Pocos valores tienen un atractivo tan universal como la libertad. Esta palabra ha sido tan traída y llevada como el birdie en un juego de bádminton. El ideal de la libertad parece que jamás estará fuera de moda. Es difícil encontrar una campaña revolucionaria o una constitución nacional que no proponga la libertad como uno de sus máximos logros.
Hoy día, con la caída del comunismo, la expansión de la democracia, el fácil acceso a la información y el progreso tecnológico el género humano está desarrollando un agudo sentido de la libertad. La cultura occidental rinde homenaje a la libertad en todos los sectores de la civilización. Existen estatuas y naves espaciales que llevan su nombre, monedas acuñadas en su honor, champús y dentífricos que prometen más libertad a quien los compra.
La palabra libertad casi tiene un talismán adherido. Hay ciertas palabras que poseen una especie de carga positiva o negativa, como los iones. Términos como «opción», «creatividad», «nuevo», «original» y «libertad» llevan una carga positiva: de antemano estamos predispuestos favorablemente a ellos, aunque no sepamos a qué se refieren. Otras palabras nos provocan aversión, y desde fuera tiñen negativamente nuestra actitud ante alguna frase. Si hemos de ser objetivos, debemos superar el impacto emocional para considerar el verdadero valor que puede haber detrás de una expresión.
Las diversas caras de la libertad
Este mismo principio se aplica al concepto de libertad. Es un término análogo, que tiene muchas aplicaciones. En algunos casos, la libertad se refiere simplemente a la ausencia de elementos perniciosos, como en el caso de los alimentos dietéticos que son libres de azúcar. Aquí la libertad no tiene un valor propio. Aunque conserva su atractivo, su valor depende directamente de la repulsividad que produce el elemento ausente. Que el café no tenga cafeína es un atributo positivo siempre y cuando se considere la cafeína un ingrediente nocivo. ¿Iríamos, en cambio, a un parque de atracciones libre de diversión? ¿Intentaríamos nadar en una piscina libre de agua?
Cuando el Papa Juan Pablo II habla de la libertad como raíz de la dignidad humana, se está refiriendo a una realidad que va mucho más allá de la mera libertad de movimiento o de la ausencia de constricción externa. La libertad específicamente humana es un ingrediente esencial de la naturaleza del hombre que lo distingue radicalmente del resto de la creación. Los seres humanos son esencialmente libres aunque estén en un calabozo o haciendo trabajos forzados en un campo de concentración; un animal no es verdaderamente libre, aunque esté surcando plácidamente el aire o rumiando a sus anchas en las llanuras del Serengeti. La naturaleza, en cuanto tal, no es libre, pues obedece a una serie de leyes fijas. El agua correrá siempre hacia abajo. El fuego no puede encenderse en el vacío. La combinación de sodio y cloro producirá sal, pero jamás nos dará pimienta.
La libertad humana no se identifica con la libertad de pensamiento o con la libertad física, sino con la libertad de la voluntad -o libre voluntad- por la que gobernamos nuestras propias acciones. Un acto humano es un acto libre.
Estrictamente hablando, los «actos del hombre» difieren de los «actos humanos». Acto humano significa un acto realizado con conocimiento y libertad, es decir, un acto específicamente humano. Algunas veces nuestras acciones son deliberadas y plenamente conscientes; otras veces actuamos inadvertidamente o incluso hacemos cosas de forma involuntaria. Cuando la cajera de la farmacia te devuelve accidentalmente el doble del cambio que te debía dar, no ha realizado una acto humano, porque no fue intencional. Pero si, al llegar a tu coche, te das cuenta del error y regresas para devolver lo que en realidad no es tuyo, tu acto es humano porque lleva impreso el sello de tu conciencia y libertad.
La libertad humana incluye la libertad moral. En virtud de ella existen el bien y el mal, la virtud y el vicio. Un gesto de bondad para con tu hermano pequeño tiene valor y mérito porque es un acto libre. La libertad no es como un examen de matemáticas, donde se trata de «escoger» la respuesta correcta -una computadora lo haría tal vez igual o mejor que tú-. Tampoco se identifica con una pura espontaneidad para escoger entre diversas posibilidades sin valor moral, como hace un gorrión cuando «escoge» en qué árbol y en qué rama construir su nido. La libertad humana encuentra su máxima expresión cuando tiene que elegir entre varias cosas buenas y, especialmente, entre el bien y el mal.
