretende liberarse de toda responsabilidad y compromiso, comete un grave error, pues está tratando de evitar un ingrediente necesario para su realización como ser humano.

Otro peligro de este aspecto de la libertad es la posibilidad de ser manipulados: pensando que somos nosotros los que decidimos, en realidad es otro el que decide en lugar nuestro. Podríamos preguntar si la gente de hoy goza de mayor libertad que la del pasado. Es cierto que hoy tiene más capacidad para moverse; cuenta con modernos medios de comunicación instantánea y de procesamiento de información. Posee, además, un dominio más amplio sobre el medio ambiente y es capaz de ejecutar tareas que las personas de unas décadas atrás ni siquiera hubieran imaginado.

Sin embargo, en su vida personal, mucha gente se encuentra hoy confundida, insegura, incapaz de pensar por sí misma y de escapar del ruido, del bombardeo de imágenes y de sutiles mensajes generados por la sociedad y, especialmente, por los mass-media. Sus principios se ven atacados y encuentran poco apoyo cuando tratan de vivir coherentemente como seres humanos. En consecuencia, muchas de sus acciones, opciones y preferencias son determinadas por la moda, la opinión pública y las tendencias políticas. Esta manipulación se lleva a cabo con frecuencia impactando directamente nuestras emociones y evadiendo el proceso ordinario de una elección racional.Para asegurar nuestra libertad, debemos defender nuestra independencia de estas presiones externas.

Libertad de elección

Tú eres el autor de tus acciones. Cuando vas al supermercado o hablas con tu vecino o visitas a un amigo en el hospital, estás ejercitando tu libertad en una serie de actos conscientes. Ahora mismo tú y yo estamos escribiendo nuestra propia historia. Esta dimensión de la libertad es la posibilidad, que se opone a la necesidad. La necesidad es aquello que no podría ser de otro modo. Los actos humanos jamás están sujetos a la necesidad, porque cada acto verdaderamente humano es libre. Las personas son libres. Las cosas son necesarias. Bajo esta luz, la libertad consiste en el dominio que ejerce una persona sobre sus acciones.

Nuestra libertad abarca también la realización de un proyecto vital. Cada uno elige libremente lo que quiere ser en la vida. Una persona honesta es honesta por elección, no por obligación. Nos estamos refiriendo aquí a la auto-determinación, que es contraria al determinismo. Hoy día, como en el pasado, algunos sostienen que el ser humano se encuentra inexorablemente determinado por factores externos a su voluntad. Los que profesan el determinismo biológico señalan que nuestras decisiones están inscritas anticipadamente en nuestro código genético. Otros hablan de condicionamientos culturales y sociales, que determinan nuestra forma de pensar y de escoger.

Hay que reconocer que estas posiciones tienen una pequeña dosis de verdad. Hay factores biológicos y sociales que influyen hasta cierto punto en nosotros. Pero esto no quiere decir que supriman nuestra libertad; aunque haya influencias externas, nuestras decisiones son nuestras. Resulta más cómodo culpar a otro de nuestras caídas, pero en el fondo sabemos que la responsabilidad es nuestra. Por esta misma razón, nuestras buenas acciones merecen recompensa, pues las realizamos libremente, aunque tengamos posibilidad de obrar diversamente.

La libertad es algo más que un deseo. Es la capacidad para realizar ese deseo. Podrías querer, tal vez, no morir jamás, o tener dos metros de estatura, pero no podrás optar por esto porque no tienes el poder para realizarlo. Sólo podemos escoger aquellas cosas cuya realización está dentro de nuestras posibilidades.

Libertad para actuar

La verdadera liberación consiste en algo más que quitar los escombros de nuestra pista vital o romper las cadenas que nos mantienen cautivos. Si descombramos la pista es para iniciar el despegue. Si desencadenamos a alguien es para que pueda vivir su vida y realizar sus sueños. Lo que pretendemos al librarnos de las constricciones es gozar de la libertad para actuar. La libertad invita a la actividad, a la consecución de una meta. Si tengo libre el viernes por la noche... implica que tengo libertad para hacer algo -se sobreentiende que queremos hacer algo-.

La libertad exige compromiso, realización. Si tengo un par de horas libres el viernes por la noche pero no hago nada, me parezco a esas gallinas acurrucadas en el gallinero, esperando algo que empollar. Queriendo aprovechar el tiempo, más bien pensaría: Por fin tengo un par de horas libres, así es que puedo... seguir armando aquel modelo de aeroplano, terminar de leer «El Quijote de la Mancha», escribir a la tía Sara. El dinamismo de la libertad se concreta en una decisión y en una actividad, las cuales se contraponen a la indecisión y a la pasividad. La libertad es libertad sólo cuando se aprovecha para hacer algo, cuando se ejercita.

En este nivel, lo contrario de la libertad es la pasividad y la falta de compromiso. En nuestros días se ha difundido el miedo al compromiso. Muchos deciden «no decidir», porque tienen miedo de optar equivocadamente. Esas personas se aprisionan voluntariamente en la cárcel de su propia inseguridad y temor al futuro. Por querer dejar abiertas todas las opciones, ellas mismas cierran las puertas de su plena realización como personas. Pretenden comer el pastel y conservarlo a toda costa, sin sacrificar ninguna de estas dos opciones. Podría formularse en estos términos el silogismo que respalda la moderna postura del no-compromiso:

1. Lo más importante es ser libre.
2. Si ejercito mi libertad (y me comprometo), limito mis opciones y disminuye mi libertad.
3. Por tanto, no me comprometeré.

