4/28/11

LA LECCIÓN DE LA BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II


Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel


VER
Al aproximarse la beatificación del Papa Juan Pablo II, recuerdo varios momentos en que tuve la gracia de estar cerca de él y valoro los dones que Dios nos concedió en su persona.
Siendo aún presbítero, cuando vino a México la primera vez, en enero de 1979, estuve en su encuentro con los sacerdotes en la Basílica de Guadalupe. Acompañé a los seminaristas de Toluca para estar con él en Guadalajara. En sus visitas posteriores, en las últimas ya como obispo, pude estar más cerca. En el Sínodo Mundial de Obispos de 1990, sin serlo yo todavía, casi a diario gozamos de su presencia; fui nombrado por él como experto en la formación sacerdotal en los Seminarios de América Latina. Por grupos, nos invitaba a tomar los alimentos con él. Participé en la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, en 1992, que él inauguró. Durante la Visita Ad limina en 1994, conversé con él durante quince minutos. Estuve cerca de él durante el Sínodo para América, en 1997, delegado por mis hermanos obispos mexicanos. Lo saludé en algunas audiencias generales en Roma. Por su medio, el Espíritu Santo me llamó al episcopado en Tapachula, el 7 de febrero de 1991.
El 12 de enero del 2000, recibí una carta de su parte, firmada por el Prefecto de la Congregación para los Obispos, en que me preguntaba cuál era mi disponibilidad para ser trasladado de Tapachula a San Cristóbal de Las Casas, como sucesor de Mons. Samuel Ruiz García. Respondí que no me consideraba capaz para ese servicio y le di mis razones; le sugerí a otros; pero le manifesté mi disposición a acatar la voluntad de Dios, manifestada en mis legítimos superiores. Pasaron tres meses y parecía que nada pasaba. El 12 de marzo, estando en Bogotá como Secretario General del CELAM, recibí una llamada en que se me pedía ir a Roma, para hablar personalmente con el Papa y sus colaboradores sobre el asunto. Con toda bondad me recibió y me escuchó; le repetí lo mismo que le había dicho en mi carta. En ese momento, nada me resolvió. El día 20 de marzo se fue a Israel, para celebrar el Gran Jubileo de la Encarnación, y estando en Jerusalén rumbo a Nazaret, entre el 24 y 25, días y lugares muy significativos, pidió que la Nunciatura me preguntara por tercera vez si estaba dispuesto al cambio. Reiteré lo mismo y el 31 de marzo de 2000 se publicó mi traslado a la diócesis donde ya llevo once años de ministerio episcopal. Juan Pablo II, pues, ha sido una providencia muy especial para mí. Cuando voy a Roma, estoy un buen rato en su sepulcro, en conversación familiar con él.
JUZGAR
Más allá de anécdotas personales, en Juan Pablo II nos regaló Dios un legítimo Sucesor de Pedro, un sacrificado Vicario de Cristo, un diligente Pastor universal, un solícito Obispo de Roma, que hizo cuanto pudo para cimentarnos en un como trípode: Cristo, Iglesia, Hombre. Desde su mensaje inaugural en Puebla, lo delineó claramente. Su insistencia en la necesidad de una nueva evangelización en su ardor, en sus métodos y en su expresión, nos acicateó para llevar a Cristo a la cultura y alentar una promoción humana integral, como nos dijo en Santo Domingo.
Me fascina su convicción de la centralidad de Cristo, y sobre todo de la necesidad de un encuentro vivo con El, como lo describe en su Exhortación Postsinodal La Iglesia en América y en tantos otros momentos. Su preocupación por la justicia para los pobres, por los derechos de los trabajadores, y en particular su defensa de los pueblos indígenas; su tierno amor a la Virgen María, su entrega sacrificada y firme hasta el final de sus capacidades, sus sufrimientos por la Iglesia, su pasión misionera, son legados que no podemos olvidar.
ACTUAR
Lo podemos invocar como intercesor ante Dios, para pedir milagros y gracias; pero sobre todo hemos de cuestionarnos qué nos quiso decir el Señor por su medio. La gran fiesta por su beatificación no debe quedarse en algo exterior y transitorio, sino ayudarnos a profundizar en su mensaje, que el Papa Benedicto XVI continúa con toda profundidad. Que el reconocimiento eclesial a su testimonio de fidelidad al Evangelio, nos impulse a ser mejores discípulos y misioneros de Jesús.