Tres niveles de libertad
Dado que la palabra libertad tiene varios significados, es necesario distinguir y aclarar cuáles son las diversas dimensiones de la libertad.
Libertad de constricción
La libertad se aplica en este caso al hecho de estar libre de impedimentos o de interferencias externas para hacer algo. Es la acepción de libertad que más se emplea. Es la autonomía, en contraposición con el control externo. Un adolescente ansía que sus padres le dejen un amplio espacio de libertad. Las industrias tratan de librarse de las restricciones del gobierno. El preso de la cárcel sueña en el día en que por fin podrá saborear una vez más la libertad. La libertad, aunque es un bien en sí misma, puede ser mal empleada. Cuando una persona pretende liberarse de toda responsabilidad y compromiso, comete un grave error, pues está tratando de evitar un ingrediente necesario para su realización como ser humano.
Otro peligro de este aspecto de la libertad es la posibilidad de ser manipulados: pensando que somos nosotros los que decidimos, en realidad es otro el que decide en lugar nuestro. Podríamos preguntar si la gente de hoy goza de mayor libertad que la del pasado. Es cierto que hoy tiene más capacidad para moverse; cuenta con modernos medios de comunicación instantánea y de procesamiento de información. Posee, además, un dominio más amplio sobre el medio ambiente y es capaz de ejecutar tareas que las personas de unas décadas atrás ni siquiera hubieran imaginado.
Sin embargo, en su vida personal, mucha gente se encuentra hoy confundida, insegura, incapaz de pensar por sí misma y de escapar del ruido, del bombardeo de imágenes y de sutiles mensajes generados por la sociedad y, especialmente, por los mass-media. Sus principios se ven atacados y encuentran poco apoyo cuando tratan de vivir coherentemente como seres humanos. En consecuencia, muchas de sus acciones, opciones y preferencias son determinadas por la moda, la opinión pública y las tendencias políticas. Esta manipulación se lleva a cabo con frecuencia impactando directamente nuestras emociones y evadiendo el proceso ordinario de una elección racional.Para asegurar nuestra libertad, debemos defender nuestra independencia de estas presiones externas.
Libertad de elección
Tú eres el autor de tus acciones. Cuando vas al supermercado o hablas con tu vecino o visitas a un amigo en el hospital, estás ejercitando tu libertad en una serie de actos conscientes. Ahora mismo tú y yo estamos escribiendo nuestra propia historia. Esta dimensión de la libertad es la posibilidad, que se opone a la necesidad. La necesidad es aquello que no podría ser de otro modo. Los actos humanos jamás están sujetos a la necesidad, porque cada acto verdaderamente humano es libre. Las personas son libres. Las cosas son necesarias. Bajo esta luz, la libertad consiste en el dominio que ejerce una persona sobre sus acciones.
Nuestra libertad abarca también la realización de un proyecto vital. Cada uno elige libremente lo que quiere ser en la vida. Una persona honesta es honesta por elección, no por obligación. Nos estamos refiriendo aquí a la auto-determinación, que es contraria al determinismo. Hoy día, como en el pasado, algunos sostienen que el ser humano se encuentra inexorablemente determinado por factores externos a su voluntad. Los que profesan el determinismo biológico señalan que nuestras decisiones están inscritas anticipadamente en nuestro código genético. Otros hablan de condicionamientos culturales y sociales, que determinan nuestra forma de pensar y de escoger.
Hay que reconocer que estas posiciones tienen una pequeña dosis de verdad. Hay factores biológicos y sociales que influyen hasta cierto punto en nosotros. Pero esto no quiere decir que supriman nuestra libertad; aunque haya influencias externas, nuestras decisiones son nuestras. Resulta más cómodo culpar a otro de nuestras caídas, pero en el fondo sabemos que la responsabilidad es nuestra. Por esta misma razón, nuestras buenas acciones merecen recompensa, pues las realizamos libremente, aunque tengamos posibilidad de obrar diversamente.
La libertad es algo más que un deseo. Es la capacidad para realizar ese deseo. Podrías querer, tal vez, no morir jamás, o tener dos metros de estatura, pero no podrás optar por esto porque no tienes el poder para realizarlo. Sólo podemos escoger aquellas cosas cuya realización está dentro de nuestras posibilidades.