La libertad humana no consiste en la ausencia de compromisos, sino en la capacidad para comprometerse y perseverar en ese compromiso. Nos realizamos cuando nos comprometemos libremente como personas y vivimos coherentemente los compromisos que hemos asumido. ¿Acaso una mujer ha perdido su libertad porque ahora tiene cuatro hijos? ¿Acaso ha encontrado un hombre la llave de la libertad perpetua porque a los 43 años sigue sin graduarse del bachillerato y sin buscar trabajo? Obviamente no. Como veremos, el hecho de desconectarnos de los demás, de evitar las ataduras del amor, de las amistades y de la responsabilidad, no es el camino para lograr nuestra realización personal. Es precisamente en la donación de nosotros mismos donde se realiza y completa nuestro potencial como seres humanos.

El valor de la libertad

A menudo se entiende hoy la libertad en términos de total autonomía. Se la ve como la base única e indiscutible de nuestras opciones personales y como autoafirmación a cualquier precio. Algunos, como Jean Paul Sartre, creen que nuestra libertad crea los valores, y que la libertad misma es el valor supremo. Esta teoría tiene dos contradicciones implícitas. En primer lugar, Sartre dice que la libertad en un valor absoluto, mientras sostiene que todos los valores son relativos. En segundo lugar, considera que el individuo es el creador de todos los valores y, al mismo tiempo, que la libertad debe ser el valor más alto para todos. Si alguno no está de acuerdo con esto, obviamente está equivocado. Como siempre, el relativismo degenera infaliblemente y se convierte en dogmatismo.

Cabe una distinción más. No es lo mismo ser libre que usar correctamente la libertad. Apreciamos, con razón, la libertad en sí misma y reconocemos que es bueno ser libres. La libertad nos ennoblece como seres humanos y nos permite participar en cierto modo de la libertad de Dios. Sin embargo, podemos también abusar de la libertad. Si existen leyes, policías y prisiones es porque existe la posibilidad real de que usemos mal nuestra libertad. En cierto momento, estas instituciones se colocan delante de uno y le dicen: «Lo siento, amigo, has ido demasiado lejos. Te has pasado de los límites».

Resulta extraño ver cómo muchos traen a cuento el mismo concepto como fuente e inspiración de actividades muy dispares. Los pecadores pecan en nombre de la libertad, mientras que los santos ejercitan su santidad precisamente bajo esta misma bandera. Charles Manson fue capaz de asesinar un buen número de personas inocentes porque era libre. Y por esta misma razón, Juana de Arco dio su vida en lugar de renunciar a la misión que Dios le había encomendado. De hecho, no puede haber pecado, ni crimen, ni violencia si no hay libertad, como tampoco puede haber santidad, ni virtud, ni bondad, ni amor.

Sin embargo, la libertad no es, en realidad, la inspiración de horribles crímenes, ni tampoco de heroicos gestos de virtud. Sólo es la condición necesaria que permite que estos actos se realicen. Cuando se ve la libertad como un absoluto, desligada de todo principio, puede llevar a los más graves abusos. Como dijo Juan Pablo II en un discurso en Polonia en enero de 1993: «La libertad entendida como algo arbitrario, separada de la verdad y de la bondad, la libertad separada de los mandamientos de Dios, se vuelve una amenaza para el hombre, y conduce a la esclavitud; se vuelve contra el individuo y contra la sociedad».

La libertad necesita de los valores. Ella sola me ofrece únicamente la posibilidad de actuar, mientras que los valores me dan la razón o el motivo para actuar. Si soy totalmente libre, pero carezco de valores, ¿qué haré? Mi libertad no me lo dirá. Simplemente me responderá: «Puedes hacer cualquier cosa». Mis valores son los que me moverán, los que me dirán: «Haz esto. Esto es bueno; es correcto; es importante». Los valores son los que atraen mi voluntad; la libertad permite que mi voluntad se mueva hacia esos valores. Mi voluntad desea y, porque es libre, es capaz de ir en busca de sus deseos.

También es útil distinguir entre libertad y derechos. La libertad no es una especie de calcomanía cósmica que certifica que todas mis acciones son buenas y lícitas en la medida en que son libres. La libertad no es lo mismo que el derecho de hacer algo, aunque los dos se confunden con frecuencia. «¡Puedo hacer lo que me plazca! ¡Este es un país libre y soberano!». El hecho de que sea libre para hacer algo (sin constricción) no me da derecho para hacerlo. Soy libre para matar a una persona -tal vez nadie me lo podrá impedir físicamente-, pero no tengo derecho de matar.

La libertad, en sí misma no justifica nada. Si Antonio dice a su hermano: «Francisco, no debes cometer adulterio. Debes ser fiel a tu esposa»; y Francisco le contesta: «¡Puedo hacer lo que yo quiera! ¡Para eso soy libre!», esta respuesta está fuera de lugar, y tiene muy poco que ver con el consejo de su hermano. Nadie está poniendo en duda la capacidad de Francisco para hacer esto o aquello. Todos somos capaces de obrar como bestias, pero no debemos actuar como bestias, ni tenemos derecho de hacerlo.

¿Compañeros irreconciliables? 