Libertad para actuar
La verdadera liberación consiste en algo más que quitar los escombros de nuestra pista vital o romper las cadenas que nos mantienen cautivos. Si descombramos la pista es para iniciar el despegue. Si desencadenamos a alguien es para que pueda vivir su vida y realizar sus sueños. Lo que pretendemos al librarnos de las constricciones es gozar de la libertad para actuar. La libertad invita a la actividad, a la consecución de una meta. Si tengo libre el viernes por la noche... implica que tengo libertad para hacer algo -se sobreentiende que queremos hacer algo-.
La libertad exige compromiso, realización. Si tengo un par de horas libres el viernes por la noche pero no hago nada, me parezco a esas gallinas acurrucadas en el gallinero, esperando algo que empollar. Queriendo aprovechar el tiempo, más bien pensaría: Por fin tengo un par de horas libres, así es que puedo... seguir armando aquel modelo de aeroplano, terminar de leer «El Quijote de la Mancha», escribir a la tía Sara. El dinamismo de la libertad se concreta en una decisión y en una actividad, las cuales se contraponen a la indecisión y a la pasividad. La libertad es libertad sólo cuando se aprovecha para hacer algo, cuando se ejercita.
En este nivel, lo contrario de la libertad es la pasividad y la falta de compromiso. En nuestros días se ha difundido el miedo al compromiso. Muchos deciden «no decidir», porque tienen miedo de optar equivocadamente. Esas personas se aprisionan voluntariamente en la cárcel de su propia inseguridad y temor al futuro. Por querer dejar abiertas todas las opciones, ellas mismas cierran las puertas de su plena realización como personas. Pretenden comer el pastel y conservarlo a toda costa, sin sacrificar ninguna de estas dos opciones. Podría formularse en estos términos el silogismo que respalda la moderna postura del no-compromiso:
1. Lo más importante es ser libre.
2. Si ejercito mi libertad (y me comprometo), limito mis opciones y disminuye mi libertad.
3. Por tanto, no me comprometeré.
La libertad humana no consiste en la ausencia de compromisos, sino en la capacidad para comprometerse y perseverar en ese compromiso. Nos realizamos cuando nos comprometemos libremente como personas y vivimos coherentemente los compromisos que hemos asumido. ¿Acaso una mujer ha perdido su libertad porque ahora tiene cuatro hijos? ¿Acaso ha encontrado un hombre la llave de la libertad perpetua porque a los 43 años sigue sin graduarse del bachillerato y sin buscar trabajo? Obviamente no. Como veremos, el hecho de desconectarnos de los demás, de evitar las ataduras del amor, de las amistades y de la responsabilidad, no es el camino para lograr nuestra realización personal. Es precisamente en la donación de nosotros mismos donde se realiza y completa nuestro potencial como seres humanos.
El valor de la libertad
A menudo se entiende hoy la libertad en términos de total autonomía. Se la ve como la base única e indiscutible de nuestras opciones personales y como autoafirmación a cualquier precio. Algunos, como Jean Paul Sartre, creen que nuestra libertad crea los valores, y que la libertad misma es el valor supremo. Esta teoría tiene dos contradicciones implícitas. En primer lugar, Sartre dice que la libertad en un valor absoluto, mientras sostiene que todos los valores son relativos. En segundo lugar, considera que el individuo es el creador de todos los valores y, al mismo tiempo, que la libertad debe ser el valor más alto para todos. Si alguno no está de acuerdo con esto, obviamente está equivocado. Como siempre, el relativismo degenera infaliblemente y se convierte en dogmatismo.
Cabe una distinción más. No es lo mismo ser libre que usar correctamente la libertad. Apreciamos, con razón, la libertad en sí misma y reconocemos que es bueno ser libres. La libertad nos ennoblece como seres humanos y nos permite participar en cierto modo de la libertad de Dios. Sin embargo, podemos también abusar de la libertad. Si existen leyes, policías y prisiones es porque existe la posibilidad real de que usemos mal nuestra libertad. En cierto momento, estas instituciones se colocan delante de uno y le dicen: «Lo siento, amigo, has ido demasiado lejos. Te has pasado de los límites».
Resulta extraño ver cómo muchos traen a cuento el mismo concepto como fuente e inspiración de actividades muy dispares. Los pecadores pecan en nombre de la libertad, mientras que los santos ejercitan su santidad precisamente bajo esta misma bandera. Charles Manson fue capaz de asesinar un buen número de personas inocentes porque era libre. Y por esta misma razón, Juana de Arco dio su vida en lugar de renunciar a la misión que Dios le había encomendado. De hecho, no puede haber pecado, ni crimen, ni violencia si no hay libertad, como tampoco puede haber santidad, ni virtud, ni bondad, ni amor.
Sin embargo, la libertad no es, en realidad, la inspiración de horribles crímenes, ni tampoco de heroicos gestos de virtud. Sólo es la condición necesaria que permite que estos actos se realicen. Cuando se ve la libertad como un absoluto, desligada de todo principio, puede llevar a los más graves abusos. Como dijo Juan Pablo II en un discurso en Polonia en enero de 1993: «La libertad entendida como algo arbitrario, separada de la verdad y de la bondad, la libertad separada de los mandamientos de Dios, se vuelve una amenaza para el hombre, y conduce a la esclavitud; se vuelve contra el individuo y contra la sociedad».
La libertad necesita de los valores. Ella sola me ofrece únicamente la posibilidad de actuar, mientras que los valores me dan la razón o el motivo para actuar. Si soy totalmente libre, pero carezco de valores, ¿qué haré? Mi libertad no me lo dirá. Simplemente me responderá: «Puedes hacer cualquier cosa». Mis valores son los que me moverán, los que me dirán: «Haz esto. Esto es bueno; es correcto; es importante». Los valores son los que atraen mi voluntad; la libertad permite que mi voluntad se mueva hacia esos valores. Mi voluntad desea y, porque es libre, es capaz de ir en busca de sus deseos.
También es útil distinguir entre libertad y derechos. La libertad no es una especie de calcomanía cósmica que certifica que todas mis acciones son buenas y lícitas en la medida en que son libres. La libertad no es lo mismo que el derecho de hacer algo, aunque los dos se confunden con frecuencia. «¡Puedo hacer lo que me plazca! ¡Este es un país libre y soberano!». El hecho de que sea libre para hacer algo (sin constricción) no me da derecho para hacerlo. Soy libre para matar a una persona -tal vez nadie me lo podrá impedir físicamente-, pero no tengo derecho de matar.
La libertad, en sí misma no justifica nada. Si Antonio dice a su hermano: «Francisco, no debes cometer adulterio. Debes ser fiel a tu esposa»; y Francisco le contesta: «¡Puedo hacer lo que yo quiera! ¡Para eso soy libre!», esta respuesta está fuera de lugar, y tiene muy poco que ver con el consejo de su hermano. Nadie está poniendo en duda la capacidad de Francisco para hacer esto o aquello. Todos somos capaces de obrar como bestias, pero no debemos actuar como bestias, ni tenemos derecho de hacerlo.
¿Compañeros irreconciliables?
Libertad y responsabilidad
La libertad lleva consigo algunos corolarios un tanto olvidados. Para empezar, consideremos el dúo formado por la libertad y la responsabilidad. Para la mente actual, parecen contradictorios; y, sin embargo, están íntimamente unidos. No son dos realidades separadas, sino dos aspectos de la mismísima realidad. Como una madre y su bebé, no se encuentran nunca separados. Nadie puede decir: «Me gustaría ser madre, ¡pero sin niños!». Es una imposibilidad lógica. Algo parecido ocurre aquí: no puede haber libertad sin responsabilidad -ni responsabilidad sin libertad. Viktor Frankl remarcó una vez que la excelente obra iniciada con la Estatua de la Libertad en Nueva York debía ser completada con la Estatua de la Responsabilidad en Los Ángeles.
Una acción libre equivale a una acción responsable. El mérito o la culpa, fruto de nuestras acciones, recae directamente sobre nuestros hombros. De modo semejante, no hay responsabilidad allí donde no hay libertad. No se nos ocurre castigar un árbol porque no se quitó del camino cuando nos fuimos a estrellar contra él. Reconocemos que el árbol no tiene ninguna responsabilidad, porque no es libre. La responsabilidad presupone el poder para hacer algo. Sólo podré ser responsable de una acción cuando ésta sea verdaderamente mía.