Libertad y responsabilidad

La libertad lleva consigo algunos corolarios un tanto olvidados. Para empezar, consideremos el dúo formado por la libertad y la responsabilidad. Para la mente actual, parecen contradictorios; y, sin embargo, están íntimamente unidos. No son dos realidades separadas, sino dos aspectos de la mismísima realidad. Como una madre y su bebé, no se encuentran nunca separados. Nadie puede decir: «Me gustaría ser madre, ¡pero sin niños!». Es una imposibilidad lógica. Algo parecido ocurre aquí: no puede haber libertad sin responsabilidad -ni responsabilidad sin libertad. Viktor Frankl remarcó una vez que la excelente obra iniciada con la Estatua de la Libertad en Nueva York debía ser completada con la Estatua de la Responsabilidad en Los Ángeles.

Una acción libre equivale a una acción responsable. El mérito o la culpa, fruto de nuestras acciones, recae directamente sobre nuestros hombros. De modo semejante, no hay responsabilidad allí donde no hay libertad. No se nos ocurre castigar un árbol porque no se quitó del camino cuando nos fuimos a estrellar contra él. Reconocemos que el árbol no tiene ninguna responsabilidad, porque no es libre. La responsabilidad presupone el poder para hacer algo. Sólo podré ser responsable de una acción cuando ésta sea verdaderamente mía.

Ser responsable significa «responder», «rendir cuenta» de nuestras acciones a alguien con quien estamos comprometidos, al menos implícitamente (Dios, otras personas, nuestra propia conciencia). Responsabilidad significa también asumir las consecuencias de nuestras acciones. A veces nos gustaría poder separar los dos elementos: disfrutar los beneficios de la libertad sin tener que cargar con las consecuencias de la responsabilidad. Esta es una de las razones por las que mucha gente se rebela contra la autoridad, por las que los adolescentes se quieren independizar de sus padres, por las que algunos psicólogos inventan métodos para tratar de acallar la persistente voz de la conciencia. Sin embargo, el divorcio entre la libertad y la responsabilidad destruye la libertad misma. La libertad sin responsabilidad no es libertad sino licencia. El que es libre es verdaderamente dueño de sus acciones; y el que es dueño de sus acciones es verdaderamente responsable.

Libertad y límite

A pesar de nuestra grandeza por llevar el sello de la imagen y semejanza de Dios, somos limitados. Desentrañamos progresivamente los secretos de la naturaleza y aprendemos cómo sacar provecho de las fuerzas del cosmos, y, sin embargo, ¡cuánto queda aún fuera de nuestro control! La libertad humana no es infinita o absoluta. Tenemos que trabajar juntamente con nuestra naturaleza. Esta limitación fundamental de la existencia humana se manifiesta en cuatro dimensiones:

-Limitaciones lógicas: Hay ciertas cosas que no podemos hacer simplemente porque no se pueden hacer. Esto no se debe a la flaqueza del hombre, sino a la realidad misma de las cosas. No puedes construir, diseñar, ni siquiera concebir, un círculo cuadrado; es una imposibilidad lógica. Tampoco puedes componer un soneto clásico en cinco líneas. Estas limitaciones se dan, pues, en toda situación que es intrínsecamente contradictoria.

-Limitaciones físicas: Podemos hacer muchas cosas, pero siempre dentro de las posibilidades de nuestra naturaleza. Ella no consiente que tú y yo salgamos volando por la ventana sin necesidad de instrumento alguno, ni tampoco que alcancemos una edad de 529 años, o que aumentemos nuestra estatura unos 10 centímetros después de los 20 años. Las leyes físicas y biológicas no dependen de nuestra voluntad, y nos señalan con claridad un límite real.

-Limitaciones intelectuales: Ninguna persona humana es omnisciente. Por cada segmento de información que logramos asimilar, hay una cantidad infinita de datos que se nos escapan. Como dijo un filósofo: «Cuanto más sé, más me doy cuenta de lo poco que sé». Nuestro conocimiento de las cosas jamás es completo.

-Limitaciones morales: En sentido propio, esta limitación se refiere a nuestra incapacidad para escoger siempre el bien, si no es con la ayuda de una gracia sobrenatural. En un sentido secundario, quiere decir que estamos sujetos a la ley moral, y no por encima de ella. Somos libres para optar por el bien o por el mal, pero no podemos dictaminar según nuestro capricho que algo sea bueno o malo. Somos libres para robar, pero no podemos convertir el robo en un acto de virtud por pura fuerza de voluntad. Seguirá siendo un acto malo, sea que lo reconozcamos o no. El bien y el mal no son invención del hombre. La moralidad corresponde al bien y al mal objetivos. De nosotros depende solamente el adherirnos a uno o a otro.

La presencia de restricciones es una condición indispensable para el ejercicio de la libertad. Soy libre para jugar béisbol en la medida en que existen unos límites que constriñen mi libertad, es decir, unas reglas que debo seguir. Si pudiera poner un número variable de jugadores en el campo, por ejemplo, 34, en lugar de nueve, se arruinaría el juego; ya no sería libre para jugar béisbol. Sería, además, ridículo ir cambiando las reglas a lo largo del partido.

La libertad sin restricciones es como un cuerpo sin esqueleto o como una compañía que no acaba de decidir si su objetivo es hacer dinero o perderlo. Todo carece de sentido cuando no hay una estructura, unos objetivos claros o una dirección. La libertad necesita unos límites, como todo río necesita sus riberas, o todo rifle su cañón.