Ser responsable significa «responder», «rendir cuenta» de nuestras acciones a alguien con quien estamos comprometidos, al menos implícitamente (Dios, otras personas, nuestra propia conciencia). Responsabilidad significa también asumir las consecuencias de nuestras acciones. A veces nos gustaría poder separar los dos elementos: disfrutar los beneficios de la libertad sin tener que cargar con las consecuencias de la responsabilidad. Esta es una de las razones por las que mucha gente se rebela contra la autoridad, por las que los adolescentes se quieren independizar de sus padres, por las que algunos psicólogos inventan métodos para tratar de acallar la persistente voz de la conciencia. Sin embargo, el divorcio entre la libertad y la responsabilidad destruye la libertad misma. La libertad sin responsabilidad no es libertad sino licencia. El que es libre es verdaderamente dueño de sus acciones; y el que es dueño de sus acciones es verdaderamente responsable.
Libertad y límite
A pesar de nuestra grandeza por llevar el sello de la imagen y semejanza de Dios, somos limitados. Desentrañamos progresivamente los secretos de la naturaleza y aprendemos cómo sacar provecho de las fuerzas del cosmos, y, sin embargo, ¡cuánto queda aún fuera de nuestro control! La libertad humana no es infinita o absoluta. Tenemos que trabajar juntamente con nuestra naturaleza. Esta limitación fundamental de la existencia humana se manifiesta en cuatro dimensiones:
-Limitaciones lógicas: Hay ciertas cosas que no podemos hacer simplemente porque no se pueden hacer. Esto no se debe a la flaqueza del hombre, sino a la realidad misma de las cosas. No puedes construir, diseñar, ni siquiera concebir, un círculo cuadrado; es una imposibilidad lógica. Tampoco puedes componer un soneto clásico en cinco líneas. Estas limitaciones se dan, pues, en toda situación que es intrínsecamente contradictoria.
-Limitaciones físicas: Podemos hacer muchas cosas, pero siempre dentro de las posibilidades de nuestra naturaleza. Ella no consiente que tú y yo salgamos volando por la ventana sin necesidad de instrumento alguno, ni tampoco que alcancemos una edad de 529 años, o que aumentemos nuestra estatura unos 10 centímetros después de los 20 años. Las leyes físicas y biológicas no dependen de nuestra voluntad, y nos señalan con claridad un límite real.
-Limitaciones intelectuales: Ninguna persona humana es omnisciente. Por cada segmento de información que logramos asimilar, hay una cantidad infinita de datos que se nos escapan. Como dijo un filósofo: «Cuanto más sé, más me doy cuenta de lo poco que sé». Nuestro conocimiento de las cosas jamás es completo.
-Limitaciones morales: En sentido propio, esta limitación se refiere a nuestra incapacidad para escoger siempre el bien, si no es con la ayuda de una gracia sobrenatural. En un sentido secundario, quiere decir que estamos sujetos a la ley moral, y no por encima de ella. Somos libres para optar por el bien o por el mal, pero no podemos dictaminar según nuestro capricho que algo sea bueno o malo. Somos libres para robar, pero no podemos convertir el robo en un acto de virtud por pura fuerza de voluntad. Seguirá siendo un acto malo, sea que lo reconozcamos o no. El bien y el mal no son invención del hombre. La moralidad corresponde al bien y al mal objetivos. De nosotros depende solamente el adherirnos a uno o a otro.
La presencia de restricciones es una condición indispensable para el ejercicio de la libertad. Soy libre para jugar béisbol en la medida en que existen unos límites que constriñen mi libertad, es decir, unas reglas que debo seguir. Si pudiera poner un número variable de jugadores en el campo, por ejemplo, 34, en lugar de nueve, se arruinaría el juego; ya no sería libre para jugar béisbol. Sería, además, ridículo ir cambiando las reglas a lo largo del partido.
La libertad sin restricciones es como un cuerpo sin esqueleto o como una compañía que no acaba de decidir si su objetivo es hacer dinero o perderlo. Todo carece de sentido cuando no hay una estructura, unos objetivos claros o una dirección. La libertad necesita unos límites, como todo río necesita sus riberas, o todo rifle su cañón.
Libertad y autocontrol
La libertad no consiste en seguir ciegamente nuestros impulsos, sino en el autodominio. Podríamos pensar que somos libres cuando en realidad seríamos esclavos de las cosas: de nuestros apetitos, de nuestras pasiones, de la opinión pública, de las modas, del qué dirán. San Pedro, cuando escribía a los primeros cristianos, acusó la contradicción de algunos que proclamaban ser libres porque se abandonaban a los deseos carnales: «Ellos pueden prometer libertad, pero no son más que esclavos de la corrupción; porque si alguno se deja dominar por algo, se hace esclavo de ello» (2 Pe. 2, 19). La esclavitud de la carne es sólo un tipo de servilismo; la esclavitud de la voluntad es todavía peor.
Ser libre es como estar en buena forma. Cualquier persona tiene libertad para escalar el monte Everest, pero muchos son incapaces de hacerlo porque están fuera de forma. No hay ninguna restricción externa en este caso, pero hay una interna. Como hemos dicho, la libertad es algo más que el simple deseo; es la fuerza para realizar lo que deseamos. Si quiero dejar de fumar, pero no puedo porque me falta fuerza de voluntad, no soy libre. Mi voluntad está fuera de forma.
La libertad humana es libertad de toda la persona, no de alguna de sus partes. Para que un esposo posea la libertad de ser fiel, debe poder controlar sus pasiones. Sin este autocontrol no hay libertad. Imagínate el caso de un piloto de Fórmula 1. Es libre de manejar sólo si tiene un dominio completo sobre su vehículo. Debe ser capaz de frenar, de acelerar, de girar en un momento dado. Todas estas maniobras exigen un estricto control sobre el volante, el acelerador, la caja de velocidades, el freno, etc., y son necesarias para conducir con libertad un Fórmula 1.
Si voy a esquiar, afilo las orillas de mis esquís. Ya no serán libres de ir hacia adelante y hacia atrás, pero yo lo seré para girar y para detenerme. Controlar y dirigir las partes en una dirección es necesario para que el todo sea libre.
No somos libres porque no hay quien nos detenga sino porque, con la gracia de Dios, somos capaces de alcanzar nuestro verdadero fin y destino como hijos de Dios. Si la libertad consistiese en dar rienda suelta a nuestras pasiones más bajas y a nuestros instintos, los animales serían más libres que los hombres. Ellos no se sienten inhibidos por la razón o por la conciencia. Su ley es el instinto y los reflejos.
La verdadera libertad es la capacidad para dirigir nuestros sentimientos, pasiones, tendencias, emociones, deseos y temores bajo el gobierno de nuestra razón y voluntad. Así entendida, la libertad requiere que cada uno sea de verdad señor de sí mismo, decidido a luchar y vencer las diferentes formas de egoísmo e individualismo que amenazan su madurez como persona. Las personas verdaderamente libres son abiertas, generosas en su dedicación y servicio a los demás.
La verdad os hará libres
Jesucristo, cuando era procesado por blasfemia y oposición a que se pagase el tributo al César, fue obligado a comparecer ante el procurador romano, Poncio Pilato. Pilato preguntó a Jesús acerca de sus enseñanzas y Jesús le replicó: «Yo he venido para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad oye mi voz». Y el procurador, que bien podría ser el vocero de nuestro mundo moderno, se burló y replicando: «¿La verdad? ¿Qué es la verdad?».
Muchas personas no tienen hoy, desafortunadamente, ningún interés por la verdad, aunque la traen a flor de labios. Para la mayoría, lo importante es la simpatía que uno siente hacia una determinada idea, y el modo como a uno le afecta, y no tanto si corresponde o no con la verdad objetiva. Esto es muy cómodo, desde luego. ¡Tú cree lo que quieras creer; yo creeré lo que yo quiera, y todos estaremos juntos y felices! Esto es pluralismo, ¿no es así? Esto es «respeto mutuo». Cada uno tiene sus propias ideas -sobre religión y política; acerca del aborto y del matrimonio-, y basta.
Tomemos un ejemplo. A Juan le encantan las zanahorias. Para Martha, en cambio, las zanahorias no son nada del otro mundo; pero le fascina el tomate. Ahora bien, ¿por qué Martha habrá de consumir sus energías predicando las glorias y los beneficios del tomate si Juan está feliz con sus zanahorias? En pocas palabras, ¿qué derecho tiene uno de imponer su manera de pensar a otro?
Cuando se trata de preferencias culinarias, este razonamiento es correcto. No tengo por qué imponer mis puntos de vista, simplemente porque son mis puntos de vista, mis preferencias, mis gustos. Pero la verdad no es como las verduras. La verdad es algo más que mi modo de ver las cosas; la verdad es la realidad de las cosas en sí mismas. Y esto vale no sólo para lo que es posible demostrar con pruebas matemáticas, sino para todo lo que es. La verdad se impone por sí misma y exige ser escuchada.