Libertad y autocontrol

La libertad no consiste en seguir ciegamente nuestros impulsos, sino en el autodominio. Podríamos pensar que somos libres cuando en realidad seríamos esclavos de las cosas: de nuestros apetitos, de nuestras pasiones, de la opinión pública, de las modas, del qué dirán. San Pedro, cuando escribía a los primeros cristianos, acusó la contradicción de algunos que proclamaban ser libres porque se abandonaban a los deseos carnales: «Ellos pueden prometer libertad, pero no son más que esclavos de la corrupción; porque si alguno se deja dominar por algo, se hace esclavo de ello» (2 Pe. 2, 19). La esclavitud de la carne es sólo un tipo de servilismo; la esclavitud de la voluntad es todavía peor.

Ser libre es como estar en buena forma. Cualquier persona tiene libertad para escalar el monte Everest, pero muchos son incapaces de hacerlo porque están fuera de forma. No hay ninguna restricción externa en este caso, pero hay una interna. Como hemos dicho, la libertad es algo más que el simple deseo; es la fuerza para realizar lo que deseamos. Si quiero dejar de fumar, pero no puedo porque me falta fuerza de voluntad, no soy libre. Mi voluntad está fuera de forma.

La libertad humana es libertad de toda la persona, no de alguna de sus partes. Para que un esposo posea la libertad de ser fiel, debe poder controlar sus pasiones. Sin este autocontrol no hay libertad. Imagínate el caso de un piloto de Fórmula 1. Es libre de manejar sólo si tiene un dominio completo sobre su vehículo. Debe ser capaz de frenar, de acelerar, de girar en un momento dado. Todas estas maniobras exigen un estricto control sobre el volante, el acelerador, la caja de velocidades, el freno, etc., y son necesarias para conducir con libertad un Fórmula 1.

Si voy a esquiar, afilo las orillas de mis esquís. Ya no serán libres de ir hacia adelante y hacia atrás, pero yo lo seré para girar y para detenerme. Controlar y dirigir las partes en una dirección es necesario para que el todo sea libre.

No somos libres porque no hay quien nos detenga sino porque, con la gracia de Dios, somos capaces de alcanzar nuestro verdadero fin y destino como hijos de Dios. Si la libertad consistiese en dar rienda suelta a nuestras pasiones más bajas y a nuestros instintos, los animales serían más libres que los hombres. Ellos no se sienten inhibidos por la razón o por la conciencia. Su ley es el instinto y los reflejos.

La verdadera libertad es la capacidad para dirigir nuestros sentimientos, pasiones, tendencias, emociones, deseos y temores bajo el gobierno de nuestra razón y voluntad. Así entendida, la libertad requiere que cada uno sea de verdad señor de sí mismo, decidido a luchar y vencer las diferentes formas de egoísmo e individualismo que amenazan su madurez como persona. Las personas verdaderamente libres son abiertas, generosas en su dedicación y servicio a los demás.

La verdad os hará libres

Jesucristo, cuando era procesado por blasfemia y oposición a que se pagase el tributo al César, fue obligado a comparecer ante el procurador romano, Poncio Pilato. Pilato preguntó a Jesús acerca de sus enseñanzas y Jesús le replicó: «Yo he venido para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad oye mi voz». Y el procurador, que bien podría ser el vocero de nuestro mundo moderno, se burló y replicando: «¿La verdad? ¿Qué es la verdad?».

Muchas personas no tienen hoy, desafortunadamente, ningún interés por la verdad, aunque la traen a flor de labios. Para la mayoría, lo importante es la simpatía que uno siente hacia una determinada idea, y el modo como a uno le afecta, y no tanto si corresponde o no con la verdad objetiva. Esto es muy cómodo, desde luego. ¡Tú cree lo que quieras creer; yo creeré lo que yo quiera, y todos estaremos juntos y felices! Esto es pluralismo, ¿no es así? Esto es «respeto mutuo». Cada uno tiene sus propias ideas -sobre religión y política; acerca del aborto y del matrimonio-, y basta.

Tomemos un ejemplo. A Juan le encantan las zanahorias. Para Martha, en cambio, las zanahorias no son nada del otro mundo; pero le fascina el tomate. Ahora bien, ¿por qué Martha habrá de consumir sus energías predicando las glorias y los beneficios del tomate si Juan está feliz con sus zanahorias? En pocas palabras, ¿qué derecho tiene uno de imponer su manera de pensar a otro?

Cuando se trata de preferencias culinarias, este razonamiento es correcto. No tengo por qué imponer mis puntos de vista, simplemente porque son mis puntos de vista, mis preferencias, mis gustos. Pero la verdad no es como las verduras. La verdad es algo más que mi modo de ver las cosas; la verdad es la realidad de las cosas en sí mismas. Y esto vale no sólo para lo que es posible demostrar con pruebas matemáticas, sino para todo lo que es. La verdad se impone por sí misma y exige ser escuchada.

En cierto sentido se podría decir que el conocimiento nos hace menos libres. Una vez que descubro que la luna es un pequeño astro en el que no hay vida, ya no tengo libertad para considerarla un disco de plata, o una tajada circular de queso Roquefort. Mientras más sé, menos libre soy de pensar lo que quiera. Si te cuesta aceptar esto, intenta creer que 2+2 es igual a 256. Por mucho que te fuercen, tu mente no podrá convencerse de que 2+2 es igual a otra cosa que no sea 4. Esto se debe a que nuestra inteligencia no es una facultad libre. Busca siempre la verdad.