En cierto sentido se podría decir que el conocimiento nos hace menos libres. Una vez que descubro que la luna es un pequeño astro en el que no hay vida, ya no tengo libertad para considerarla un disco de plata, o una tajada circular de queso Roquefort. Mientras más sé, menos libre soy de pensar lo que quiera. Si te cuesta aceptar esto, intenta creer que 2+2 es igual a 256. Por mucho que te fuercen, tu mente no podrá convencerse de que 2+2 es igual a otra cosa que no sea 4. Esto se debe a que nuestra inteligencia no es una facultad libre. Busca siempre la verdad.
Normalmente este tipo de conocimiento no nos causa gran problema, porque no repercute en nuestro estilo de vida. Pero si una determinada verdad va a cambiar mi vida en la práctica, encontraré seguramente más dificultad para aceptarla, por miedo a que me corte las alas. Esta es la razón por la que se discute tan poco entre los cristianos el misterio de la Santísima Trinidad, mientras que las enseñanzas de la Iglesia sobre el aborto y los anticonceptivos es un perpetuo campo de batalla. Y esto no porque el misterio de la Santísima Trinidad sea más fácil de entender que la ética sexual; al contrario, es más difícil. Simplemente, cuando nuestra forma de vivir se ve amenazada, la búsqueda desinteresada de la verdad requiere una elevada dosis de honestidad personal.
El notable escritor italiano Alessandro Manzoni escribió en una ocasión que si el aceptar algunas verdades matemáticas tuviese consecuencias más prácticas en nuestra vida, veríamos muchos debates sobre la validez del teorema de Pitágoras. Por eso Cristo dijo: «Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».
Y sin embargo, en un sentido más real y de mayor importancia, el conocimiento -es decir, la verdad- nos libera. Cuando conozco me libero de la duda, de la ignorancia y del error, y adquiero una mayor capacidad para tomar mejores decisiones. Para ser verdaderamente libres hemos de cultivar la adhesión incondicional a la verdad.
Libertad y cristianismo
A menudo se acusa al cristianismo de recortar nuestra libertad. Cristo, por el contrario, dijo que Él era la Verdad, y que la Verdad nos haría libres. La oposición se puede cifrar en estos términos: El cristianismo, ¿defiende u oprime la libertad humana?
Quien quiera actuar éticamente ha de poder percibir la frontera entre lo bueno y lo malo. Es una primera condición para ser libres. En segundo lugar, no sólo debemos ser capaces de distinguir lo que es correcto, sino que debemos contar con la fuerza necesaria para realizarlo. El cristianismo nos promete precisamente estos dos elementos: (1) la luz para distinguir lo bueno de lo malo y (2) la gracia de Dios, que es la fuerza para realizar el bien.
El cristianismo nos revela a Dios en la persona de Jesucristo. Cristo nos enseñó y nos mostró con su ejemplo la diferencia entre lo que es correcto y lo que es incorrecto, entre el bien y el mal, entre lo que agrada a Dios y lo que le desagrada. La Iglesia tiene por tarea dar continuidad a la misión de Cristo desde el momento en que Él le mandó: «Id, pues, y enseñad a todas las naciones...».
Tal vez muchas personas insistirán hoy que la Iglesia coarta nuestra libertad al enseñarnos a discernir entre el bien y el mal. En realidad es justamente al contrario. Cuando nos enseña a discernir entre el bien y el mal, la Iglesia está esclareciendo nuestras alternativas de manera que podamos tomar una decisión mejor informada. ¿Cómo podría escoger lo que ni siquiera conozco? La Iglesia, que es maestra, nos ilumina y nos permite decidir con claridad entre el bien el mal. La ignorancia moral nos confunde y dificulta nuestra decisión; por lo mismo, limita nuestra libertad.
Jesús declaró que Él es la luz del mundo. La luz nos permite ver, conocer la verdad de nuestro derredor, caminar con confianza y saber a dónde vamos. La oscuridad no es libertad. Quienes acusan al cristianismo de limitar nuestra libertad prefieren la oscuridad; prefieren la esclavitud de la ignorancia a la libertad de la verdad.
Un cristiano es verdadera y genuinamente libre, especialmente por tres razones, dos de las cuales ya hemos visto: por el conocimiento de la voluntad de Dios, por la fuerza de la gracia de Dios, y por el regalo inmerecido de la salvación. Por eso san Pablo identifica el cristianismo con la libertad. En Cristo encontramos la realización completa de la humanidad, el paradigma y el modelo de lo que significa ser plenamente hombre. En Él experimentamos la verdad de nuestra existencia y de nuestro destino y, sobre todo, recibimos la fuerza para vivir de acuerdo con esa verdad.