Normalmente este tipo de conocimiento no nos causa gran problema, porque no repercute en nuestro estilo de vida. Pero si una determinada verdad va a cambiar mi vida en la práctica, encontraré seguramente más dificultad para aceptarla, por miedo a que me corte las alas. Esta es la razón por la que se discute tan poco entre los cristianos el misterio de la Santísima Trinidad, mientras que las enseñanzas de la Iglesia sobre el aborto y los anticonceptivos es un perpetuo campo de batalla. Y esto no porque el misterio de la Santísima Trinidad sea más fácil de entender que la ética sexual; al contrario, es más difícil. Simplemente, cuando nuestra forma de vivir se ve amenazada, la búsqueda desinteresada de la verdad requiere una elevada dosis de honestidad personal.

El notable escritor italiano Alessandro Manzoni escribió en una ocasión que si el aceptar algunas verdades matemáticas tuviese consecuencias más prácticas en nuestra vida, veríamos muchos debates sobre la validez del teorema de Pitágoras. Por eso Cristo dijo: «Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».

Y sin embargo, en un sentido más real y de mayor importancia, el conocimiento -es decir, la verdad- nos libera. Cuando conozco me libero de la duda, de la ignorancia y del error, y adquiero una mayor capacidad para tomar mejores decisiones. Para ser verdaderamente libres hemos de cultivar la adhesión incondicional a la verdad.

Libertad y cristianismo

A menudo se acusa al cristianismo de recortar nuestra libertad. Cristo, por el contrario, dijo que Él era la Verdad, y que la Verdad nos haría libres. La oposición se puede cifrar en estos términos: El cristianismo, ¿defiende u oprime la libertad humana?

Quien quiera actuar éticamente ha de poder percibir la frontera entre lo bueno y lo malo. Es una primera condición para ser libres. En segundo lugar, no sólo debemos ser capaces de distinguir lo que es correcto, sino que debemos contar con la fuerza necesaria para realizarlo. El cristianismo nos promete precisamente estos dos elementos: (1) la luz para distinguir lo bueno de lo malo y (2) la gracia de Dios, que es la fuerza para realizar el bien.

El cristianismo nos revela a Dios en la persona de Jesucristo. Cristo nos enseñó y nos mostró con su ejemplo la diferencia entre lo que es correcto y lo que es incorrecto, entre el bien y el mal, entre lo que agrada a Dios y lo que le desagrada. La Iglesia tiene por tarea dar continuidad a la misión de Cristo desde el momento en que Él le mandó: «Id, pues, y enseñad a todas las naciones...».

Tal vez muchas personas insistirán hoy que la Iglesia coarta nuestra libertad al enseñarnos a discernir entre el bien y el mal. En realidad es justamente al contrario. Cuando nos enseña a discernir entre el bien y el mal, la Iglesia está esclareciendo nuestras alternativas de manera que podamos tomar una decisión mejor informada. ¿Cómo podría escoger lo que ni siquiera conozco? La Iglesia, que es maestra, nos ilumina y nos permite decidir con claridad entre el bien el mal. La ignorancia moral nos confunde y dificulta nuestra decisión; por lo mismo, limita nuestra libertad.

Jesús declaró que Él es la luz del mundo. La luz nos permite ver, conocer la verdad de nuestro derredor, caminar con confianza y saber a dónde vamos. La oscuridad no es libertad. Quienes acusan al cristianismo de limitar nuestra libertad prefieren la oscuridad; prefieren la esclavitud de la ignorancia a la libertad de la verdad.

Un cristiano es verdadera y genuinamente libre, especialmente por tres razones, dos de las cuales ya hemos visto: por el conocimiento de la voluntad de Dios, por la fuerza de la gracia de Dios, y por el regalo inmerecido de la salvación. Por eso san Pablo identifica el cristianismo con la libertad. En Cristo encontramos la realización completa de la humanidad, el paradigma y el modelo de lo que significa ser plenamente hombre. En Él experimentamos la verdad de nuestra existencia y de nuestro destino y, sobre todo, recibimos la fuerza para vivir de acuerdo con esa verdad.

El mayor triunfo

La libertad es la raíz de nuestra dignidad como seres humanos. Esto quiere decir que nuestra dignidad empieza con nuestra libertad, pero no termina allí. La raíz no es todo el árbol, ni tampoco la libertad es la última meta de nuestra existencia humana. La libertad nos ofrece la posibilidad de obtener el mayor triunfo como creaturas hechas a imagen de Dios: el amor, el «derramamiento» de todo mi ser hacia alguien. El amor es imposible sin libertad. De hecho, muchos seres humanos -esencialmente libres-, no son capaces todavía de amar, porque el amor requiere un nivel más elevado de libertad: la capacidad de olvidarse de uno mismo, de anteponer al otro. Muchos no están preparados para esto. Los mayores heroísmos exigen el mayor grado de libertad. La libertad humana, en su sentido más pleno y más profundo, nos impulsa a la donación responsable de nosotros mismos en favor de los demás. Éste es el modo más genuino de usar la libertad y su expresión más profunda. La donación sincera de sí mismo es la senda privilegiada que conduce a la auténtica realización personal.

El amor es la cúspide de la libertad. «Ama, y haz lo que quieras», es la sorprendente máxima de san Agustín. El amor asume todo lo que es bueno. El amor busca el bien del otro pero termina por brindar el mayor bien posible al que lo ejercita. En realidad esto no debería ser ninguna sorpresa, pues ya san Juan nos recordaba que «Dios es amor, y el que vive en el amor, vive en Dios» (1 Jn. 4, 16).


Cultivando mi libertad personal

A lo largo de este capítulo se han ofrecido algunas ideas y recomendaciones para ayudarnos a vivir en la verdadera libertad. Resumamos todo esto en cuatro principios básicos:

1. Las personas libres son dueñas de sí mismas. Los que se dejan dominar por cualquier cosa, se hacen esclavos de ella. La libertad no consiste en permitir que nuestros impulsos nos arrastren, sino en el auto-dominio. Y esto, desde luego, significa auto-disciplina. Es cierto que esta recomendación no suele ser muy grata o bien recibida, pero si somos sinceros con nosotros mismos, hemos de reconocer su valor. Cualquier atleta aprecia el valor y la necesidad del sacrificio. Si queremos de verdad ser libres, hemos de aceptar el sacrificio con coraje y confianza.

2. Las personas libres son leales a la verdad. La verdad es liberación de la ignorancia y de la duda. Para vivir como personas auténticas, debemos buscar, venerar, vivir de acuerdo con la verdad: del sentido de la vida, de la finalidad de las cosas que nos rodean, de la verdad de nuestro ser.

3. Las personas libres ejercitan su libertad. Crecemos en libertad cuando la ejercitamos consciente, decidida y deliberadamente. La rutina, si se cuela e nuestra vida, nos asemeja a un vagón de ferrocarril sobre la vía férrea: empujado por detrás, tirado por delante, metido en una trayectoria fija por dos rieles metálicos. Es mejor determinar por nosotros mismos a dónde vamos, por qué vamos, y cómo llegaremos hasta allí. Sólo así podremos poner todo lo que somos en nuestras decisiones y vivir con coherencia nuestros compromisos.

4. Las personas libres piensan por sí mismas. No nos dejemos gobernar por la opinión pública, por lo que están haciendo los demás, por las ideas y las modas que hoy son y mañana desaparecen. Adhirámonos, en cambio, a lo que sabemos que es correcto, sin tener miedo de llamar a las cosas por su nombre, aunque corramos el riesgo de perder popularidad o de parecer retrógrados.

Como hemos visto, la libertad es mucho más que un eslogan pegadizo que se trae a cuento para justificar nuestras acciones. Es un don que requiere ser administrado cuidadosamente, si hemos de usarlo bien. En "Los valores en acción" examinaremos el modo práctico de usar nuestra libertad al tomar decisiones. Allí es donde nuestros valores tienen un impacto en el curso de nuestra vida.


Este artículo es un extracto del capítulo del mismo nombre. Puedes leerlo completo en el libro"Construyendo sobre roca firme"

4/26/11

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS CAMBIA NUESTRA VIDA



Regina Caeli del Papa en el “Lunes del Ángel”


Queridos hermanos y hermanas:
Surrexit Dominus vere! Alleluja! La Resurrección del Señor implica una renovación de nuestra condición humana. Cristo ha vencido la muerte, causada por nuestro pecado y nos devuelve la vida inmortal. De este acontecimiento brota toda la vida de la Iglesia y la existencia misma de los cristianos. Lo leemos precisamente hoy: Lunes del Ángel, en el primer discurso misionero de la Iglesia naciente: "A este Jesús- proclama el apóstol Pedro- Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos. Exaltado por el poder de Dios, recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha comunicado como ustedes ven y oyen" (Hechos 2, 32-33). Uno de los signos característicos de la fe en la resurrección es el saludo entre los cristianos en el tiempo pascual, inspirado en el antiguo himno litúrgico: "¡Cristo ha resucitado! ¡ Verdaderamente, ha resucitado¡". Es una profesión de fe y un compromiso de vida, tal y como les sucedió a las mujeres descritas en el Evangelio de san Mateo: "De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: "Alegraos". Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron ante él. Y Jesús les dijo: "No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán" (Mateo 28, 9-10). "Toda la Iglesia --escribe el siervo de Dios Pablo VI-- recibe la misión de evangelizar, y la obra de cada uno es importante para el todo. Esta queda como un signo junto a lo opaco y luminoso de una nueva presencia de Jesús, de su partida y de su permanencia. Esta la prolonga y lo continúa" (exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 8 diciembre 1975, 15: AAS 68, 14)



¿Cómo podemos encontrar al Señor y hacernos cada vez más sus auténticos testigos? San Máximo de Turín afirma: "Quien quiere alcanzar al Salvador, primero lo debe poner con la propia fe a la derecha de la divinidad y colocarlo con la persuasión del corazón en los cielos", por lo tanto, debe aprender a dirigir constantemente la mirada de la mente y del corazón hacia lo alto de Dios, donde Cristo ha resucitado. Entonces, en la oración, en la adoración, Dios encuentra al hombre. El teólogo Romano Guardini observa que "la adoración no es algo accesorio, secundario....se trata del interés último, del sentido y del ser. En la adoración el hombre reconoce aquello que vale en sentido puro, simple, y santo". Sólo si sabemos dirigirnos a Dios, rezarle, nosotros podemos descubrir el significado más profundo de nuestra vida y el camino cotidiano es iluminado por la luz del Resucitado.