El mayor triunfo
La libertad es la raíz de nuestra dignidad como seres humanos. Esto quiere decir que nuestra dignidad empieza con nuestra libertad, pero no termina allí. La raíz no es todo el árbol, ni tampoco la libertad es la última meta de nuestra existencia humana. La libertad nos ofrece la posibilidad de obtener el mayor triunfo como creaturas hechas a imagen de Dios: el amor, el «derramamiento» de todo mi ser hacia alguien. El amor es imposible sin libertad. De hecho, muchos seres humanos -esencialmente libres-, no son capaces todavía de amar, porque el amor requiere un nivel más elevado de libertad: la capacidad de olvidarse de uno mismo, de anteponer al otro. Muchos no están preparados para esto. Los mayores heroísmos exigen el mayor grado de libertad. La libertad humana, en su sentido más pleno y más profundo, nos impulsa a la donación responsable de nosotros mismos en favor de los demás. Éste es el modo más genuino de usar la libertad y su expresión más profunda. La donación sincera de sí mismo es la senda privilegiada que conduce a la auténtica realización personal.
El amor es la cúspide de la libertad. «Ama, y haz lo que quieras», es la sorprendente máxima de san Agustín. El amor asume todo lo que es bueno. El amor busca el bien del otro pero termina por brindar el mayor bien posible al que lo ejercita. En realidad esto no debería ser ninguna sorpresa, pues ya san Juan nos recordaba que «Dios es amor, y el que vive en el amor, vive en Dios» (1 Jn. 4, 16).
Cultivando mi libertad personal
A lo largo de este capítulo se han ofrecido algunas ideas y recomendaciones para ayudarnos a vivir en la verdadera libertad. Resumamos todo esto en cuatro principios básicos:
1. Las personas libres son dueñas de sí mismas. Los que se dejan dominar por cualquier cosa, se hacen esclavos de ella. La libertad no consiste en permitir que nuestros impulsos nos arrastren, sino en el auto-dominio. Y esto, desde luego, significa auto-disciplina. Es cierto que esta recomendación no suele ser muy grata o bien recibida, pero si somos sinceros con nosotros mismos, hemos de reconocer su valor. Cualquier atleta aprecia el valor y la necesidad del sacrificio. Si queremos de verdad ser libres, hemos de aceptar el sacrificio con coraje y confianza.
2. Las personas libres son leales a la verdad. La verdad es liberación de la ignorancia y de la duda. Para vivir como personas auténticas, debemos buscar, venerar, vivir de acuerdo con la verdad: del sentido de la vida, de la finalidad de las cosas que nos rodean, de la verdad de nuestro ser.
3. Las personas libres ejercitan su libertad. Crecemos en libertad cuando la ejercitamos consciente, decidida y deliberadamente. La rutina, si se cuela e nuestra vida, nos asemeja a un vagón de ferrocarril sobre la vía férrea: empujado por detrás, tirado por delante, metido en una trayectoria fija por dos rieles metálicos. Es mejor determinar por nosotros mismos a dónde vamos, por qué vamos, y cómo llegaremos hasta allí. Sólo así podremos poner todo lo que somos en nuestras decisiones y vivir con coherencia nuestros compromisos.
4. Las personas libres piensan por sí mismas. No nos dejemos gobernar por la opinión pública, por lo que están haciendo los demás, por las ideas y las modas que hoy son y mañana desaparecen. Adhirámonos, en cambio, a lo que sabemos que es correcto, sin tener miedo de llamar a las cosas por su nombre, aunque corramos el riesgo de perder popularidad o de parecer retrógrados.
Como hemos visto, la libertad es mucho más que un eslogan pegadizo que se trae a cuento para justificar nuestras acciones. Es un don que requiere ser administrado cuidadosamente, si hemos de usarlo bien. En "Los valores en acción" examinaremos el modo práctico de usar nuestra libertad al tomar decisiones. Allí es donde nuestros valores tienen un impacto en el curso de nuestra vida.
Este artículo es un extracto del capítulo del mismo nombre. Puedes leerlo completo en el libro"Construyendo sobre roca firme" |
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