Queridos amigos, la Iglesia, en Oriente y en Occidente, hoy festeja a San Marcos evangelista, sabio anunciador del Verbo y escritor de las doctrinas de Cristo, como era definido en la antigüedad. Él es también patrono de la ciudad de Venecia, adonde, si Dios quiere, iré en visita pastoral el 7 y 8 de mayo próximo. Invoquemos ahora a la Virgen María, para que nos ayude a cumplir fielmente y con alegría la misión que el Señor Resucitado confía a cada uno de nosotros.

pASCUA FLORIDA


Monseñor Jesús Sanz Montes

Queridos hermanos y amigos: paz y bien.
Decimos de quienes se contrarían, que están malhumorados. Sí, que se les ha colado un mal humo en los adentros y les deja contrariados. Pero las cosas no tienen esas penurias ahumadas malamente, aunque la vida nos complique la andadura y nos haga fatigar y hasta afogarnos en las cuestas arriba, o nos precipite desbocados en las cuestas abajo. Hay un modo distinto de ver las cosas, que aunque éstas no cambien, son otras si las miramos asomados desde otros ojos.
A veces la vida huele a azahar y sabe como a tomillo, y la tierra te llena de frescor mañanero, tanto que parece recién bañada con matutino remojo. Y además, si se la sabe mirar, más aún, si se sabe amarla, ¡entonces qué fácil es descubrir su íntimo secreto que te llena de paz y alegría el alma!
La Pascua florida nos trae esa canción. No se trata de una poesía enajenante que nos saca del quicio y del huerto, que nos emboba distraídos para no afrontar las cosas como la vida requiere. Pero la Pascua florida tiene esa belleza siempre nueva, que se estrena en esperanza y que se brinda con sonrisas, no como si nada hubiese pasado o como si nada estuviese pasando, sino precisamente en medio de todo esto.
Hemos vuelto a guardar nuestros capisayos semanasanteros, y hemos regresado a nuestros habituales asuntos tras la tregua piadosa de los días más cristianos del año. Y no se trata de volver cansinos a la carga, al hoyo o al bollo de lo cotidiano con una mueca de derrota como quien debe reemprender lo propio con enfado.
La Pascua florida nos dice que hay algo que realmente vuelve a comenzar rompiendo el maleficio que nos hace rehenes tristes de una inercia difícil de cambiar. Los inviernos y sus inclemencias, esos fríos que congelan toda posible calidez, dejan paso inevitablemente a una primavera que de modo imparable nos explota fecunda la vida. Es lo que significa la palabra hebrea "pascua", el paso, lo que acontece sin que nada ni nadie lo pueda detener. Dios pasa y pasea su vida habiendo vencido de mil modos la parada acorralante de la muerte. Esta es la Pascua que en este día vemos florecer, como se abre la flor en lo que fuera semilla, como se abre la flor en lo que luego será fruto también.
Nos llena de santa alegría esta esperanza cierta, una esperanza cumplida que una y otra vez se hace hueco en medio de nuestras cuitas, de nuestros desconciertos, de nuestros cansancios y nuestros miedos. Hay algo que se hace rebelde en nosotros por dentro, cuando una extraña y dulce fortaleza se resiste a que la vida se haga lenta, pesada, cansina y sin derrotero. Y esto es la exigencia de nuestro corazón que se hace demanda, se hace plegaria, se hace gracia en el encuentro. Sí, un encuentro entre mis preguntas más mías, y las respuestas del Señor que me las revela.
Pascua florida, regreso estrenador de la vida, donde nuestros sepulcros quedan vacíos y la muerte vencida. La luz se demostró más grande infinitamente que todas nuestras oscuridades juntas. La bondad se hizo hueco en medio de nuestras maldades. La gracia del Resucitado ha logrado hacer caducas a nuestras desgracias mortales. Y la vida misma, nos narra de tantos modos el regalo que Dios nos hace al abrazar nuestra realidad espesa y nuestra humanidad herida. Cristo ha vencido. Albricias es el canto. Nosotros los testigos y una alegría pascual nuestra seña y nuestro santo. Nos inunda a raudales la Santa Pascua florida. Felicidades.
Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

4/25/11

“La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas”

HOMILÍA DEL PAPA EN LA VIGILIA PASCUAL



Queridos hermanos y hermanas:
Dos grandes signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual. En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que en la procesión a través de la iglesia envuelta en la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces, nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo signo es el agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de manantial, como elemento que da vida en la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Sin embargo, no sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes signos de la creación, como la luz y el agua. Característica esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias. Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del Antiguo Testamento se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz.
En la Vigilia Pascual, el camino a través de los sendas de la Sagrada Escritura comienzan con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien conscientes de ello. No entendían dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras: "Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra". Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida. La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas.
El mensaje central del relato de la creación se puede precisar todavía más. San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el significado esencial de dicho relato con una sola frase: "En el principio existía el Verbo". En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado antes se caracteriza por la expresión que aparece con frecuencia: "Dijo Dios...". El mundo es un producto de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo central de la lengua griega. "Logos" significa "razón", "sentido", "palabra". No es solamente razón, sino Razón creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella misma crea sentido. El relato de la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad, sino que el principio de todas las cosas es la Razón creadora, es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa última que está en juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la falta de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la irracionalidad o a la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial. Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con Juan: en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar en la creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto casual de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida estaría privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza. Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también aquello que es contrario a la creación. Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la Razón buena, el amor creador de Dios. Por eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que ha sufrido por nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva, saludable.
El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado, indica claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel, el Sábado era el día en que todos podían participar del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes y pequeños se unían a la libertad de Dios. Así, el Sábado era expresión de la alianza entre Dios y el hombre y la creación. De este modo, la comunión entre Dios y el hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un mundo cuya creación ya había terminado. La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.
En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: "Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno" (Gen 1, 31). Amén

4/24/11

MENSAJE DE PASCUA DE BENEDICTO XVI


“En tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la tierra”


Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo:
La mañana de Pascua nos ha traído el anuncio antiguo y siempre nuevo: ¡Cristo ha resucitado! El eco de este acontecimiento, que surgió en Jerusalén hace veinte siglos, continúa resonando en la Iglesia, que lleva en el corazón la fe vibrante de María, la Madre de Jesús, la fe de la Magdalena y las otras mujeres que fueron las primeras en ver el sepulcro vacío, la fe de Pedro y de los otros Apóstoles.
Hasta hoy -incluso en nuestra era de comunicaciones supertecnológicas- la fe de los cristianos se basa en aquel anuncio, en el testimonio de aquellas hermanas y hermanos que vieron primero la losa removida y el sepulcro vacío, después a los mensajeros misteriosos que atestiguaban que Jesús, el Crucificado, había resucitado; y luego, a Él mismo, el Maestro y Señor, vivo y tangible, que se aparece a María Magdalena, a los dos discípulos de Emaús y, finalmente, a los once reunidos en el Cenáculo (cf. Mc 16,9-14).
La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, de una experiencia mística. Es un acontecimiento que sobrepasa ciertamente la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio. Es una luz diferente, divina, que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad y del Bien.
Así como en primavera los rayos del sol hacen brotar y abrir las yemas en las ramas de los árboles, así también la irradiación que surge de la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, deseo, proyecto. Por eso, todo el universo se alegra hoy, al estar incluido en la primavera de la humanidad, que se hace intérprete del callado himno de alabanza de la creación. El aleluya pascual, que resuena en la Iglesia peregrina en el mundo, expresa la exultación silenciosa del universo y, sobre todo, el anhelo de toda alma humana sinceramente abierta a Dios, más aún, agradecida por su infinita bondad, belleza y verdad.
"En tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la tierra". A esta invitación de alabanza que sube hoy del corazón de la Iglesia, los "cielos" responden al completo: La multitud de los ángeles, de los santos y beatos se suman unánimes a nuestro júbilo. En el cielo, todo es paz y regocijo. Pero en la tierra, lamentablemente, no es así. Aquí, en nuestro mundo, el aleluyapascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades, guerras, violencias. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto. Ha muerto a causa de nuestros pecados de hoy, y ha resucitado también para redimir nuestra historia de hoy. Por eso, mi mensaje quiere llegar a todos y, como anuncio profético, especialmente a los pueblos y las comunidades que están sufriendo un tiempo de pasión, para que Cristo resucitado les abra el camino de la libertad, la justicia y la paz.
Que pueda alegrarse la Tierra que fue la primera en quedar inundada por la luz del Resucitado. Que el fulgor de Cristo llegue también a los pueblos de Oriente Medio, para que la luz de la paz y de la dignidad humana venza a las tinieblas de la división, del odio y la violencia. Que, en Libia, la diplomacia y el diálogo ocupen el lugar de las armas y, en la actual situación de conflicto, se favorezca el acceso a las ayudas humanitarias a cuantos sufren las consecuencias de la contienda. Que, en los Países de África septentrional y de Oriente Medio, todos los ciudadanos, y particularmente los jóvenes, se esfuercen en promover el bien común y construir una sociedad en la que la pobreza sea derrotada y toda decisión política se inspire en el respeto a la persona humana. Que llegue la solidaridad de todos a los numerosos prófugos y refugiados que provienen de diversos países africanos y se han viso obligados a dejar sus afectos más entrañables; que los hombres de buena voluntad se vean iluminados y abran el corazón a la acogida, para que, de manera solidaria y concertada se puedan aliviar las necesidades urgentes de tantos hermanos; y que a todos los que prodigan sus esfuerzos generosos y dan testimonio en este sentido, llegue nuestro aliento y gratitud.
Que se recomponga la convivencia civil entre las poblaciones de Costa de Marfil, donde urge emprender un camino de reconciliación y perdón para curar las profundas heridas provocadas por las recientes violencias. Y que Japón, en estos momentos en que afronta las dramáticas consecuencias del reciente terremoto, encuentre alivio y esperanza, y lo encuentren también aquellos países que en los últimos meses han sido probados por calamidades naturales que han sembrado dolor y angustia.
Se alegren los cielos y la tierra por el testimonio de quienes sufren contrariedades, e incluso persecuciones a causa de la propia fe en el Señor Jesús. Que el anuncio de su resurrección victoriosa les infunda valor y confianza.
Queridos hermanos y hermanas. Cristo resucitado camina delante de nosotros hacia los cielos nuevos y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), en la que finalmente viviremos como una sola familia, hijos del mismo Padre. Él está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Vayamos tras Él en este mundo lacerado, cantando el Aleluya. En nuestro corazón hay alegría y dolor; en nuestro rostro, sonrisas y lágrimas. Así es nuestra realidad terrena. Pero Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Por eso cantamos y caminamos, con la mirada puesta en el Cielo, fieles a nuestro compromiso en este mundo.
Feliz Pascua a todos.